Tanto si los colocamos en una bolsa o no, la pregunta respecto a las elecciones presidenciales de Estados Unidos es ¿quiénes son los partidarios de Donald Trump? Una manera de responder es ampliar su alcance más allá de EEUU. El candidato republicano forma parte de una amplia tendencia populista que atraviesa el mundo occidental. En las últimas décadas hemos visto el ascenso del populismo, ambos en las alas izquierda y derecha, desde Suecia hasta Grecia, desde Dinamarca hasta Hungría. En cada lugar, la discusión tiende a enfocarse en las fuerzas que son particulares a cada país y a su panorama político. Pero está sucediendo en tantos países con sistemas políticos, culturas e historias tan diferentes, que deben haber algunas causas comunes.

Mientras que el populismo se está extendiendo en Occidente, se encuentra mayormente ausente en Asia, incluso en las economías avanzadas de Japón y Corea del Sur. Y en América Latina está en retroceso. Sin embargo, en Europa hemos visto un ascenso fuerte y constante del populismo casi en todas las regiones. En un informe de investigación elaborado para la Escuela de Gobierno Kennedy de la universidad de Harvard, Ronalds Inglehart y Pippa Norris estiman que los partidos populistas europeos de derecha e izquierda han captado entre el 6,7 y 2,4% de los votos en 1960, respectivamente, pero en 2010 estos porcentajes se incrementaron en 13,4 y 12,7%.

El hallazgo más sobresaliente del informe, que señala una causa fundamental detrás de este ascenso del populismo, es el declive de la economía como eje central de la política. La manera en la cual pensamos acerca de la política hoy en día está aún moldeada por la división básica del siglo XX de izquierda-derecha. Los partidos de izquierda eran partidarios de un mayor gasto gubernamental, un Estado de bienestar más grande, y reglamentos sobre los negocios más rígidos. Los partidos de derecha querían un gobierno limitado, menos redes de seguridad y más políticas laissez-faire (dejar hacer, dejar pasar). Los patrones de votación reforzaron esta división ideológica, con la clase trabajadora que vota primordialmente a la izquierda, mientras que las clases media y alta, a la derecha.

Inglehart y Norris indican que las antiguas tendencias de votación han ido decreciendo durante años. “Por la década de los 80”, ellos escriben, “la votación de clases había caído a los niveles más bajos jamás registrados en Gran Bretaña, Francia, Suecia y Alemania Occidental… En Estados Unidos había descendido tanto (en la década de los 90) que virtualmente no había lugar para un mayor declive”. Hoy en día, la situación económica de un estadounidense es un indicador mucho menos relevante de las preferencias de votación que, por ejemplo, su opinión acerca de los matrimonios de un mismo sexo. Los autores también analizaron plataformas de partidos en décadas recientes y encontraron que desde los 80 ha aumentado enormemente la relevancia de los asuntos no económicos como los sociales y el medio ambiente.

Me pregunto si esto se debe en parte a que la izquierda y la derecha han convergido más que nunca en la política económica. En los 60 la diferencia entre ambos era vasta. La izquierda quería nacionalizar las industrias y la derecha quería privatizar pensiones y la atención médica. Pero hoy en día si bien los políticos de derecha continúan defendiendo el “dejar hacer, dejar pasar” (laissez-faire), lo hacen en gran medida solamente desde un punto de vista teórico. En el poder, los conservadores se han acostumbrado a la economía mixta, así como los liberales a las fuerzas del mercado. La diferencia entre las políticas de Tony Blair y las de David Cameron era real, pero históricamente marginal.

Este período, desde los 70 hasta el día de hoy, también coincidió con una ralentización del crecimiento económico en el mundo occidental. Además, en las últimas dos décadas hubo una sensación creciente de que la política económica no puede hacer mucho para revertir esta desaceleración. Los votantes se han dado cuenta de que, sin importar si se trata de recortes fiscales, reformas o planes de estímulo, la política pública parece menos poderosa frente a fuerzas mayores. Dado que la economía declinó como la fuerza central que define a la política, su lugar fue ocupado por una caja de sorpresas de temas que podrían describirse como “cultura”. Comenzó, como describen Inglehart y Norris, con gente joven en los 60 que adoptaba políticas posmaterialistas: autoexpresión, género, raza y ambientalismo. Más tarde, esta tendencia generó una reacción en contra de antiguos votantes, particularmente hombres, que buscaban refirmar los valores con los cuales habían crecido. La clave del éxito de Trump en las primarias, fue darse cuenta de que los sectores conservadores predicaban el mensaje del libre comercio, impuestos bajos, desregulación y reforma de la seguridad social; y que los electores conservadores fueron conmovidos por ideales muy diferentes: sobre la inmigración, la seguridad y la identidad.

Éste es el nuevo panorama político y explica por qué el partidismo es tan alto; la retórica, tan estridente; y el compromiso, aparentemente imposible. Se podría dividir la diferencia en la economía; después de todo, el dinero siempre se puede dividir. No obstante, ¿cómo uno se puede comprometer con un tema fundamental como el de la identidad? Actualmente cada posición se sostiene fuertemente con base en una visión particular de Estados Unidos y cree genuinamente que lo que desean sus oponentes no solo es equivocado, sino,  deplorable.