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El desafío de la autorregulación

Lo terrible es que los cocaleros asesinaron a una pareja (los esposos Andrade, en 2000) por orden de Evo Morales”. La frase —que suena a sentencia— fue pronunciada por el periodista Humberto Vacaflor, entrevistado en un programa de televisión.

No es la primera vez que el hombre afirma hechos graves respecto del Presidente del Estado. Su columna Nosotros, los sucios, en 2008, pasó desapercibida en medio del fragor político de entonces, pero tuvo similares acusaciones. Aquí un fragmento: “Nosotros, los sucios periodistas, no somos narcotraficantes, como en cambio lo es el presidente Evo Morales. El actual Presidente envía pasta de coca a su colega Hugo Chávez, quien lo dijo el 6 de enero de este año en un discurso. Dijo que consume pasta de coca que le provee Evo Morales todos los días”.

En el periodismo serio ese tipo de afirmaciones se sustentan con pruebas, y las del calibre que habitualmente usa Vacaflor debieran ser escándalo político, materia de investigación judicial (y periodística) para encontrar la verdad de los hechos. El mismo periodista debiera encargarse de confirmar sus dichos con base en una investigación rigurosa.

No fue así ni en el anterior ni en el último caso; la historia es conocida.

Morales instauró un proceso judicial contra Vacaflor y el juez de la causa exigió a éste retractación. El periodista apenas dijo que se re-re-retractaba de sus declaraciones; es más, dijo que su único error fue no citar a la fuente de su versión.

¿Y faltó acaso solo la fuente? No, la afirmación carecía de rigor periodístico, y expresada por un periodista era mucho más imprescindible que fuera descrita con todos los elementos que sostienen la noticia.

Aparentemente, la obsesión con Morales pudo más que el criterio profesional de Vacaflor, en desmedro de su credibilidad y las distinciones como Premio Libertad 2016 (Asociación Nacional de la Prensa) y Premio Nacional de Periodismo (que en 2009 no le fue concedido por irregularidades en su selección y apenas entregado de “contrabando” en 2013).  

Aunque es discutible que el caso haya sido derivado a la Justicia Ordinaria (uno no puede tener gobierno sobre el criterio del afectado), la conminatoria a la retractación ordenada por el juez obliga el ejercicio de la autorregulación. Morales aceptó la retractación de Vacaflor, dijo que el proceso “está terminado, perdonado, disculpado”, pese a la formalidad pendiente.

De esto, quedan al menos dos conclusiones: el fuero profesional, regido por la Ley de Imprenta y otros códigos deontológicos, no debe ser utilizado para el mal ejercicio del periodismo y el oficio, antes de cualquier interés por su “judicialización”, debe acogerse a un sensato espíritu de autorregulación. El Tribunal Nacional de Ética Periodística redimió esa necesidad al declarar probada la denuncia de la ministra de Salud, Ariana

Campero, contra las periodistas Amalia Pando y Roxana Lizárraga en un caso de información falsa y acusación contra la autoridad.
La autorregulación debiera ser un desafío permanente para los periodistas: su práctica consciente puede ahuyentar los ímpetus políticos, reivindicar el ejercicio noble del oficio y contribuir a la sociedad, destinataria del derecho a la información.

Y si tanto incomoda el periodismo al poder político, éste tendría mejores réditos al acudir a instituciones del gremio (la Ley de Imprenta y sus tribunales de ética); así pondría de jueces de sus culpas a los mismos periodistas, un difícil reto.