Se fue Shimon Peres, una de las figuras políticas más importantes de la joven historia del Estado de Israel, sin duda el último gigante de la política israelí con mayúsculas. Nacido en el seno de una familia judía polaca, murió en silenciosa paz y junto a los suyos en un hospital de su amada Israel.

Quizás cuando llegó a los 11 años al territorio administrado por el mandato británico en 1934, huyendo junto a sus padres del creciente antisemitismo europeo que terminó en el infame Holocausto, el joven Shimon pudo soñar que Israel se convertiría en la gran nación que es hoy, en el gran hogar para todos los judíos del mundo, pero entonces era solo una quimera.

Peres fue un hombre de convicciones, y sobre todas las cosas creía en Israel y en los israelíes; y eso lo llevó a ser muy activo desde muy joven, tanto que el hombre que acaba de despedirse de este mundo era considerado hasta el día de su muerte (el 28 de septiembre) el último de los padres fundadores vivos del moderno Estado de Israel. Su obra política desde el laborismo es descomunal, empezando bajo la atenta mirada del que fuera el primer premier israelí David Ben Gurion; pero también fue un hombre de consenso, capaz de aunar a fuerzas dispares de derecha e izquierda. Eso le llevó a ser uno de los presidentes de Israel más respetados y admirados, no solo dentro de Israel, sino en todo el mundo.

También en Latinoamérica: Shimon Peres prestó siempre una atención especial a esta región. Durante su presidencia realizó varias visitas después de varios años sin que un presidente de Israel lo hiciera. Tuvo siempre tiempo para preocuparse por las relaciones bilaterales y la cooperación con naciones americanas. Un día dijo en una entrevista con un medio latino: “América Latina es una región llena de vida y energía, casi romántica”.

Con su muerte, todos nos acordamos de uno de los episodios más recordados de su trayectoria política: los acuerdos de Oslo que firmó Israel con los palestinos en 1993, bajo la intensa supervisión de Shimon Peres en su fase de discusión secreta. Su convicción con respecto a Israel era tan elevada como su concepto de paz. Simplemente creía en la paz, en que era un anhelo posible, en que podrían convivir en el futuro dos Estados, uno israelí y otro palestino, para dos pueblos en plenas condiciones de seguridad y cooperación. Y por un momento pareció que era una aspiración posible. No es que no lo siga siendo ya más, pero aquella ilusión de hace ya más de dos décadas se quebró, en gran parte por la incapacidad de los palestinos e israelíes de mantener sus compromisos. Desde estas líneas cabe formular un deseo: que el futuro nos traiga más figuras como la de Shimon Peres, capaces de revivir la llama de la paz y de culminar su gran obra.

En cualquier caso, sus esfuerzos le valieron el reconocimiento internacional con el Premio Nobel de la Paz en 1994, compartido con Isaac Rabin y Yasser Arafat.

A pesar de que los acuerdos de Oslo no pudieron consolidar la paz, Peres siguió remando como el gigante que siempre fue. Ahí está uno de sus legados más generosos, el Centro Peres por la Paz. Esta institución es la prueba evidente de que la coexistencia es posible; de que los seres humanos, por encima de su origen o procedencia, lo que quieren es vivir en paz por encima de las aspiraciones de poder de sus políticos.

Desde hace más de 20 años el Centro Peres por la Paz ha puesto en marcha innumerables programas de cooperación con palestinos, y también con los vecinos jordanos y egipcios que prueban que la convicción por construir un futuro brillante libre de conflictos es una aspiración alcanzable. Esa era la convicción de Shimon Peres, esa era su receta para la paz por la que tanto trabajó.