El trágico 14 de julio pasado preferimos observar los juegos artificiales en Cannes y no proseguir 20 kilómetros más para llegar a Niza, donde los festejos por las fiestas patrias francesas son mayormente espectaculares. Era cerca de medianoche cuando nos enteramos de la tragedia ocurrida en el Paseo de los Ingleses, con 84 cadáveres esparcidos a lo largo de la alameda. Obra maestra del tunecino Mohamed Lahouaiej Bouhlel, quien con su acción desempolvó las reflexiones acerca de la eficacia de los lobos solitarios en los atentados terroristas.

La ironía de la guerra asimétrica que libra Occidente contra el Estado Islámico y sus epígonos en Medio Oriente y en África estuvo reflejada en el soberbio desfile militar que esa misma mañana brilló en los Campos Elíseos de la capital francesa. El moderno armamento ultrasofisticado ostentado por los gallardos soldados, secundados por las acrobacias de la aviación supersónica, hubiera podido parecer convincente disuasión para cualquier adversario potencial. Pero todo ese poderío después de pocas horas sirvió de aliciente para que un modesto inmigrante magrebino pusiera en jaque a la portentosa Francia, solamente usando un camión alquilado. Esta operación baratísima, sin costo material alguno para los instigadores del crimen (salvo la baja del fanático suicida), fue el resultado de la prédica contagiosa del yihadismo que radicaliza la mente de musulmanes y de conversos para empujarlos al combate total e inmisericorde contra los infieles.

Días después, otro extremista decapitaba al cura de la parroquia de Saint-Etienne du Rouvray. En ambos casos está retratado el perfil del lobo solitario que ya en 1900 alentaba el anarquista ruso Bakunin. La diferencia estriba en que antes el objetivo era cualitativo, por ejemplo la ejecución de un alto personaje. Hoy, el lobo solitario busca causar el mayor número de víctimas posible, como el noruego Anders Breivik, en Utoya (Noruega); o el desaforado de Niza. El solitario actual no tiene ligazón orgánica alguna con la central del terror. Es capaz de llevar adelante un atentado soslayando los servicios de inteligencia, ocupados en detectar bandas de yihadistas fichados o seguir pistas religiosas de individuos radicalizados, conocidos como “sleeping cells”, o sea, células dormidas que solo despiertan al silbato del califato. En cambio, el lobo solitario, sin contacto vertical ni horizontal, representa el combatiente ideal, apodado “soldado” por el Estado Islamista y no “yihadista”, que es un cuadro entrenado; aunque ambos adoptan la suprema inmolación acudiendo a la invocación del califa que ordena arrasar con el enemigo donde se encuentre, con el arma que se halle más a mano, y textualmente instruye “atropéllalo con tu carro”. Así, la estrategia de ocupar la retaguardia del adversario es barata y no requiere despliegue bélico alguno.

Lo grave para los estrategas militares y los “gurus” de las agencias de inteligencia es que el campo terrorista establece su propia agenda y cuenta con aquel elemento temible: la imprevisibilidad del ataque, porque es el lobo quien marca el lugar y el momento oportuno. Otro componente que busca el insurgente es el efecto mediático de sus acciones, que lo convierte en celebridad mundial instantánea y que aumenta el prestigio de su organización. El terrorista aprecia la publicidad de su nombre y de su fotografía, por ello siempre deja sus señas, sea en papeles de identidad, su teléfono celular u otras prendas.

La inspiración de matar y morir como mártir fue cumplida por Bouhlel en la masacre de Niza como un desafío a la mítica fecha del 14 de julio, marca de la Revolución francesa que proclama la libertad, la igualdad y la fraternidad. El asesino aprovechó de la libertad que le brindaba aquel “Estado de derecho”, cuya inflexibilidad está ahora en discusión.