La mañana del 11 de septiembre de 2001 estaba manejando en la autopista de Long Island, yendo a la casa de un amigo a pasar allí unas semanas para trabajar en un libro. Luego de una hora, cambié el canal de música y me detuve en el de las noticias y escuché horrorizado los relatos en los cuales informaban que dos aviones de pasajeros de gran tamaño habían chocado contra el World Trade Center. Inmediatamente di la vuelta, dándome cuenta de que mi periodo sabático había finalizado; y también el de Estados Unidos.

Resulta difícil recordar ahora el ambiente de la década de los 90. La Guerra Fría había terminado, abrumada por las condiciones norteamericanas. Un mundo que había estado dividido en dos campos (política y económicamente) ahora era “uno”. Decenas de países desde América Latina hasta África y Asia que alguna vez habían sido socialistas estaban moviéndose hacia el capitalismo y hacia la democracia, adoptando un orden global que antes habían denunciado como injusto e imperialista.

En aquella década, Estados Unidos fue consumido por charlas de economía y tecnología. La revolución de la información apenas comenzaba. Trato de explicarles a mis hijos que solo hace dos décadas gran parte de las herramientas que hoy parecen indispensables (las computadoras, la internet, los celulares, etc.) no existían para la mayoría de las personas. A principios de los 90, America Online (empresa de servicios de internet y medios con sede en Nueva York) y Netscape daban a los estadounidenses la oportunidad de navegar por internet todos los días. Hasta ese entonces, la tecnología revolucionaria que había derribado la censura del Gobierno y había abierto el acceso a la información en el bloque comunista fue el fax. El estratega Albert Wohlstetter explicó sus efectos en un ensayo que escribió para The Wall Street Journal con el título The Fax Will Make you Free (El fax te hará libre).

Pocos de nosotros en esos tiempos reconocíamos que una parte del mundo no estaba siendo remodelada por estos vientos de cambio: Medio Oriente. Mientras el comunismo se desmoronaba, las juntas latinoamericanas se rendían, el apartheid se resquebrajaba y los hombres fuertes asiáticos daban paso a líderes elegidos, Medio Oriente permaneció estancado. Casi todo régimen en la región, desde Libia hasta Egipto y Siria, era dirigido por el mismo sistema autoritario que había estado en funcionamiento durante décadas. Los gobernantes eran mayormente laicos, autocráticos y sumamente represivos. Habían mantenido el control político, pero producían una profunda recesión económica y una parálisis social. Para una persona joven en Medio Oriente, y había exceso de hombres y mujeres jóvenes, el mundo estaba avanzando en todas partes excepto en sus hogares.

En este vacío entró el islam político. Siempre habían existido predicadores y pensadores que creían que el islam no era solo una religión, sino un sistema completo de política, economía y leyes. Dado que las dictaduras laicas del mundo árabe producían miseria, cada vez más y más personas escuchaban a ideólogos que tenían un lema simple: el islam es la respuesta, refiriéndose a un islam radical, literalista. La seducción de dicho lema aún está en el corazón del problema que enfrentamos en la actualidad. Es lo que lleva a algunos hombres jóvenes musulmanes alienados (e incluso a algunas mujeres) no solamente a matar, sino, todavía más difícil de comprender, a morir.

¿Cómo están las cosas ahora? Desde el 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos ha librado dos guerras muy importantes, se ha embarcado en docenas de misiones militares más pequeñas, ha construido una burocracia vasta de seguridad nacional y ha establecido nuevas reglas y procesos, todos con la intención de proteger al país y a sus aliados de los peligros del terrorismo islam.

Algunas de estas acciones han protegido tanto a Estados Unidos como a sus aliados. Sin embargo, en los últimos años ha tenido lugar un cambio evidente en Medio Oriente: la estabilidad ha sido reemplazada por la inestabilidad. La intervención de Estados Unidos en Irak puede haber sido la chispa que encendió esta hoguera, pero las astillas se habían estado acumulando a gran altura. La primavera árabe, por ejemplo, fue resultado de poderosas presiones demográficas, económicas y sociales que desestabilizaron a los regímenes que no supieron adaptarse y perdieron la habilidad de responder a las necesidades de la sociedad. El creciente sectarismo (chiitas contra sunitas, árabes contra kurdos) había remodelado las políticas de países como Irak y Siria. Cuando el gobernante represivo fue derrocado (Saddam, Saleh, Gadhafi, Mubarak…), el orden político entero se deshizo y la nación misma (una creación reciente en el mundo árabe) cayó a pedazos.

El desafío de derrotar al Estado Islámico no se trata realmente de vencerlo en el campo de batalla. Estados Unidos ha ganado batallas de esa naturaleza durante 15 años en Afganistán e Irak, solamente para descubrir que una vez que las fuerzas estadounidenses se retiran, los talibanes o el Estado Islámico u otro grupo radical retorna. La manera de derrotar a estos grupos es ayudar a los países musulmanes a encontrar alguna forma de política que aborde las aspiraciones básicas de su gente, de toda su gente. La meta es fácil de expresar: detener olas de hombres jóvenes descontentos que caen en la desesperación debido a sus condiciones, navegan por internet y encuentran allí el mismo antiguo lema: el islam es la respuesta. Cuando aquellos hombres jóvenes dejen de hacer clic en ese enlace, se habrá ganado gran parte de la guerra contra el terror.