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Comer, leer

Leer y comer son dos formas de alimentarse y también de sobrevivir. No sabría decir qué es más orgánico, más íntimo, más necesario. Los clásicos lo tenían claro: primero vivir y después filosofar. Pero sucede que hoy los más refinados creen que comer es también una filosofía y mastican lentamente los alimentos pensando en su naturaleza ontológica, imaginando el largo camino que han recorrido hasta llegar a la mesa.

Alguien sembró la semilla, regó las hortalizas, podó los frutales, salió de madrugada a pescar, apacentó el ganado. Alguien llevó todos esos productos al mercado. Alguien los cocinó con amor y sabiduría, con la cultura culinaria que arranca del neolítico. Los que comen así tratan de convertir también la sobremesa en un ejercicio moral, casi místico, y no necesitan ninguna enseñanza de tantos másteres chefs insoportables.

Por otra parte existen lectores exquisitos que leen buscando en cada libro la isla del tesoro y siempre encuentran el cofre del pirata. Hasta hace bien poco ningún artilugio se interponía en esa placentera navegación de los sueños que a través de las páginas de los libros se eleva hasta el cerebro, y tampoco ningún cocinero mediático perturbaba el trayecto que los alimentos naturales recorrían del plato al estómago. Pero hoy la cocina y la lectura están cambiando de sustancia. La cocina ha caído bajo la dictadura de los másteres chefs que ejercen el papel de intermediarios del gusto con sus platos estructuralistas; y la lectura se ha instalado en soportes digitales que imponen sus reglas al pensamiento con sus múltiples aplicaciones. Los artilugios informáticos exigen una lectura rápida, breve, fragmentada, superficial, líquida e inmediata. Los nuevos cocineros te obligan a admirar sus instalaciones artísticas en el plato sin preocuparse de lo que suceda después en el estómago. Así están las cosas.