Icono del sitio La Razón

Florencia

Ya no digo en público cosas como que, hace añares, me aburrí al leer La montaña mágica, de Thomas Mann, porque la gente me mira raro: con furia, asco, conmiseración. Lo mismo me pasa ahora, cuando digo que conocí la ciudad de Florencia y que no me gustó. Allí donde se cantan las loas de un lugar bellísimo yo vi una ciudad momificada, embalsamada en un tiempo que no es pasado ni es presente ni es futuro: un tiempo falso, como si toda ella hubiera sido sumergida en un balde de bótox para salir transformada en parodia de piedra.

Despellejada de toda épica, desinfectada de amoralidad, frígida, navega oronda sobre sus ancas, como si bastara tener la galería de los Ufizzi o il campanile del Giotto para estar a la altura del espíritu volcánico de tipos como Dante o Miguel Ángel. Y sin embargo fui en abril. Apenas llegué salí a caminar. Me topé con hordas que, como hidras maléficas, se multiplicaban y comían y chillaban. Era como estar en el estreno de una película de superhéroes: todo plástico, todo ruidoso, todo flúo. Vi una iglesia y entré. Había dos personas, un olor macizo a incienso. Desde el rosetón, un rayo de sol se estampaba sobre el Cristo, crudo y doliente en el altar. Estaba por irme cuando aparecieron tres monjas y un cura con mitra. Empezaron a cantar. Soy atea, además de ignorante, así que no sé qué era eso: si misa, si bendición. Era, en todo caso, un canto solemne y tristísimo, fino como un colmillo de marfil, lleno de entrega. Era el canto secreto de la fe, el goce exquisito de los que mueren porque no mueren, de los que ya no aguantan. No sé cuánto duró. Sé que, cuando salí a la calle, sentí como si me estuvieran despertando a golpes en el andén de una estación de trenes: hectáreas de carne humana, palos de selfi, histeria. Sentí un vértigo plegado, oscuro, y caminé por calles atestadas como si, de pronto, me hubiera quedado huérfana.