Del robo al api vecinal
frente al incremento de la delincuencia los vecinos están manifestando dos tendencias opuestas.
Cuando un hálito otoñal se apoderaba de la ciudad presagiando una noche fría, los vecinos del Barrio Periodista salían paulatinamente de sus casas portando sillas, ollas, vasos, galletas, pan dulce… para tender una mesa ampliada y abigarrada con el fin de compartir un api comunitario.
Era un pretexto para encarar una estrategia contra la ola de robos en los domicilios. Este embate delincuencial condujo a los vecinos, como si se tratase de un gesto entrañable y paradójico del destino, para (re)encontrarse entre ellos y, al mismo tiempo, para (re)apropiarse de su barrio.
Al igual que sucede en toda Cochabamba, este barrio en el último tiempo fue secuestrado por el miedo gracias a la irrupción de un clan de ladrones que cometieron hurtos por doquier. Esta delincuencia provocó una sensación de vulnerabilidad, haciendo añicos la tranquilidad del pasado. Era un peligro acechando al barrio. De la delincuencia mediática se transformó en una delincuencia real. La impotencia empujó a los vecinos a organizarse y “cuidarse mutuamente” ante una Policía corrupta e ineficiente.
Después de 35 años de la creación de aquel barrio, era la primera vez que realizaban una actividad comunal. Los vecinos mayores se reconocían.
Los más jóvenes se conocían. Parecía una carnada despiadada. Los vecinos se habían alejado entre sí para refugiarse en la intimidad de sus hogares. El peligro inminente en las calles, las nuevas tecnologías y los lazos sociales rotos eran algunas razones insoslayables para este desarraigo vecinal. Muchos de los vecinos ni siquiera se saludaban.
Esa noche del api vecinal, los testimonios se asemejaban a los relatos descritos por Mario Vargas Llosa en Los Jefes: el barrio era inofensivo, una familia paralela, una tribu mixta donde se aprendía a vivir; era un lugar para el juego infantil, un lugar lúdico donde los niños crecían y gozaban del espacio público. Todos se conocían. No solamente se saludaban, sino que también se interesaban incluso por la salud del vecino.
“Hoy nos cerramos en nuestra casa, pero estamos desarticulados”, confesaba un vecino.
“¡Alerta! Vecinos organizados, delincuente atrapado será linchado”. Así reza el cartel colocado en todas las puertas de casa del vecindario. A primera vista estos letreros provocan espanto. Empero, es un síntoma del desamparo estatal que obligó a los vecinos a establecer un “pacto” con los ladrones basado en una advertencia que huele a intolerancia. Como dice Roberto Laserna, “compartir una amenaza tan grave para defenderse de la delincuencia, ante la desconfianza generalizada que se tiene hacia la Policía”.
Un rasgo generalizado de esta ola de robos que pone en el imaginario del barrio es la figura espectral del ladrón. Aquel que deja rastros y desastres. Quizás el miedo es el peor de todos los estragos. Ese miedo avivó a los vecinos a buscar un chivo expiatorio, como sucede en este tipo de casos: el extraño, el diferente se erige en el principal sospechoso. En el caso específico del Barrio Periodista era un ciudadano colombiano presuntamente con antecedentes policiales.
En suma, el incremento de la delincuencia está configurando una sociedad del miedo que está provocando, a la vez, dos tendencias opuestas entre sí. Por un lado, está brotando posturas intolerantes y, por otro, está resurgiendo el sentido de lo comunitario para lidiar con el monstruo de la delincuencia. Quizás aquí estriba el desafío para que el miedo no aniquile nuestros valores de convivencia democrática.