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Sentirse perdedor

En teoría, la democracia funciona porque ningún grupo monopoliza la toma de decisiones.

/ 17 de septiembre de 2016 / 04:00

En una democracia, la facción que controla el poder puede perderlo en las urnas. Esta definición mínima, propuesta por el politólogo Adam Przeworski, es de suma importancia: en teoría, la democracia funciona porque ningún grupo monopoliza la toma de decisiones, impidiéndole acaparar los recursos disponibles. ¿Pero qué sucede cuando un sector siente que pierde de manera permanente?

La palabra clave es “siente”: basta con que esa sea su percepción, con que el espacio entre lo que esperan y la realidad sea lo suficientemente grande. Los países occidentales parecen llenarse de estos perdedores por expectativas. Para algunos es una cuestión material, o de oportunidades. Para otros, se trata de preferencias más abstractas: una idea de nación, de comunidad. Pero ninguno de ellos considera que la democracia funcione bien como sistema para repartir derrotas.

Probablemente tanto la Gran Recesión como las consecuencias de la globalización para ciertos colectivos explican parte del fenómeno. Pero, en paralelo, los mimbres con los que se construye el debate en democracia se han ido retorciendo. La fragmentación mediática ha desembocado en un mercado de información más horizontal. Internet ha hecho el producto más accesible. Y la proliferación de datos y estadísticas de todo tipo sin la necesaria cautela que aconseja la incertidumbre constituye una munición dialéctica perfecta.

Ahora es más fácil armarse de hechos que respalden nuestros prejuicios. Lo que cuenta es aquello que se siente como cierto. El presuntamente agraviado, pues, lo tiene más fácil para confirmar su visión del mundo. Pero, atención, el mismo mecanismo refuerza la visión positiva del supuestamente privilegiado. Entre ambos se alza un muro que ya no se construye solo con opiniones contrapuestas, sino con hechos que, aunque parciales, aparecen como incontrovertibles para cada lado. Desgraciadamente, esta guerra de percepciones y expectativas se olvida de los que siempre fueron perdedores. Aquellos a quienes, demasiado a menudo, la pobreza quita el aliento necesario para alzar su voz en democracia.

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Democracia contra sí misma

La norma escrita es la protección de la que se dota una democracia contra el posible tirano.

/ 21 de mayo de 2017 / 13:22

Consideremos una democracia. Una cualquiera, con Estado de derecho, con todas las garantías de libertad, y con poderes (Ejecutivo, Legislativo, Judicial) diferenciados sobre el papel. Supongamos que un nuevo líder gana unas elecciones, alcanza la cúspide del Ejecutivo, y está dispuesto a atacar la estructura del Estado, sea para mantenerse en el poder, sea para conseguir réditos personales a través de acciones corruptas. En caso de necesidad, ¿qué puede hacer la sociedad para protegerse a sí misma?

En teoría, son precisamente las leyes y las instituciones las que se interpondrán en su camino. Para eso existen los órganos Legislativo y el Judicial, entre otras cosas, ¿no? Para controlar al Ejecutivo. La norma escrita es la protección de la que se dota una democracia contra el posible tirano.

Pero las leyes están huecas si nadie está dispuesto a defenderlas. En realidad, la estructura institucional es solo una ventana de oportunidad que puede ser aprovechada (o no) por individuos con diferentes motivaciones, principalmente tres: el deber moral de proteger la democracia; los incentivos para hacer bien el propio trabajo (como juez, fiscal, diputado, senador) y ser recompensado por ello; o la rivalidad partidista. Todos ellos están contemplados en los preceptos fundacionales de la democracia, pero la supervivencia del corrupto depende de que el público solo observe el tercero.

Un ejemplo (no tan) azaroso: hoy, Donald Trump cuenta con un 84% de aprobación entre los votantes republicanos, pero solo un 9% entre los demócratas. Números que apenas han variado desde enero. Así, es probable que cualquier ataque sobre el Presidente estadounidense por parte de un juez, un fiscal o un senador, así sea de su propio partido, sea leído de manera radicalmente opuesta por ambos lados del espectro.

Consideremos de nuevo nuestra democracia cualquiera. El conflicto y la oposición son su razón de ser, pero al mismo tiempo de ahí emana su riesgo de deterioro. Pues un político lo suficientemente polarizador y carente de brújula moral puede confiar en una minoría mayoritaria y movilizada para volver la democracia contra sí misma.

Es sociólogo, máster en Políticas Públicas por la Erasmus University de Roterdam y la Central European University, columnista de El País.

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