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Friday 26 Apr 2024 | Actualizado a 22:21 PM

Sin piloto

Los dispositivos que ahora nos asombran (y nos asustan) se basan en el llamado aprendizaje profundo.

/ 23 de julio de 2016 / 04:14

La primera muerte a bordo de un coche autopilotado nos dejó a todos destilando un sudor espeso y un rencor de especie contra las máquinas, al menos hasta que leímos que el conductor —perdón, el pasajero— estaba viendo una película de Harry Potter en el momento del accidente, con lo que de algún modo dejaba de ser la primera víctima de la conducción automática para convertirse en la última de la puerilidad. Mal podemos quejarnos si las máquinas que nos matan son nuestra obra y no obedecen más que a nuestras órdenes aturdidas. La máquina no vio al camión y el hombre no vio que la máquina no iba a ver al camión.

Dicho lo cual, resulta una profunda paradoja que la inteligencia artificial, la tecnología de moda, esté inspirada en una biología que lleva 500 millones de años sobre la Tierra. La ciencia de hacer pensar a las máquinas estaba sumida en el subdesarrollo hasta hace unos años, cuando los ingenieros se tomaron verdaderamente en serio la idea de copiar el funcionamiento del cerebro. Los dispositivos que ahora nos asombran —y nos asustan— se basan en el llamado deep learning, o aprendizaje profundo, donde las redes neurales (programas informáticos que imitan a las neuronas biológicas) se organizan en decenas de estratos de abstracción progresiva, justo como hace nuestro cerebro para comprender el mundo.

Imaginen que un coche sin conductor circula por una calle detrás de un coche normal, de esos conducidos por humanos, que tiene puesto el intermitente izquierdo. Las técnicas de visión artificial permiten desde hace años que la máquina capte la escena: que vea la luz parpadeante, que localice su posición en el coche de delante, que sepa que eso significa que el conductor se dispone a girar a la izquierda, y que entienda que por tanto no debe adelantarle mientras prepara esa maniobra. Hasta ahí bien. Lo que la máquina no sabe hacer, cuando la escena del intermitente sigue invariable un par de minutos después, es darse cuenta, con el destello de una iluminación, de que el conductor de delante no piensa girar a la izquierda ni a ninguna otra parte, sino que simplemente se ha olvidado de apagar el intermitente, seguramente porque está hablando por el móvil con su hijo adolescente o incurriendo en cualquier otra imprudencia irritante. Cuando las máquinas tengan esa clase de inspiración, cometerán tantos errores como nosotros y serán ellas quienes mueran viendo una de Harry Potter.

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Políticamente incorrecto

La aprobación del Art. 153 del Código Penal es el resultado de 21 años de arar, de hablar, de proponer.

/ 4 de octubre de 2017 / 04:49

No recuerdo haber escrito alguna vez sobre Gabriela Montaño: nunca lo consideré necesario, y los prejuicios también hicieron lo suyo. La certeza de que no faltaría el idiota que pensara que pretendo defenderla (cosa absolutamente innecesaria) me puso en el lugar “políticamente correcto” y me llamé a silencio. Hoy, como dice Sabina, “tiro porque me toca”.

La aprobación del artículo 153 del Código Penal, referido al aborto, salvará la vida de miles de mujeres. Es el resultado de 21 años de arar, de hablar, de escribir, de proponer. Una tarea titánica que requiere de inteligencia, paciencia, constancia, fortaleza y, sobre todo, conocimiento de lo humano, en todos sus aspectos; desde las mujeres que sufren y mueren, hasta las feministas oenejeras que saben que si las mujeres ganan derechos, ellas dejan de facturar porque se quedan sin “causa”; pasando por las feministas y mujeres y hombres no feministas que batallaron desde donde pudieron para lograr la aprobación de ese artículo, convencidas en sangre de que hay que defender la vida, y los derechos. En eso (entre otras muchas tareas) anduvo Gabriela Montaño los últimos 20 años, día por día.

La batalla fue larga, hacia afuera y mucho más dura al interior del MAS. Las posiciones iban y venían con diferencia de horas, y mantener firme el timón y capear esos temporales en tiempos políticos a veces favorables y a veces (los más) adversos fue el agua que le toco navegar. Y nunca se corrió.

Pero no estuvo sola. Lupe Pérez, Moira Rimasa, Claudia Columba, Mónica Novillo, Adriana Salvatierra, Susana Rivero, entre muchas otras, tensaban y aflojaban la cuerda con una pericia que solo las mujeres tienen en casos de gravedad extrema. Como dijo Mario Benedetti, “cuando dejan los ruleros y la revista Para Ti, son verdaderas gladiadoras”.

Decir que somos un Estado laico no es lo mismo que asumirlo y dar el resultado; mucho menos presidiendo la Cámara de Diputados. Es poner el cuerpo firme cuando todo parece derrumbarse y reconstruirlo. Es, en definitiva, ser consecuente con lo que crees durante toda tu vida. Y con lo que dijiste de 20 años hasta hoy. No sé de mucha gente que pueda decir eso de sí misma. Gabriela Montaño puede, y un puñado de compañeras, también.

Sé de lo que hablo y seré políticamente incorrecto en la necesaria infidencia: le supe las discusiones. Le supe las angustias; le supe los cansancios; le supe los insomnios y las furibundas puteadas y las alegrías chiquitas y las caminadas interminables por el cuarto y los 40 cigarrillos después de alguna traición o desacierto. Le supe algún llanto nocturno en que me sentí estéril frente a su desesperada fortaleza del “tal vez no llegar, no lograrlo”, y mi: “ya, Gaby…si no se llega, no se llega”. Frente a su: “mierda, se mueren mujeres todos los días, ¡no hay ‘si no se llega’!, llámala a Lupe, a ver en que más anda el Colectivo Rebeldía”. Podría extenderme en infidencias, pero no hace falta. Solo quería contar esto, porque seguramente lo ignorará la historia.

Se salvarán (decía al principio) miles de mujeres: las que marcharon a favor; las que, aun no pensando en abortar, apoyaron la ley; y las que, habiendo abortado (a escondidas) alguna vez marcharon en contra. Aquel artículo del Código Penal salvará la vida, inclusive, de aquellas que se opusieron por legítima convicción, si es que tuvieran que (ojalá que no) llegar a esa jodida instancia.

En todo caso, como dijo García Márquez, “hay que contar lo que pasa antes de que lleguen los historiadores”, incluso sabiendo que, como en este caso, sea políticamente incorrecto.

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Mucho antes de Pitágoras

Doctor en genética y biología molecular, periodista científico de El País.

/ 2 de septiembre de 2017 / 04:09

Hay noticias de hace 3.700 años? Sí, en las matemáticas. Lee en Materia la última. Aprenderás allí cómo dos investigadores australianos han logrado mostrar el significado último de una tableta de arcilla que fue escrita por entonces. Se llama Plimpton 322, y fue hallada hace tiempo en la antigua ciudad de Larsa, la bíblica Ellasar, hoy 250 kilómetros al sur de la castigada Bagdad. Allí, entre los ríos Tigris y Éufrates, nació la civilización moderna, en las mismas tierras en que 7.000 años antes se había inventado la agricultura, y con ella los primeros asentamientos de una especie que llevaba 100.000 años vagando por el mundo en busca del almuerzo. No debería extrañarnos que también las matemáticas surgieran y arraigaran allí. Son las cosas que pasan cuando dejas pensar a la gente que sabe hacerlo.

La tableta Plimpton 322 es una lista de “tripletes pitagóricos”, como ya sospechaban algunos estudiosos y refuerzan ahora los científicos australianos. El primer triplete pitagórico es (3, 4, 5). Eso quiere decir que, si dibujas un triángulo con esos lados, la figura no tiene más remedio que ser un triángulo rectángulo (en el que uno de los tres ángulos es recto, o de 90º). Es una exhibición del teorema de Pitágoras en acción: 32 más 42 da 52, ¿no es cierto? Hay una lista inacabable de tripletes pitagóricos, o listas de tres números que conforman por necesidad un triángulo rectángulo: (5, 12, 13), (7, 24, 25), (21, 20, 29) y así hasta la saciedad, y su cartografía genera asombrosos patrones geométricos y peculiaridades aritméticas. Ya no hay duda de que los babilonios le pisaron a Pitágoras el teorema.

No es un caso único. Tal vez el gran logro de Pitágoras fue descubrir que el placer (o al menos el placer musical) tiene una base matemática. Las combinaciones de sonidos que nos satisfacen guardan las relaciones de longitud de onda más simples (la octava ½; la quinta 2/3; la cuarta ¾, etcétera). Y la escala natural, a menudo llamada pitagórica (do re mi fa sol la si do y vuelta a empezar), emerge de la aplicación reiterativa del algoritmo más simple (cortar a la mitad la longitud de la cuerda). Esta fue la base de la “armonía de las esferas”, la religión de Pitágoras y su secta que sostenía que el cosmos se basaba en los números naturales (1, 2, 3…) y sus fracciones. Otras tablillas encontradas en Mesopotamia demuestran que los babilonios, o como se llamaran en aquel tiempo, ya conocían la “escala pitagórica”. Nuestro Pitágoras leía más literatura antigua de la que nos dio a entender.

El teorema de Pitágoras es uno de los cimientos de nuestra comprensión matemática del mundo. Una de las pocas verdades que se han sostenido durante cuatro milenios. Pero de Pitágoras, lo que se dice de Pitágoras, no parece que fuera.

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Carne de Facebook

Cuantos más datos recolecta, mejor puede adaptarse una empresa a la demanda de sus consumidores

/ 26 de mayo de 2017 / 04:09

Tiene gracia que, tras las críticas recibidas por la propagación de videos de asesinatos y suicidios, Facebook haya tenido que contratar a 3.000 personas de carne y hueso para que filtren toda esa basura. Ya tenía otros 4.500 empleados dedicados a ello. Y luego diremos que la tecnología quita empleo.

No es que Facebook vaya a verse en estrecheces financieras por contratar a toda esa gente, ni mucho menos. La firma de Zuckerberg acaba de presentar unos resultados del primer trimestre que erizan el cabello: 2.000 millones de usuarios al mes y unos ingresos de 3.000 millones de dólares. Podría contratar a media China. Lo que tiene gracia es que uno de los líderes tecnológicos de nuestro planeta no tenga aún unos algoritmos decentes que distingan el grano de la paja, la verdad de la posverdad, la perversión del entretenimiento. Al parecer, los humanos seguimos haciendo falta para esas tareas de bajo nivel.

El gran reto al que se enfrenta Facebook no es ése. Es situarse entre los cinco grandes en el emergente, incierto y opulento mercado mundial de los datos: el big data que se prefigura como el oro financiero naciente, o “el combustible del futuro”, como lo llama The Economist en un documentado titular. Los cinco grandes del big data serán, previsiblemente, Amazon, Apple, Google, Microsoft y la propia Facebook. Estos cinco prevén hacer una mina de oro con nuestros movimientos y llamadas, nuestras visitas y permanencias en la web, nuestros hábitos y patrones más secretos, los que incluso tú y yo, confiado lector, ignoramos sobre nosotros mismos. El combustible del futuro.

¿Se han preguntado por qué esos cinco gigantes ofrecen gratis muchos de sus servicios? Exacto: es porque a cambio obtienen más y más datos sobre nosotros. Los datos de sus cientos de millones de usuarios alimentan sus sistemas de inteligencia artificial, unas máquinas que aprenden a extraer pautas, significados y predicciones del comportamiento de toda esa masa humana. Créanme, esos sistemas saben predecir tus gustos musicales mejor que tú mismo, y la música es solo el ejemplo más inocente que se me ha ocurrido. Por un lado, cuantos más datos recolecta, mejor puede adaptarse una empresa a la demanda de sus consumidores. Amazon sabe lo que compramos, Google lo que buscamos, Facebook lo que compartimos, incluso si es la burrada de un psicópata, y cualquier telefónica nos sigue la pista ora por el GPS de nuestro aparato, ora por el repetidor al que se conecta. Todos estos datos son secreto industrial. En cierto sentido, todos somos empleados de Facebook.

* es doctor en genética y biología molecular, periodista científico y columnista de El País.

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El brochetón

La mejor guía ante una crisis alimentaria es la ciencia, y la mejor política es la transparencia

/ 19 de abril de 2017 / 04:37

La Policía brasileña cerró hace poco varias plantas de envasado de carne por problemas higiénicos y, como suele ocurrir cuando saltan estas noticias, las cosas se complicaron más de lo debido. China, el mayor consumidor de carne brasileña, suspendió sus importaciones de ese producto, y la Unión Europea y Corea del Sur restringieron también parte de ellas. En un conmovedor intento de contener el efecto dominó, el presidente brasileño, Michel Temer, invitó la semana pasada a comer carne a cuanto diplomático y periodista se le puso a tiro. Se le puede ver en las fotos atacando una brocheta descomunal de solomillos de la tierra o algo parecido con la cara de quien no ha probado bocado en dos días.

Esto traerá recuerdos al lector español. En los primeros años del siglo XXI, cuando llegó a España la crisis de las vacas locas, el entonces ministro de Agricultura, Miguel Arias Cañete, empezó a salir por todas las cadenas de televisión atizándose unos chuletones que daba miedo verlos. No porque tuvieran priones, sino por su magnitud pantagruélica y cardiovascularmente discutible. Los humoristas le presentaban cada día más gordo y con la boca llena; y es difícil saber si aquel espectáculo alivió la crisis del sector o por el contrario la acabó de rematar. En cualquier caso, Cañete pareció disfrutar de la experiencia, igual que ahora Michel Temer.

La gente no es tonta, solemos decir. Ni siquiera los diplomáticos y los periodistas somos tan ineptos como para pensar que los chuletones de Cañete pudieran provenir de las granjas afectadas por las vacas locas, ni que las brochetas gigantescas de Temer adolezcan de problemas higiénicos. Cuando se bañó en las aguas de Palomares, Manuel Fraga disponía con toda probabilidad de las mejores mediciones de radiactividad que había hecho el Pentágono. Ya sabemos que los ministros y los presidentes comen productos de primera calidad, y que se bañan lo menos posible en las playas donde se ha perdido una bomba nuclear. El problema son los demás, todos esos tipos raros que no son ministros.

Si la gente no es tonta, como solemos decir, la mejor guía ante una crisis alimentaria es la ciencia, y la mejor política es la transparencia. Deponga el Mandatario su brocheta y diga a los ciudadanos: hemos revisado las plantas de envasado y hemos hallado que ésta tiene un problema y ésta otra no; hemos cerrado la que tiene el problema, y aquí les presentamos las pruebas de que el resto de la carne está bien; y estamos tomando estas medidas para evitar que se repita. Hasta los periodistas más tontos lo entenderemos.

* es doctor en genética y biología molecular, periodista científico de El País.

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Menos memes

Un tuit del Despacho Oval puede generar un mundo paralelo y ajeno a la evidencia

/ 4 de febrero de 2017 / 13:36

La similitud de las ideas, o al menos de las malas ideas, con los virus biológicos o informáticos es ya un cliché de la sociología. “Se ha hecho viral”, decimos cuando un tuit se propaga como la llama por el matorral seco (aunque “lo ha petado” le está ganando terreno). El evolucionista Richard Dawkins acuñó el término “meme” mucho antes de que Julio Iglesias lo hiciera popular de forma involuntaria. Dawkins razonaba que, si el gen (gene en inglés) era la unidad de transmisión genética, el meme lo sería de la transmisión cultural. La palabra tiene la misma raíz que mimetizar, y quiere enfatizar el carácter pasivo y mimético de la propagación de las ideas, como si el receptor fuera un mero repetidor. La idea de Dawkins se convirtió ella misma en un meme. Perdón, lo petó.

Ahora que del Despacho Oval o de la Trump Tower salen tuits como aguijones balísticos de la posverdad, la metáfora del virus se reviste de matices pardos y umbríos augurios. Un solo meme de esa procedencia puede generar una pandemia de daños y perjuicios que se propaga por el globo sin más ayuda, en efecto, que una cadena de receptores pasivos, de repetidores miméticos. Un solo clic y allá crece un muro, se retiran las inversiones en México, se amenaza a Nueva York, Los Ángeles y Chicago por ayudar a los inmigrantes, se vacía la agencia de protección ambiental (EPA), se niega el cambio climático, se ataca a la prensa y se inventan unos “hechos alternativos”, una nueva realidad, un mundo paralelo y ajeno a la evidencia.

Los virus de verdad, sin embargo, son mucho más sutiles que todo eso. Hace casi 4.000 millones de años, cuando la evolución inventó los virus, tuvo que inventar al mismo tiempo la negociación. De otro modo, nos habríamos extinguido todos en los albores de la Era Arcaica. Un virus que destruye a su huésped es como el escorpión del chiste, que asesina a la rana que le está cruzando el río porque “está en su naturaleza”. Los virus verdaderamente exitosos, los que han logrado llegar a nuestros días, son grandes artistas de la concertación. No matan a su huésped, sino que le fuerzan a adoptar un acuerdo. Tú me dejas integrarme en tu genoma, y yo te ofrezco protección frente a otros virus más intransigentes. Es un caso arquetípico, aunque ni mucho menos único. Los virus llevan 500 millones de años negociando con nuestro genoma, y de esos pactos han emergido algunas de nuestras funciones vitales, como el sistema inmune o la placenta. Contra los memes, inteligencia viral. A petarlo.

Es periodista y escritor, columnista de El País.

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