Lo esencial del encanto de Donald Trump es su fama como empresario exitoso. Esta es la razón por la cual la mayoría de sus partidarios no se preocupan de sus opiniones políticas o de su comportamiento inapropiado y de su cruda retórica; pues lo ven como un gran director ejecutivo (CEO) y piensan que logrará conseguir los objetivos que se proponga. Pero nadie cree en esto más que el mismo Trump, quien argumenta que sus habilidades en el mundo comercial lo preparan ampliamente para la presidencia de Estados Unidos. “De hecho, creo que en varias maneras, crear un gran negocio en realidad es más difícil”, le dijo a la revista GQ el año pasado.

Sin embargo, existen algunos debates sobre el verdadero historial de Trump como empresario de éxito. Heredó una fortuna considerable de su padre y, según algunos, hoy sería más adinerado si simplemente hubiese invertido en un índice de mercado de acciones. Su mayor destreza ha sido realizar el papel de un empresario exitoso en su programa de televisión The Apprentice.

A pesar de todo, es justo reconocer que Trump posee cualidades formidables en marketing. Ha sido capaz de crear una marca en torno a su nombre como muy pocos. El problema real es que estos talentos podrían resultar absolutamente irrelevantes en la presidencia, ya que el comercio es bastante diferente al gobierno. Los mandatarios modernos estadounidenses que consiguieron los mejores resultados (Franklin Roosevelt, Lyndon Johnson y Ronald Reagan) prácticamente no tenían experiencia en el comercio. En cambio a varios que sí la tenían, como George W. Bush y Herbert Hoover, no les fue muy bien en la Casa Blanca. No hay un patrón claro. Uno de los pocos CEO exitosos que hizo un buen papel en Washington fue Robert Rubin, ex director ejecutivo del Grupo Goldman Sachs. Rubin se desempeñó como jefe de la asistencia económica en la Casa Blanca y luego como secretario de Hacienda en la administración de Bill Clinton. Cuando dejó Washington, reflexionó en sus memorias que había desarrollado “un respeto profundo por las diferencias entre los sectores público y privado”.

“En los negocios el único objetivo principal es obtener beneficios”, escribió. “El Gobierno, por otro lado, trata con un vasto número de objetivos legítimos y a menudo potencialmente competitivos, por ejemplo, la producción energética contra la protección ambiental o las normas de seguridad contra la productividad. Esta complejidad de metas conlleva a un proceso complejo correspondiente”.

Luego señaló que una gran diferencia entre los dos campos es que ningún líder político, ni siquiera el presidente, posee el tipo de autoridad que tiene todo director ejecutivo. Los CEO pueden contratar y despedir basándose en el desempeño de los trabajadores, pagar bonos para incentivar a sus subordinados y promover gente capaz enérgicamente. Por el contrario, Rubin señaló que él tenía la autoridad para contratar y despedir a menos de 100 de las 160.000 personas que trabajaban bajo su supervisión en el departamento de tesorería. Incluso el presidente posee una autoridad limitada, y en su mayor parte tiene que persuadir más que dar órdenes.

Este no es un defecto de la democracia estadounidense, sino una de sus características. El poder es revisado, balanceado y contrarrestado para asegurar que ninguna rama sea demasiado poderosa y que la libertad individual pueda florecer. No es accidental que Trump admire a Vladímir Putin, quien no tiene que tratar con las complicaciones de un gobierno democrático moderno y simplemente puede hacer que las cosas sucedan.

En entrevistas con The New York Times, Trump imaginó cómo serían sus primeros 100 días en el Gobierno: convocaría a los líderes congresionales a cenas a base de langosta en Mar-a-Lago, amenazaría a los CEO en negociaciones en la Casa Blanca (“La oficina oval sería un lugar extraordinario —desde el cual— negociar” y realizar acuerdos excelentes, señaló en una entrevista). Al hablar de las posiciones que ocuparía, Trump explicó: “Quiero a las personas de aquellos trabajos que se preocupan por ganar. Las Naciones Unidas no están haciendo nada para que los grandes conflictos del mundo finalicen, así que necesitamos un embajador que ganaría al sacudir realmente a las Naciones Unidas”.

Esta visión muestra una falta de entendimiento del mundo asombrosa. Las Naciones Unidas no pueden acabar con los conflictos porque no poseen poder. Eso incumbe a los gobiernos soberanos (a no ser que Trump desee ceder autoridad estadounidense al Secretario General de las Naciones Unidas). La noción de que solamente hace falta un embajador fuerte estadounidense para sacudir a las Naciones Unidas, finalizar los conflictos y “ganar” está completamente lejos de la realidad. Sin embargo, es un ejemplo perfecto del pensamiento empresarial aplicado a un contexto totalmente ajeno.

El éxito en los negocios es importante, honorable y profundamente admirable. No obstante, requiere un conjunto de habilidades especiales que casi siempre son muy diferentes a aquellas que producen el éxito en un gobierno. Tal como escribió Walter Lippmann en 1930 acerca de Herbert Hoover (posiblemente el líder empresarial más admirado de su época): “Es cierto, por supuesto, que un político que es ignorante acerca de los negocios, las leyes y la ingeniería se moverá en un círculo cerrado de trabajos e irrealidades (…) pero la noción popular de que la administración de un gobierno es similar a la administración de una empresa privada, que es solo negocio, o gobierno de la casa, o ingeniería, es un malentendido. El arte político trata con temas particulares de la política, con un complejo de circunstancias materiales de yacimiento histórico, de pasión humana, para la cual los problemas de las empresas o de la ingeniería en sí no proporcionan una analogía”.