La violencia extrema que despliegan los cooperativistas mineros en su movilización actual no es inesperada, así como tampoco debiera sorprender la naturaleza altamente discutible de sus demandas. Un conflicto entre el Gobierno y los cooperativistas mineros era predecible desde hace tiempo, aunque no se supiera entonces en qué circunstancias se iniciaría, cuál sería su desarrollo, cómo sería su desenlace y qué consecuencias traería aparejado. Y esto es así porque se han desaprovechado las mejores oportunidades para establecer un verdadero orden minero, cuando las circunstancias eran favorables debido al excepcional nivel que tenían las cotizaciones de los principales minerales a la sazón.

En cuanto cambiaron las condiciones de los mercados internacionales y empezó la caída de los precios, era fácil imaginar que se presentarían conflictos entre el Gobierno y los diferentes actores institucionales del sector minero, de mucha mayor envergadura que los que se fueron sorteando a duras penas en años pasados.

Debido a sus funciones centrales de proveedor de excedentes desde el pasado colonial, a sus tradiciones sociales y políticas acumuladas en la memoria de sus organizaciones sindicales y al rol de vanguardia que ejerció la FSTMB en la historia del movimiento obrero del país, la minería en Bolivia siempre ha sido algo cualitativamente más importante que un sector de actividad económica. Hasta mediados de los años 80, la minería (del estaño) fue el eje articulador de la economía, la política y el imaginario social. El derrumbe del mercado internacional del estaño a fines de 1985 y la nefasta política subsecuente de relocalización de los trabajadores de la Comibol marcan el inicio del desorden institucional y la falta de políticas sostenidas de largo plazo que aquejan al sector minero desde entonces.

En el mismo sentido han actuado circunstancias ajenas a la minería, tales como el desarrollo de la producción gasífera y de sus consiguientes excedentes fiscales y de divisas, obtenidos en los departamentos del oriente y el sur, bajo formas organizativas radicalmente distintas a la minería.

En ausencia de una visión estratégica de la minería como conjunto y de sus diferentes subsectores de minerales específicos, la negociación de la ley minera en actual vigencia no logró establecer un sistema racional de articulación de funciones y tratamiento impositivo y laboral entre los diferentes tipos de empresas transnacionales y nacionales, públicas y privadas, cooperativas y comunitarias; así como en cuanto a las responsabilidades relacionadas con la prospección, la explotación, la fundición y la comercialización. Tampoco estableció un régimen tributario apropiado para responder a los ciclos de precios internacionales, que en sus fases sucesivas de auge y recesión afectan de manera muy diferente a las unidades productivas, según sean sus características tecnológicas y gerenciales, la riqueza de los yacimientos que explotan y la geopolítica de los mercados internacionales en que participan.

La mencionada ley tampoco logró establecer con claridad la primacía que le corresponde al sector estatal de la minería y a la Comibol, en particular en el ámbito de la minería del occidente, con relación a las actividades de las empresas privadas y de las cooperativas.

En la mayor parte de los conflictos mineros de años pasados, el respaldo político de los cooperativistas al gobierno de Evo Morales desde sus primeros momentos se ha traducido en una solución sistemática de los conflictos a su favor. Esto podría estar cambiando ahora, y con seguridad que no será la última vez en que se ponga de manifiesto el conflicto de intereses entre dicho apoyo político al MAS y el precio que ese apoyo le cuesta al país en términos de recursos y de institucionalidad.

Es  economista.