Voces

Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 09:25 AM

Analgésicos

Las metáforas solo se ven desde lejos y desde afuera. Y ésta no es una metáfora de nada.

/ 30 de junio de 2016 / 04:49

Ésta no es una metáfora, pero podría serlo. En un pueblo mi familia y yo decidimos visitar una tienda de antigüedades, más por curiosidad que por pasión. Sonó dos veces el cencerro amarrado a la puerta cuando entramos los tres en fila india —mi marido, mi hija y yo—. Entre una avalancha de zapatos usados y una torre de vinilos, acostado bajo una mesa de ébano Luis XIV con tres patas doradas en forma de querubines, descansaba un perro enorme. Respiraba tan lento, tan inmóvil, que parecía una antigüedad más. Tenía la mirada clavada en algún lugar oscuro y las patas delanteras y traseras extendidas al máximo. Tanto en apariencia como en espíritu, el perro emulaba convincentemente a sus primos salvajes (esos tigres, osos y leones hechos tapete).

Pero a pesar del esfuerzo notable del perro por parecer parte de la escenografía de ruinas con más valor de cambio que de uso, al descubrir al animal vivo entre tanta cosa muerta, nuestra hija fue directo a arrodillarse junto a él. Detrás de la caja, la dueña de la tienda y del perro la alentó pero le advirtió: “Se llama Molly. No ladra ni muerde, pero tampoco mueve la cola”.

En efecto, Molly recibía el afecto con total estoicismo. Noté que tenía una de las patas delanteras rasuradas y me acerqué a la dueña para preguntarle en voz baja qué le había pasado. Me contó la historia completa a media voz, mientras mi marido estudiaba postales viejas y mi hija seguía afanada en intercambiar cariños con el animal. Hasta la semana pasada, durante más de 10 años, hubo en esa tienda dos perras. Pero una se había enfermado hacía unos meses. La dueña había tenido que administrarle analgésicos muy fuertes durante sus últimos meses de vida. Un día, finalmente, después de su última dosis de analgésicos, murió la perra enferma y la dueña se llevó el cadáver a la veterinaria para incinerarlo. Salió aprisa y se le olvidó guardar el bote lleno de analgésico líquido. La perra sana, no se sabe bien cómo, lo había encontrado y deglutido completo. Cuando regresó de la veterinaria encontró a la perra sana más contenta que nunca, dando tumbos por la cocina como un cachorro descubriendo el mundo. Poco después, empezó a vomitar. La tuvo que llevar también al veterinario, donde la salvaron.

La perra había sobrevivido a pesar de sus intentos. Sobrevivió a pesar de sí misma, esa bestia inteligente, que ahora se esforzaba en parecer tapete. No sé si su dueña podía entender la historia que contaba con la misma claridad triste de quien la escuchaba. Las metáforas solo se ven desde lejos y desde afuera. Y ésta no es una metáfora de nada.

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Ferrocarril subterráneo

Poco a poco irrumpió el alivio de las risas, las gracias, los gritos, los abrazos, los alaridos alegres.

/ 18 de junio de 2017 / 04:00

La red clandestina de civiles en el sur de Estados Unidos que, en el siglo XIX, se organizaron para ayudar a los esclavos a escapar de las plantaciones se llamaba “El ferrocarril subterráneo”. Nunca existió tal tren, pero la jerga ferroviaria se usaba como código secreto para operar la red: los esclavos eran “pasajeros”, por ejemplo, y los refugios eran “estaciones”.

Decidí llevarme la majestuosa novela de Colson Whitehead, El ferrocarril subterráneo, para leer durante el lento viaje que hice en autobús entre Nueva York y Washington con otras amigas, para participar en una protesta contra Trump. Por supuesto, no leí ni media línea (la realidad nos superaba). Pero la novela me acompañó como una especie de amuleto. La cargué por las calles atiborradas de Washington, entre pancartas y consignas, entre cientos de miles de caras hermosas y cuerpos plenamente presentes, entre voces que mandaban un mensaje de compromiso con el futuro.

Cuando terminó la marcha —pies hinchados, alma henchida— tomamos un tren en una estación a espaldas de la Casa Blanca. Mientras nos apretujábamos en un vagón, la voz de una operadora daba las instrucciones de siempre: apresurar el paso, no bloquear puertas, etcétera. Se cerraron puertas y el tren reanudó marcha.

Pero luego, rompiendo protocolos, la operadora volvió al micrófono, y dijo: “Señoras, habla la operadora Beard. Sí, beard (la misma palabra que significa pelo facial masculino). Pero no se rían. O sí, ríanse, porque es ridículo. Pero ahora escuchen. Les quiero decir: llevo años manejando en estos túneles, y nunca había estado tan orgullosa de mi trabajo. Señoras: hoy hicieron historia. Y estoy muy orgullosa de ser parte de esa historia. Quiero decirles: muchas gracias. Lo demás ya lo saben: compórtense, etcétera”. Tardamos unos segundos en reaccionar a las palabras de la operadora. Pero, poco a poco, irrumpió el alivio de las risas, las gracias, los gritos, los abrazos, los alaridos alegres.

Vienen años difíciles; años tan largos, negros y hondos como los túneles del metro de Washington. Por los pasillos de la Casa Blanca, solitario y desorientado, hay un cretino dando gritos. Hay que reírse de él, porque es ridículo. Pero hay que escuchar, también. Porque, justo abajo, estará la operadora Beard, pirata discreta de las contracorrientes, manejando su tren. Y ahí, en esas entrañas oscuras del imperio, van a seguir reverberando los ecos suaves de miles de risas, de voces serenas y potentes. Y la operadora Beard estará iluminando el camino a nuestros ferrocarriles subterráneos.

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Nidos y paradigmas

Las miradas adultas suelen pasar por alto los detalles, y registran solo los trazos más generales

/ 1 de junio de 2017 / 04:13

Hace unas semanas caminaba por la avenida Broadway con mi hija, una persona rara, chaparra y muy sabia de siete años de edad. De pronto me tiró de la mano y, obligándome a detenerme, señaló con el índice un letrero en la fachada de una zapatería. Las letras empotradas en bloque decían “Hary’s Shoes”. Me costó unos segundos detectar lo que señalaba: en la cuenca de la “o” de la palabra shoes había un nido de pájaro, hecho de palitos, plumas y posibles restos de colillas de cigarro.

Ajenas a los transeúntes neurasténicos, a los trotadores en su high de serotonina y ambición, a los cláxones afónicos de los taxis, estuvimos un buen rato ahí (como turistas en un repentino rapto espiritual bajo el domo de la Capilla Sixtina) admirando el pequeño milagro de pasto y plumas. Evidentemente el pájaro a cargo de la obra había leído a Darwin y a Le Corbusier, y resuelto la ecuación de los bienes raíces neoyorquinas: la sobrevivencia de la especie está en saber capitalizar racionalmente cada centímetro cuadrado.

El resto del día me quedé pensando en el nido ese, y en cómo era posible que los ojos de una persona tan chiquita, pese a lo abigarrado y abrumador del palimpsesto urbano, repararan en un detalle tan minúsculo y sencillo en lo alto de una fachada. Y también en cómo la mayoría de las miradas adultas suelen pasar por alto los detalles, y registran solo los trazos más generales del mundo.

En las semanas siguientes anduve por la calle muy atenta a los letreros de los edificios. Y, como en los dibujos de la gestalt que usaba Thomas Kuhn para explicar los cambios de paradigma de las revoluciones científicas, una vez que mi mirada había detectado la “anomalía”, se empezó a subvertir el orden del mundo que había dado por sentado, revelando un sistema de coordenadas completamente distinto. Empecé a ver nidos de pájaro en todas partes: en las letras “o” y “u” de las fachadas, entre el cofre y el parabrisas de coches abandonados, en los andamiajes de los edificios en obra. Resultó que, en el palimpsesto urbano de Manhattan, existía una capa invisible donde cientos de pájaros tejen y retejen sus vidas ingrávidas.

En sí misma, la actividad de buscar nidos es trivial y ociosa —si no del todo chalada—. Pero llevada más allá de su fin inmediato, tal vez constituya una especie de reentrenamiento de la mirada. Y en estos días tan blanco y negro, tan ellos y nosotros, tan sí o no, vale la pena entregarnos a la disciplina cotidiana de reparar en los matices y en las pequeñas cosas. No porque Dios esté en los detalles, sino porque la lucidez es un bien escaso que anida solo en los rincones improbables.

* es escritora mexicana, columnista de El País.

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Dar y recibir

¿Queremos que las voces ciudadanas se escuchen? Entonces, hay que escuchar antes que hablar

/ 4 de mayo de 2017 / 04:35

Qué nuevas formas de organización facilitan la integración de nuestras sociedades, cada vez más diversas y fluidas? ¿Y qué formas de resistencia civil debemos adoptar frente a gobiernos que nos dividen e infunden terror en los grupos más vulnerables? Son preguntas clave de nuestros tiempos.

Desde 2015 coordino una pequeña organización estudiantil en la Universidad de Hofstra, Nueva York. Nos llamamos La TIIA (por sus siglas en inglés, Asociación para la Integración de Adolescentes Inmigrantes). Nuestra aspiración, modesta pero concreta, es facilitar el proceso de integración en Estados Unidos de adolescentes refugiados de Centroamérica. Cuando fundamos la TIIA, un año antes de la fundación de Trumplandia, éramos solo 10 alumnos y yo, sin un centavo, sin apoyo. Teníamos ganas de hacer algo, pero ni idea de cómo hacerlo. La pregunta que nos hacíamos: ¿cómo organizarnos?, se volvió más urgente cuando el país pasó a manos de un cretino cuya única agenda es proteger sus intereses, mientras violenta los derechos de las minorías y le da plataforma a un número abrumador de personas para mostrar su odio contra ellas.

Un día, la activista y escritora Nimmi Gowrinathan visitó una de las reuniones de la TIIA. Le preguntamos sobre la mejor forma de organizarnos y resistir. Su respuesta: la estructura interna de cualquier organización civil, dijo, tiene que ser un reflejo de nuestras aspiraciones más amplias de organización social y política.

¿Queremos que las voces ciudadanas se escuchen? Entonces, hay que escuchar antes de hablar. Las marchas callejeras sirven, y mucho, pero tienen un límite, y más da el que le pregunta al otro qué necesita que el que le exige cosas a papá gobierno en eslóganes y cartulinas. ¿Queremos un mundo más integrado y horizontal? Entonces, necesitamos una forma de organización que no distinga entre quienes dan y quienes reciben (quizá el mayor “servicio” sea una forma de intercambio, con distribución equitativa de responsabilidades y poderes).

Hoy, la TIIA tiene decenas de donadores, apoyo, y más de 50 integrantes —adolescentes, niños, profes, activistas—, todos intercambiando experiencias de forma caótica, tentativa, plena y hermosa. Los universitarios enseñan inglés a los chicos refugiados; y éstos les enseñan español a ellos, por ejemplo. Nos seguimos preguntando, a diario: ¿cómo organizarnos, cómo resistir? Solo esto está claro: recordando que nuestras relaciones cotidianas y acciones diarias prefiguran el mundo en que vamos a vivir.

* es escritora mexicana, columnista de El País.

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Memoria de Piglia

La muerte de Ricardo Piglia nos dejó, a muchos lectores hispanos, muy muy huérfanos

/ 21 de enero de 2017 / 04:18

En el cuarto de mi hija hay un baúl lleno de juguetes. Es un baúl grande, forrado en cuero negro, las esquinas rematadas con chapas de cobre. Heredamos ese baúl de una amiga, Laura Gandolfi, que estudió el doctorado en Princeton, donde fue ayudante del escritor Ricardo Piglia. Cuando Piglia se retiró de su cargo como profesor de Literatura, al final de 2010, le dejó a esta amiga un montón de cosas: el baúl negro, un sillón “verde-cortázar”, una lámpara para escritorio, una botella medio vacía de Jack Daniels, una colección de películas noir de los años cincuenta, y una parte de su biblioteca. Unos años más tarde, nuestra amiga se tuvo que trasladar a Chicago, y el baúl no le cupo en la camioneta en la que se fue manejando hasta Illinois, con su perrita Gwendolina, con todas sus cosas, y con las cosas de Piglia.

Conocí a Piglia en 2004, en Madrid, durante un curso sobre Borges en que nos hablaba del Borges inseguro, que bosquejaba cuentos una y otra vez; del Borges tan porteño, tan conservador y tan celoso que despreciaba (envidiaba) el despilfarro experimental del escritor polaco Witold Gombrowicz; del Borges cuasi-kantiano, no por filosófico, sino por caprichoso, adherido ferozmente a sus rutinas cotidianas. Piglia reducía (ampliaba) la literatura a su dimensión más humana.

Pero antes de eso, conocí a Piglia íntimamente a través de sus Formas breves. Cuando tenía 17 años, mi padre me leyó el cuento de Borges La memoria de Shakespeare, donde el protagonista hereda, así nomás, la memoria de Shakespeare. No entendí nada. Mi padre me dio, entonces, Formas breves: Pa’ que entiendas”, dijo. Y en un ensayo de ese libro tan breve, El último cuento de Borges, lo entendí todo. Piglia explica ahí cómo ese cuento de Borges funciona como una teoría general de la memoria y la literatura, donde la segunda no es más que una memoria prestada o heredada, a través de la cual nuestro pequeño y pobre mundo individual se enriquece y suma a la memoria colectiva.

Ricardo Piglia murió el 6 de enero de 2017. Su muerte nos dejó, a muchos lectores hispanos, muy muy huérfanos. No a la manera de los grandes padres fundadores (Márquez, Paz), ni a la manera de los ídolos (Bolaño, Pizarnik), ni tampoco a la manera de los mitos inmortales (Borges, Rulfo). Piglia se va con la misma discreción, mortal y austera, con la que dictó sus cursos y escribió sus pequeñas obras maestras. No sé si podré tomar prestada la memoria literaria del infinito Ricardo Piglia. Por lo pronto, me contento con haber heredado su baúl negro.

* es escritora mexicana, columnista de El País.

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Legalización

Mis mecanismos de supervivencia al exceso de vida familiar siempre han sido poco eficientes.

/ 30 de diciembre de 2016 / 05:53

Llegan las fiestas decembrinas y llega la familia a instalarse. No hay dónde meterse. Nos urge ir al baño, pero está ahí la prima, emitiendo sonidos que recuerdan el sufrimiento ontológico de Gregorio Samsa. Imposible arrellanarnos en nuestro sofá, porque está tomado por un batallón de sobrinitos pringosos. Abrimos el cajón de los calcetines, y sale la abuela.

Mis mecanismos de supervivencia al exceso de vida familiar siempre han sido modestos y poco eficientes. Suelo fingir arrebato frente a una novela larga y decimonónica, por ejemplo; y aparentar indignación si alguien me distrae. Pero a nadie le importa mi arrebato; a nadie le espanta mi indignación. Miembros más diestros de la familia espetan argumentos incontestables: clase de yoga. Salen a pasear y desaparecen 24 horas. Otros, los peores, están siempre metidos en la cocina, pidiendo favores imposibles a los demás.

Algunos encuentran la paz espiritual en la regurgitación de letanías de reproches ancestrales. Solo a unos pocos se les ocurre abrir ventanas, para dejar que entre el viento y sople el humor ligero del valemadrismo.

Tal fue el caso de una tía abuela de edad algo avanzada, cuyo nombre real me fue recomendado no divulgar. En el contexto sofocante de la mentalidad de rebaño al que obedecemos las familias cuando nos arrejuntamos navideñamente, esta tía abuela nos dio una lección de libertad. Ocurrió así. Una sobrina me llamó por teléfono desde un punto en la ciudad para informarme de que la tía abuela se sentía mal. Síntomas: sueño, sudor frío, palpitaciones, desorientación, esporádicos ataques de risa. Sugerí llamar de inmediato a los paramédicos. Mi sobrina hizo caso.

Llegaron —según su reporte— unos señores enormes, guapos, vestidos casi como astronautas. Mientras tanto, el resto de la familia fue informada de la situación. Cada uno reaccionó según su temperamento: llantos, pánico, bronca, ocultamiento de cuentas bancarias. Los paramédicos revisaron bien a la tía abuela y concluyeron que estaba sana, incluso muy sana. La sobrina los despachó, y fin de la emergencia.

Pero una vez que se fueron, la sobrina quiso indagar. Suspirando hondo, la tía confesó que esa tarde había ingerido unas gotas de THC (sustancia activa de la marihuana) por receta de un “amigo-médico”. La tía abuela no estaba enferma: andaba de parranda, tantito pacheca, viajando, agustilín, tripeando, hasta el queque, fifirifi, ida a la goma, lidiando con la familia como mejor se puede.

Dice la tía abuela que les diga: tengan todos unas muy felices fiestas y sí a la legalización de la marihuana para uso familiar.

* es escritora mexicana, columnista de El País.

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