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Los cascos de la codicia

La tarde agradable languidecía en un cálido café de la zona Sur de La Paz. Después de una liviana cena, instalamos la sobremesa conversando con el embajador de España, Ramón Santos, sobre proyectos de conservación del patrimonio arquitectónico que sobrevive milagrosamente en varias ciudades de Bolivia. En la conversación se interpuso, inevitablemente, el tema del despojo que sufrieran los territorios de Aby Ayala, sobre todo de aquellos que albergaban riquezas.

Los conquistadores ibéricos, quienes no midieron sus fuerzas para someter a los gobernantes de aquellos siglos, cometieron excesos con la población, impulsados por el deseo vehemente e irracional de volverse ricos en poco tiempo. Muchos de ellos acumularon fortunas comparables a las de ahora y en un régimen de explotación donde no existían derechos humanos ni sindicatos. En Bolivia la primera zona de explotación minera que despertó la codicia fue Potosí y su emblemático Cerro Rico, que la convirtió en el destino de aventureros y, cómo no, también de gente espléndida.

La explotación antes de la conquista era más bien de intercambio entre las poblaciones altiplánicas de los chichas, los lipes, los qara qaras, y otros con las poblaciones costeñas del Pacífico. La llegada de los españoles interrumpió el sistema económico ancestral (1540). Este nuevo orden desencadenó cambios profundos en la vida social de la población y engendró el mestizaje y grupos hegemónicos de militares, sacerdotes y administradores de la nombrada Villa Imperial. Tal es así que se construyó la Casa de la Moneda (1759) para acuñar el símbolo del poder colonial español.

Dos de las muestras más expresivas de esta opulencia son la obra Historia de la Villa Imperial de Potosí de Arzans Orsúa y Vela, y la pintura que Melchor Pérez de Holguín elaboró por encargo para narrar la entrada del virrey Morcillo a Potosí en 1716. Esta obra pictórica es un documento histórico incomparable para decodificar las clases sociales y su construcción en base a la acumulación de riqueza y poder.

En ella se puede apreciar a los representantes de todas las órdenes religiosas; a ciudadanos engalanados de alabarderos; obras alegóricas de la mitología grecorromana que se instalaron para la ocasión (como los banners de ahora); a los esclavos africanos, vestidos como virreyes con instrumentos (¿el origen de la morenada?); a las autoridades del Cabildo y los grandes azogueros de Potosí… una escena nocturna en la que aparece un mascarón que se representó para el Virrey. Pude observar esta obra en el Museo de América y la hice filmar minuciosamente para encontrar otros detalles que nos hablen de la magnificencia que produjo la riqueza y sus resultados catastróficos, siglos después, en la población potosina que empezó a decrecer negativamente. Después de comentar este tema, el embajador me comentó: “La riqueza minera de Potosí fue a la vez su bendición y su maldición, porque despierta la codicia hasta ahora”.

Esa noche se llevaba a cabo otra versión de la Larga Noche de Museos, y luego de visitar algunos espacios culturales, fuimos arrebatados por el aroma de unas anticucheras. Compartimos entre una abigarrada multitud de ciudadanos bolivianos y extranjeros, entre ellos un inquieto venezolano con quien entablamos conversación, a tiempo que bufábamos con el ají de maní que enardecía nuestro paladar. La conversación recaló en la riqueza hidrocarburífera de su país, y él nos respondió sobre nuestra curiosidad: “Así como ustedes tuvieron a Potosí que despertó la codicia, para nosotros el petróleo es nuestra maldición, por el mismo motivo”.

La tradición judeocristiana considera a la codicia como un factor negativo, y está vetada en el décimo mandamiento como una prohibición por el deseo insaciable de dinero, poder y riqueza; como un apetito voraz que no respeta nada. El capitalismo brutal tuvo su origen precisamente en este deseo enfermizo que no tiene límites. Por eso, no es extraño que el pozo Incahuasi genere rivalidad entre dos departamentos del Estado, o que los mineros cooperativistas (la mayoría ya son empresarios) no quieran sindicalizar a sus obreros ni peones, y así seguir explotándolos, reproduciendo el mismo trayecto demencial del siglo XVII.