El domingo pasado los colombianos votaron en un referéndum para ratificar el acuerdo de paz entre la guerrilla de las FARC y el Gobierno. Ganó el no. Una periodista de ese país me preguntó hace poco qué pensaba del perdón. No creo en el perdón. Pero esto, creo, no tiene que ver con esa palabra (tan cristiana, tan condescendiente), sino con algo mucho más noble: la reparación. Al pie de noticias como la publicada por El Espectador hace unos días, después de que en Apartadó (departamento de Antioquia) las FARC pidieran “que les perdonaran por el dolor causado el 23 de enero de 1994” cuando dos guerrilleros asesinaron a 35 personas en una fiesta, podían leerse comentarios así: “La gente se arrodilla ante los mismos que los asesinaron. En vez de cogerlos a plomo limpio, como si a esos malnacidos criminales les importara un culo su dolor y sus lágrimas”.

Se dice que quienes votaron por el no —autores, asumo, de comentarios como esos— no fueron víctimas directas del terror, como sí lo fue la población campesina. A mí esos comentarios me importan, porque me hablan de la magnitud de lo que hay que reparar. No solo el daño concreto que dejó medio siglo de conflicto innoble, sino el sarcoma sibilino que hace que, ahora, los ciudadanos se enfrenten entre sí y que transforma en víctimas a todos.

En la Argentina, el Equipo Argentino de Antropología Forense trabaja identificando restos de víctimas del terrorismo de Estado desde 1987: 29 años buscando restos de desaparecidos de una dictadura que duró ocho. Uno de sus miembros, Maco Somigliana, luego de una visita a la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), un antiguo centro clandestino de detención, señaló: “La lección que tenemos que aprender es lo rápida que puede ser la destrucción cuando el poder lo decide, y lo desesperantemente lenta que es la construcción”. La reparación es lenta, y no siempre trae consuelo. Pero el infierno asegurado es haber dicho que no a empezar esa tarea.