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Marchas que no permitiremos sean espejos

Lo ocurrido el miércoles en la denominada “Marcha por la familia natural” queda como una renovada constancia de nuestras más profundas taras como sociedad y múltiples limitaciones de convivencia social, a tiempo de recordarnos que, a pesar de contar con un amplio espectro normativo garantista y de avanzada en el país (comenzando por nuestra Constitución), al tiempo de mirarnos al espejo somos nosotros y nosotras mismas las y los peores enemigos de su materialización.

Huelga decir que los argumentos de quienes impulsaron y conformaron esa movilización colindan con un excesivo conservadurismo, toda vez que nuestra apuesta-país (refrendada en urnas) debiera tender a sacarnos, de una buena vez por todas, de todo tipo de dogmatismo social, que, se sabe, encuentra su máximo anclaje en el de tipo religioso. Que sean las creencias religiosas las que motivan e impulsan este tipo de eventos es comprensible y legítimo, en la medida en que se lo haga en diálogo con la preservación de derechos individuales y colectivos acordes a los anhelos de construcción de un Estado diverso, intercultural y plurinacional, que responde a nuestro más reciente pacto social.

De ahí que cualquier movilización que esté enfocada en defenestrar iniciativas legislativas que buscan la ampliación y una mayor garantía de derechos es, cuando menos, un exceso. Más aún cuando su registro es de tipo religioso; sobre todo cuando pensamos que nos encontramos en un Estado laico; y particular cuando las consignas que permean su discurso no son solo desinformadas hasta el hastío (se han mezclado definiciones y categorías a antojo), sino además agresivas con la diversidad de las familias que conviven en este territorio.

¿En serio creen que el término de familia (así, en singular, como mandan sus creencias) existe tan solo en la medida en que responda a una “naturalidad”? Naturalidad cuya medida, además, es la concordancia que tenga respecto a lo que establece un libro, por muy sagrado que crean que éste es.

Lo malo de este tipo de manifestaciones sociales es que, en el fondo, promueven la intolerancia, que, se sabe, es materia prima para el odio. Lo bueno, por otro lado, es que gran parte de la institucionalidad gubernamental y social ha comprendido que el Estado, así como su administración y gestión, debe estar separado de las institucionalidades eclesiásticas y sus lineamientos sociales. Al menos así consta en actas tras los pronunciamientos y acciones no solo de la Asamblea Legislativa Plurinacional, sino también del Defensor del Pueblo, del Órgano Electoral Plurinacional, de las comunidades de derechos humanos y, esperemos en un futuro, del Tribunal Constitucional Plurinacional; que tiene a su cargo pronunciarse sobre la constitucionalidad de la norma en disputa.

Marchas como la del miércoles amenazan la idea de que podemos, en algún momento, constituirnos en una sociedad que respete los derechos de todos y todas y garantice la convivencia pacífica de todas las diversidades que componen nuestro país. Bien por la altura discursiva y claridad conceptual con la que la población TLGB ha sabido afrontar este momento. Mal por quienes se han valido de una impresionante ignorancia y mucha mentira para esgrimir discursos en contra de un simple derecho humano. Simple derecho quizás, pero irrenunciable. Sépanlo.