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Solsticio y la ‘hybris’ de los intelectuales

El sol se asomaba lentamente en la cúspide del cerro de San Pedro. Desde la colina de San Sebastián se divisaba cómo los primeros rayos embriagaban el espacio. Con aquella puesta de sol se celebraba el inicio del solsticio de invierno, conocido también como el Willka Kuti (el regreso del sol, en aymara). Eran las siete y cuarto de la mañana de aquel 21 de junio. Las pequeñas fogatas estaban expandidas por doquier para aquietar el frío y  contener la k’oa en un ritual de reciprocidad con la Pachamama. El ambiente estaba impregnado por una humareda que emergía de las k’oas.    

Al son de los pututus, las personas atiborradas en el lugar levantaban sus brazos para recibir la energía solar. Ese lugar, dicen, era una waca (lugar sagrado) denominada Qory illa phuju (ombligo de oro y relámpago, en quechua), posteriormente la narrativa histórica local, en una especie de extirpación cultural, le otorgó un sentido cívico republicano.

Los ecos de los pututus anunciaban el advenimiento de una nueva época, marcada por el calendario andino. Al igual que en la colina de San Sebastián, esta ritualidad, que se desperdigó en los últimos años en Bolivia, se estaba celebrando en varios lugares del país, muchos de ellos sagrados. Nuestros abuelos desconocían este ritual. Entonces, no es milenario, pero quizás eso sea lo que menos importa.  

Según Silvia Rivera, el Año Nuevo Aymara se debe a una iniciativa del naturista aymara Rufino Phaxsi, comunario de Wanqullu en el ocaso de los años 70, una época signada por el surgimiento étnico katarista-indianista que buscaba la revalorización de la cultura aymara para combatir la segregación racial. Posteriormente, jóvenes aymaras, en su intento de afirmación cultural, impulsaron esta ritualidad. Quizás aquí estriba la significación de esta “tradición inventada” (Erick Hobsbawm dixit) en su batalla simbólica de trastocar al racismo imperante.

A posteriori, en el contexto del Estado Plurinacional, el poder ha instrumentalizado ese ritual otorgándole un valor constitucional a fin de inculcar determinados valores culturales al unísono del discurso de la descolonización. Todo eso se sabe. Pero la reacción de algunos intelectuales “ilustrados” con relación a este ritual celebrado la semana pasada fue inopinada, ni siguiera fue una invitación para salir de la caverna de Platón, sino una mofa racista simplona y letal.

En vez de desmontar la falacia ancestral de este ritual o su carácter andinocentrista, estos intelectuales optaron andar por los recovecos sinuosos de la sorna racista. Los griegos  llamaban a este tipo de postura la hybris, en alusión a un desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno, es decir, al otro. Por eso, estos intelectuales recurren a una soberbia que se patentiza en reírse del otro y sus prácticas culturales por su condición étnica. No abrieron el debate sobre lo milenario del Año Nuevo Aymara o los usos del poder de este ritual, prefirieron proferir chistes denigrantes en las redes sociales.

En suma, la principal significación cultural de esta ritualidad es su insurgencia simbólica contra el colonialismo interno. Quizás aquí subyace lo inquietante de este ritual para los intelectuales ilustrados; una carnada de los dioses a ese atrevimiento de arrogarse el papel de juzgar incluso despectivamente al “otro”. Como reza un famoso proverbio antiguo, erróneamente atribuido a Eurípides, “Aquel a quien los dioses quieren destruir primero lo vuelven loco”.