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Perder el tiempo

Es triste escuchar a jóvenes universitarios confesar que nunca han leído a Jaime Saenz, que no conocen a César Vallejo, que no saben quién es Juan Rulfo y que no han visto nunca un libro de Alejo Carpentier.

Es desolador leer ensayos de nivel universitario donde, para justificar sus argumentos y apoyar sus ideas, los estudiantes acuden como fuente a Wikipedia.

Cada día es más difícil encontrar un chango leyendo en el minibús. Todos están, en cambio, tecleando en su celular o revisando el Facebook. No sé si existe estadísticas sobre cuántos libros leemos los bolivianos en promedio cada año —sí se mide cuántos litros de Coca-Cola, leche o cerveza bebemos—. Me temo que la respuesta a esa pregunta, si nos la hacemos cada uno de nosotros, sería deprimente. ¿Cuánto tiempo te toma en promedio terminar de leer un libro? ¿Cuántos libros has leído en el último año? ¿Cuántas horas del día pasas leyendo? ¿Cuántas horas al día pasas, en cambio, frente a la tele o la computadora? ¿O viendo perder a los equipos nacionales de fútbol? ¿Cuándo fue la última vez que te amaneciste, atrapada en las garras de un libro? ¿Cuándo fue la última vez que te agarró la madrugada bailando y farreando?

No hace mucho, el Ministerio de Educación determinó que todos los niños y niñas deben usar para leer al menos 15 minutos de cada materia. Pero los maestros se quejan: —Habiendo tanto contenido que cubrir, ¿encima vamos a perder el tiempo leyendo?, afirman.

Y es cierto: al leer se pierde irremediablemente el tiempo. Al leer una novela pierdes la noción del tiempo en el que transcurre tu ordinaria vida, y te transportas a un tiempo emocionante, a un espacio más interesante, a una vida más extraordinaria. Al leer un ensayo abandonas el tiempo cotidiano y te sumerges en el diálogo interminable del que hablaba Bakhtin: la expresión de cada idea presupone un interlocutor que la acepta, la rebate o la transforma; y conecta al que la expresa con todos aquellos que han abordado esa temática a través del tiempo, por generaciones, décadas y siglos. Así, a través del libro, Dickens inicia una conversación que sigue de Dostoievski a Joyce, la recoge Faulkner para después llegar a García Márquez, y de todos ellos a ti, cuando recoges un libro y te pierdes de tu propio tiempo y espacio para sumergirte en el de ellos.

Puede que los profesores tengan razón: cómo pues vamos a permitir que un niño o un muchacho pierda su valioso tiempo con la nariz metida en un libro (¡en pleno horario de clases!), cuando podría estar memorizando fórmulas, repitiendo consignas o copiando tiempos verbales de la pizarra al cuaderno.

Puede que los changos tengan razón: ¿para qué leer un libro de 400 páginas si podemos ver la película en dos horas? ¿Para qué perder el tiempo en la biblioteca, soportando sus sistemas decimonónicos, si podemos encontrar la información en dos minutos en Google? ¿Para qué cargar con el peso de un libro en mi mochila si en mi celular cabe todo lo que necesito?

Puede que llegue un momento en que la estadística de cuántos libros leemos al año se acerque al temible código digital del uno o el cero. Y si eso pasa (¡Dios y la Pachamama nos libren!) entonces sí habremos definitivamente perdido el tiempo: todo el tiempo de la humanidad, sus luchas, su historia y sus conocimientos.