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Trumplandia

Fue inquietante que un millonario con pinta de proxeneta trasnochado iniciara una campaña diciendo que sus vecinos del Sur eran “violadores” y “asesinos”. Pero no fue suficientemente inquietante. Luego fue macabra la escena del mismo magnate anaranjado que se paraba frente a estadios repletos de gente y, tras proponer incautar las remesas de los migrantes para financiar un muro en la frontera sur, gritaba: “¿Quién va a pagar el muro?”, a lo cual miles contestaban: “México”. Tampoco eso bastó. Ahora es inexplicable que, como ocurrió hace apenas unos días, un candidato a la presidencia acuse al juez Gonzalo Curiel de ser mexicano (condición identitaria que al parecer incapacitaría a Curiel para hacer su trabajo y juzgar imparcialmente). Tampoco eso va a bastar.

Más allá de la pregunta por las condiciones iniciales que explican el éxito progresivo de este candidato, me parece urgente preguntarnos qué es lo que le sigue garantizando una impunidad al parecer absoluta. Ya lo ha dicho él mismo: “Yo podría dispararle a alguien con una pistola y no perdería votantes”.
Creo que la respuesta está, en parte, en nuestro altísimo umbral de shock como sociedad, en nuestra tolerancia ilimitada al horror. No porque seamos insensibles al sufrimiento real en el mundo, sino porque nuestra relación con las noticias de ese mundo se parece demasiado a la relación que estableceríamos frente a un cómic o un meme. Acostumbrados al espectáculo cotidiano del horror, el posible presidente de Estados Unidos se nos figura quizá más como una ficción hiperreal que como una realidad posible y concretísima. En nuestro imaginario está más cerca de Mickey Mouse o el Pato Donald que de un hombre que el próximo año podría estar tomando decisiones que  afectarían al mundo entero.

De un lado están los medios de comunicación masiva, que vieron en el personaje —con sus comentarios estrafalarios y discursos simplones— la posibilidad de aumentar audiencias, y lo explotaron. Pero del otro lado estamos todos nosotros, consumidores irreflexivos de las noticias como forma de entretenimiento. El señor ha tenido aire más tiempo que cualquier otro candidato solo porque estamos dispuestos a consumirlo.

Disneylandia, esa ficción posmoderna tan tétrica, sigue existiendo porque hay millones de personas dispuestas a tomarse una foto con actores vestidos como ratones o patos de peluche. Trumplandia va a estar a la vuelta de la esquina mientras sigamos dispuestos a ser entretenidos a cualquier costo.