En su última novela, Una sensación extraña, el premio Nobel turco Orhan Pamuk narra la epopeya de un migrante urbano: Mevlut Karatas. El protagonista sale de Anatolia con su padre y radica 50 años en una de las ciudades más intensas del planeta: Estambul. En ese tiempo Mevlut ve transformarse, en paralelo, su vida y la ciudad. Una ciudad como pocas dividida por un estrecho que separa nada menos que a Europa de Asia y que soporta, en grado superlativo, contradicciones culturales milenaristas.

La novela recorre un inmenso mosaico social. En medio de ese juego humano de formas y colores, Pamuk relata las desventuras del protagonista que, por retraído y tímido, comete innumerables equivocaciones en dos temas capitales: sus amores y su desarrollo material. Se casa con dos hermanas de la manera más inusitada y no puede, sino hasta el final de su vida, lograr algo de éxito económico.

Pero un oficio le permite conocer de verdad a esa inmensa ciudad. Decide ser vendedor ambulante de una bebida típica turca: la “boza”. Como gremialista errante debe caminar por los diferentes barrios, plazas y palacios para ver, sentir y oler la ciudad del Cuerno de Oro. Mientras pasan los años, Mevlut se conforma con esa vida nómada, e impávido ve cómo su entorno familiar se va llenando de billetes y propiedades con un negocio inmobiliario que crece al ritmo de la mancha urbana.

En ese largo transcurso Mevlut vive experiencias sociales y transformaciones urbanas como si fueran las nuestras: golpes de Estado, marginalidad, crecimiento desordenado, especulación de tierras, avasallamientos, privatizaciones, carteles del líder de turno en cada esquina, contaminación ambiental y visual, y todo el muestrario de una ciudad víctima del desarrollo capitalista dependiente. Con todo ello, Pamuk no solo retrata a un estambulita, sino a un paceño o a cualquier ciudadano urbano que se bate entre paradigmas culturales y políticos de diverso cuño.

Orhan Pamuk es uno de mis autores favoritos. Quizá por dos razones. Primero, porque estudió arquitectura, carrera que cambió, felizmente, por la literatura. Y segundo, porque la arquitectura y la ciudad están presentes en sus novelas como un componente vital y significativo: moldea a sus personajes al mismo ritmo que encuadra sus espacios. Al final de su vida Mevlut se da cuenta que no solo vende boza; él deambula como el flaneur de W. Benjamin, y que desde siempre, en ese caminar sin rumbo fijo, Mevlut dialoga con su ciudad que en cada esquina, puerta o casa le murmura algo.

Moraleja: si cultivamos un diálogo entre la ciudad y nosotros como si hablaran dos seres vivos, el futuro de ambos será intensamente humano y menos mercachifle.