Icono del sitio La Razón

Ciudad escalera

Hay que odiar un poco a esta ciudad para llegar a amarla. Hay que ponerse en sus baldosas y pies, mirarla como ella nos mira: en contrastes intensos, en fríos que asan, en abismos y alturas que se confunden y complementan.

La Paz, tan pacífica como una pelea de gatos. Tan violenta como la corona blanca de su achachila nevado. Ciudad de invierno soleado, de marraquetas crujientes, de casas que se aferran a los cerros con uñas, ladrillos y dientes.

Es fácil afirmar que vivir en La Paz pone a dura prueba la paciencia, la presión arterial, la tolerancia y los pulmones. Pero también es cierto que La Paz impulsa la creatividad e inspira los emprendimientos. Es un lugar único en su combinación de cosmopolitanismo con identidad, de estrés con contemplación, de alegría con agresividad y de tesón con flojera.  

Hay pocas ciudades en el mundo que sean tan particulares y reconocibles como ésta, en la que tengo la suerte de vivir. Solo aquí uno se abriga al entrar a la frigidez de una casa y se desabriga para salir al sol ardiente de la calle. Solo aquí se define el espacio con las palabras “subiendo” o “bajando”. Solo aquí hay una fiesta anual donde las calaveras se reúnen, festejan y se casan. Solo aquí hay una fiesta donde la gente va por la calle regalando billetes en miniatura. Solo aquí se abre una puerta para encontrar del otro lado el vacío de una ladera.

Hay que amar mucho a La Paz para vivir aquí sin odiar sus eternas escaleras, sus irremediables trancaderas, su aire insuficiente, sus vientos espléndidos, su luz incandescente. Hay que sufrir La Paz para entenderla. Y es en esa relación esquizofrénica que establece esta ciudad con quien la habita donde se encuentra la razón por la que tantos vienen a sufrirla y tantos se van cuando ya no la soportan.

Conozco varios cochabambinos atrapados en el cuerpo de un paceño, pero yo soy lo contrario. Yo soy una cochabambina que ha aprendido a amar esta ciudad a fuerza de sufrirla, porque es un lugar lleno de sorpresas, donde detrás de cada casa puedes encontrar una montaña; donde salir a caminar es una aventura, aunque solo sea a la vuelta de la esquina; donde no importa en qué lugar te pares, siempre habrá una vista fabulosa.
No falta el pesimista que compara la hoyada paceña con una fosa común, y muchas veces uno siente el sopor de la muerte cuando solo puede divisar un horizonte si mira al cielo. Estar en un caldero hirviente puede resultar sofocante, pues al pasar mucho tiempo en La Paz uno termina sintiendo que no hay nada más allá de esta olla donde nos cocinamos al sol y al frío, como tunta y chuño.

Hace falta entonces desperezarse, sacudirse las penas y los ladrillos, respirar el aire incorruptible del verano o del invierno, mirar al Illimani y a su hermana la Muela del Diablo, tomarse un café con marraqueta, fajarse las rodillas y aceptar que solo se puede vivir en La Paz si se la ama. Y solo se puede amar a esta ciudad si se la odia un poquito cada día.