Se ha convertido en sabiduría convencional notar que Obama ha fracasado en sus esfuerzos por librar a Estados Unidos de los conflictos militares en el Medio Oriente. Luego de haber prometido finalizar estas guerras, en el último año ha expandido las intervenciones estadounidenses a Irak, Siria y a otros países. La reducción de tropas en Afganistán ha disminuido notablemente. “El legado de Obama”, dice Gene Healy del Instituto Cato, es claro: “guerra interminable”. Mark Landler, del New York Times, destacó en mayo que Obama había “pasado un hito ensombrecido y poco notable: ha estado en guerra por mayor tiempo que Bush o que cualquier otro presidente estadounidense”.

Pero estas caracterizaciones tratan a toda la actividad militar como si fuera igual, en una manera que oscurece en vez de definir la imagen. Cuando Obama entró a la Casa Blanca, 180.000 tropas estadounidenses participaban en un combate activo militar en dos escenarios: Irak y Afganistán. El fin de ambas guerras era establecer el orden político en estos países; de hecho, crear democracias liberales en funcionamiento.

La política militar estadounidense bajo Obama ha sido diferente, más limitada en su alcance y más modesta en sus metas. Estados Unidos está activamente comprometido en esfuerzos para derrotar a ciertos grupos terroristas, negarles el territorio y trabajar con aliados locales para mantener a los combativos en carrera. Sin embargo, estas políticas implican en su mayoría pequeños números de fuerzas especiales y entrenadores, poder aéreo y aviones teledirigidos.

Sería justo concluir que Obama ha llegado a su actual política de intervención ligera a través de la prueba y el error. En su primer periodo comentó que “la ola de guerra está disminuyendo”, e indudablemente adoptó acciones para tener menos misiones militares activas en el último año de su presidencia. No obstante, el caos político en Medio Oriente y el levantamiento del Estado Islámico lo han forzado a establecer una estrategia para la región: atacar a los grupos terroristas sin incrementar el objetivo de la construcción del país.

Siempre habrá partes del mundo que estén en crisis, y algunas de ellas exportarán su inestabilidad de varias maneras: el terror y los refugiados son las más obvias actualmente. Cuando ha existido una superpotencia mundial, capaz de limitar el caos, ha resultado útil con frecuencia. Gran Bretaña jugó ese rol en el siglo XIX, cuando, tal como me comentó el historiador Max Boot: “durante el gobierno de la reina Victoria hubo una intervención militar británica en alguna parte del mundo cada año”. Estados Unidos ha tenido su propia tradición de intervenciones limitadas. “Entre 1800 y 1934”, escribió Boot, “la marina estadounidense organizó180 desembarcos en el extranjero”.

No obstante, la historia está repleta de ejemplos de intervenciones mal elegidas por el apoyo de regímenes despreciables, con consecuencias no intencionadas y aumentos progresivos que produjeron una inestabilidad mayor y debilitaron a la superpotencia, reduciendo su habilidad para actuar en partes centrales del sistema mundial. Hoy en día, por ejemplo, si Estados Unidos se sumergiera en otra guerra importante en Medio Oriente tendría menos capacidad para ayudar a sus aliados asiáticos a impedir el expansionismo chino en el mar de la China meridional, lo cual amenazaría la paz de la región económica más dinámica del mundo.

Entonces, el desafío es elegir estas intervenciones cuidadosamente, encontrar aliados decentes, y asegurarse de que los esfuerzos estadounidenses se definan y sean delimitados con cuidado, haciendo lo suficiente para ayudar a los actores locales, pero siendo precavidos respecto a la constante presión por la escalada. Por encima de todo, hay que tener en cuenta que estos “desafíos” no se “resuelven” fácilmente. El resultado implicará desilusionar tanto a fervientes intervencionistas como a los antiintervencionistas, pero refleja la realidad y las limitaciones de ser la primera potencia mundial. Un corolario importante es reconocer que éstas no son guerras para la supervivencia nacional y, por lo tanto, no se puede pelear con la retórica y moralidad de tales luchas existenciales. No podemos torturar y encarcelar utilizando analogías a la Segunda Guerra Mundial. Esta guerra es diferente.

¿Podrá funcionar esta estrategia? Ha sido a veces calificada como un enfoque whac-a-mole (de combate) que simplemente continúa golpeando a los chicos malos sin resolver el problema. Esto es verdad. Sin embargo, resolver el problema de verdad incluye crear un sistema político inclusivo y efectivo en lugares como Siria, visto por todos los elementos dentro de la sociedad como legítimo; una tarea casi imposible para un país extranjero. Es mejor enfocar las energías estadounidenses en vencer a los grupos más peligrosos, lo cual otorgaría a los regímenes locales una chance para tomar el control de sus países.

Estas son acciones militares en curso, no guerras interminables, y aquellas que Estados Unidos puede afrontar fácilmente. También funcionan. Una estrategia whac-a-mole no es divertida para los imperialistas; claro ejemplo de ello es el Estado Islámico, cuyo su territorio se encoge cada día, su califato colapsa y sus finanzas se agotan. Estas políticas tal vez no resuelvan todos los problemas en Medio Oriente. Es muy probable que sigan surgiendo nuevos grupos y problemas. No obstante, Estados Unidos debería estar preparado y dispuesto a golpear a aquellos también.