Un avión bautizado Impulse II, movido única y exclusivamente con energía solar (lleva en las alas 17.248 células solares), está dando la vuelta al mundo en varias etapas. El aparato está construido en fibra de carbono y pesa aproximadamente lo que un coche familiar; un éxito de la ingeniería aeronáutica, vamos. Controlado por el piloto Bertrand Piccard, ha recorrido más de 9.000 kilómetros desde el inicio de su aventura, en Abu Dabi. Visto así, es una aventura propia de Julio Verne, entre Cinco semanas en globo y La vuelta al mundo en 80 días. Pero la larga lista de patrocinadores, los ingenieros y el piloto del Impulse II tienen un objetivo, además de dar la vuelta al mundo: demostrar que las energías limpias —como la solar o la eólica— son aplicables a la vida diaria y ya, en plan exultante, que constituyen la salvación energética del planeta.

Antes de entrar en el fondo de la cuestión (el mensaje), veamos el símbolo. Está bien elegido. Un avión es un medio de transporte atractivo, asociado en la memoria reciente a logros titánicos (las travesías del Atlántico o del Pacífico, a los héroes solitarios como Charles Lindbergh o Ramón Franco), remite a la última conquista tecnológica avanzada (el dominio del aire) y es un medio de transporte que en su versión actual consume gran cantidad de oxígeno. Un avión solar conecta hacia el futuro con la imaginería de la ciencia ficción tecnológica, apegada a los problemas prácticos de la humanidad, como la que propuso Arthur C. Clarke en El viento del sol. El despliegue técnico de un avión solar es apabullante y, por lo que se vio hasta ahora, emocionante. Si además se combina con una estética de libélula, con la oportunidad de una neurosis mundial justificada por el aumento de la temperatura media del planeta y con la seguridad enfática de que las células del Impulse le permiten volar indefinidamente, el envoltorio de celofán es perfecto.

Pero, casi siempre hay un pero, ese mensaje (no el símbolo) que abunda en la teoría, nada nos dice de la praxis. Sí, la energía solar (y la eólica) tienen que ser el futuro energético y, sin duda, lo serán, porque su coste de combustible se aproxima a cero, porque no son contaminantes y porque otro tipos de energías (hidráulica, carburantes, nuclear) o bien han alcanzado sus límites, o bien se agotan a largo plazo —aunque el petróleo lleva 100 años agotándose— o bien tienen costes añadidos o políticos que dificultan la plena aquiescencia social. Son el futuro; pero todavía no ha llegado.

El problema se llama coste de innovación. Pocos países pueden pagarlo. Entre un prototipo resplandeciente y la generación industrial hay el mismo trecho que entre el aeromodelismo y la fabricación en serie de un Boeing. La tecnología y la financiación tienen que madurar hasta que la producción (de aviones, de otros vehículos, o de electricidad limpia, se entiende que sin costes de producción sustitutiva) sea asequible sin subvenciones públicas onerosas. Las burbujas renovables, surgidas al calor del dinero público pagado por los gobiernos, incitan a la prudencia. El objetivo final está claro, pero el trayecto, como el del Impulse II, puede requerir pericia económica y una larga paciencia.