Días atrás me preguntaron en un programa de CNN sobre los casos en los que Donald Trump había afirmado algo demostrablemente falso y luego los había explicado con un tweet sarcástico y una entrevista indignante. Contesté que aquí había un patrón y un término para denominar a una persona que hace este tipo de cosas: un “artista fanfarrón”. Obtuve vítores y silbidos por el comentario, de los partidistas de cada partido; pero no estaba utilizando esa etiqueta de pasada. Trump es varias cosas, algunas de ellas oscuras y peligrosas. Sin embargo, en el fondo, es un artista fanfarrón.

Harry Frankfurt, un eminente filósofo moral y exprofesor de Princeton, escribió un trabajo brillante en 1986 llamado Sobre la charlatanería (el mismo Frankfurt escribió acerca de Trump en esta línea, así como también lo han hecho Jeet Heer y Eldar Sarajlic). En el ensayo, Frankfurt distingue crucialmente entre mentiras y sandeces: “Decir una mentira es un acto con un enfoque marcado. Es diseñado para insertar una falsedad particular en un punto específico… Para inventar una mentira siempre (el que dice la mentira) debe pensar que sabe cuál es la verdad”.
No obstante, alguien que se involucra en la fanfarronería, explica Frankfurt, “no está ni en el lado de la verdad ni en el lado de la mentira. Su mirada no se encuentra en los hechos de ninguna manera… excepto en la medida en que sean pertinentes a su interés en salirse con la suya, con lo que dice”. Frankfurt escribe que el enfoque del fanfarrón “es panorámico más que particular” y que tiene “más oportunidades y espacio para la improvisación, el color y el juego imaginativo”. Aquí se trata menos de destreza que de arte. De ahí la noción familiar de “artista fanfarrón”.

Este ha sido el modo de Donald Trump toda su vida. Él alardea, y alardea y alardea, acerca de sus negocios, sus construcciones, sus libros, sus esposas. Gran parte de ello es una mezcla de hipérbole y mentiras. Y cuando es descubierto, es como ese hombre que todos alguna vez hemos conocido que realiza afirmaciones disparatadas en un bar, y que cuando es confrontado con la verdad, responde rápidamente: “¡Lo sabía!”.

Tomemos el ejemplo más extraordinario, su inexistente relación con Vladimir Putin. En mayo de 2014, dirigiéndose al Club Nacional de Prensa, Trump dijo: “Yo estuve en Rusia, estuve en Moscú recientemente y hablé, indirecta y directamente con el presidente Putin, quien no pudo haber sido más amable”. En noviembre de 2015, en un debate de Fox, comentó acerca de Putin: “Pude conocerlo muy bien ya que ambos estuvimos en el programa 60 minutos”. ¿Acaso Trump creía realmente que uno puede decir algo así en vivo en la televisión y que nadie se puede fijar si es cierto? ¿Acaso él pensó que nadie se daría cuenta que el programa 60 minutos consistió de dos entrevistas pregrabadas en forma separada, con Putin en Moscú y con Trump en Nueva York? Con esa lógica, yo podría conocer muy bien a Franklin Roosevelt, ya que he presentado algunos programas de él en mi show de televisión. En realidad Trump estaba diciendo sandeces. Se ve a sí mismo como alguien importante, una celebridad mundial, el tipo de hombre que debería o podría haber conocido a Putin.

Otro ejemplo, el tema que alimentó su ascenso político: “el birtherism”, pensamiento que indica que Obama no es estadounidense y por tanto es un presidente ilegítimo. Trump afirmó en 2011 que había enviado investigadores a Hawai y que “ellos no pueden creer lo que están encontrando”. Durante semanas continuó insinuando que había grandes descubrimientos que pronto saldrían a la luz. Insinuó a George Stephanopoulos: “vamos a ver qué sucede”. Eso fue hace cinco años, en abril de 2011. Y hasta ahora no sucedió nada al respecto.

En primer lugar, parece bastante improbable que Trump haya enviado a un investigador a Hawai. En 2011, Salon le preguntó a Michael Cohen, uno de los abogados de Trump, por cualquier detalle sobre los investigadores. Cohen explicó que naturalmente todo era muy secreto. Trump ha dicho lo mismo en cuanto a su plan para derrotar al Estado islámico, el cual no puede revelar. Ha alardeado de tener una estrategia para ganar sólidamente estados tradicionalmente demócratas este otoño, pero no revelará cuáles. Incluso, para los estándares de Trump esto es curioso. ¿Acaso no nos daremos cuenta cuando haga campaña en esos lugares? ¿O será tan secreto que ni los votantes sabrán? Por supuesto, estas no son estrategias secretas; solo son sandeces.

Harry Frankfurt concluye que tanto los mentirosos como los que dicen la verdad son sumamente conscientes de hechos y de verdades. Solo están eligiendo jugar en lugares opuestos del mismo juego para servir a sus propios intereses. Sin embargo, el artista fanfarrón ha perdido toda conexión con la realidad. No presta atención a la verdad. “En virtud de esto”, Frankfurt escribe, “la charlatanería es un enemigo de la verdad aún mayor que las mentiras”.

Vemos las consecuencias. Mientras la charla disparatada continúa, las normas uniformes de hecho, de verdad y de coherencia han desaparecido de esta campaña. Donald Trump ha acumulado tan vastas cantidades de su producto característico en el ámbito político que el hedor actual de engaño es abrumador.