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Del bikini al burkini

La vertiginosa mutación de usos y costumbres en el mundo ya no debería sorprendernos, pero ocurre que quienes, como yo, visitaron la costa brava española durante el periodo franquista recordarán a aquellos guardias municipales que, tricornio en una mano y libreta de multas en la otra, recorrían las playas midiendo al centímetro los bañadores de las jóvenes que se tostaban bajo el sol estival. Ni hablar de una tanga cuya portadora, exagerando, hubiera sido penalizada con cadena perpetua. Curiosamente las estupendas turistas suecas o alemanas eran favorecidas con cierta tolerancia para exhibir sus pulposas nalgas o mostrar pectorales francamente agresivos. O sea, las chicas locales debían conservar el pudor nacional.

En cambio, este verano, en las playas de la Costa Azul, donde vacacionaba con los míos, nos aterrorizamos primero con el feroz atentado del 14 de julio en Niza, pero días después, sea en Cannes o en La Bocca, nos causó estupor una movilización policial que recorría los bordes de la mar en busca de mujeres musulmanas que, siguiendo sus hábitos, se bañaban con su burka, cubiertas desde la cabeza hasta el talón. A esa prenda los costureros orientales la denominan burkini, en contraposición al bikini occidental.

Si Franco condenaba la desnudez de sus féminas, alcaldes del Sur de Francia hacen todo lo opuesto: prohíben, mediante ordenanzas, esa vestimenta cuya supuesta inocuidad esconde una ostentación religiosa contraria a uno de los valores republicanos más caros, la laicidad. Además, bajo la atmósfera terrorista que se vive en Francia, semejante disfraz supondría representar una provocación susceptible de alterar el orden público. Esa medida, que podría parecer trivial, suscitó un agitado debate nacional entre los defensores de las libertades individuales y los partidarios de la República laica. La polémica cortó transversalmente creencias religiosas y parroquias políticas, hasta llevar la decisión final al Consejo de Estado, suprema instancia constitucional que el 26 de agosto último sentenció: “Las restricciones a las libertades deben ser justificadas por los riesgos probados de alteración al orden público”.

Sin embargo, esa resolución no calmó los espíritus, porque el propio primer ministro, Manuel Valls, se mostró solidario con los alcaldes melindrosos de la Costa Azul, y el tema aún acapara las discusiones en los conversatorios y cafés. La repercusión internacional del control antiburkini ha sido amplia, llegando al Secretario General de las Naciones Unidas, quien se congratuló por la decisión judicial; y al presidente Obama, quien se manifestó partidario de la libertad religiosa. La prensa anglosajona reaccionó con sorna, calificando la interdicción del burkini como absurda, liberticida, incomprensible y contraria a los derechos humanos. En tanto que el mundo islámico persiste en que el uso del burkini no es signo de sumisión de la mujer, sino todo lo contrario. En efecto, en Arabia Saudita hay playas exclusivas para las mujeres, y en otros países del golfo las hay para bañistas extranjeros, donde éstos pueden exponer sus carnes, ante fisgones nativos que no ocultan sus apetencias.

Más allá del debate, los enclaves nudistas en las costas mediterráneas ya no atraen como antaño, pareciera que la papilla gustativa de los mirones requiere algún resquicio para que trabaje la imaginación, que en estos tiempos virtuales corre el riesgo de extinguirse prontamente.