Icono del sitio La Razón

La Paz, sin mística filial

No hay aquí un canto épico y popular que aluda a la fundación de la Ciudad de Nuestra Señora de La Paz, el 20 de octubre de 1548. Planeada para ser erigida en el sitio de Laja, los conquistadores optaron por fundarla en la alhaja de Chuquiago, la marka atravesada por un río dizque de oro, el Choqueyapu, y amparada por un altivo ser nevado, el Illimani.

Con el acta fundacional le dieron a La Paz un escudo de armas balanceado con un texto conciliador, proclama y advertencia a los bandos en contra: “Los discordes en concordia, en paz y amor se juntaron…”; y le impusieron una bandera bicolor irreconciliable, guindo de sangre pesada y verde musgo tirando a pacay. Todo eso hace 468 años. Alonso de Mendoza hincó su espada en Churubamba iniciando la historia de la ciudad profunda y escarpada, pero de él no se guarda memoria.

Nada épico hay que yazga en el cantar del pueblo con el espíritu de los manes inmemoriales de La Paz: Huyustus, Thunupa, Khunu, Wari. Ninguna razón hay de los aransayas y el fulgor de Tiawanacu ni de los urinsayas y los motivos del Titicaca. Ciudad del sollozo y gloria de la majestad aymara, con el estoicismo del liquen, la perenne solvencia de la kantuta y el pulso de las pankaras.

Y si nada hay tonal sobre su entelequia mitológica, ¿por qué tendría que nombrarse a los héroes de a pie que gloriaron a La Paz hasta el tope de tronar sus vidas en cruel final como el desmembramiento por caballos o la horca? ¿Qué de Túpac Katari, Bartolina Sisa, Pumakahua y los cholos y mestizos como Murillo, Jaén, Sagárnaga o Simona Manzaneda?

En el ya remoto 1969 escribí un airado reclamo contra el vate Eloy Salmón, autor del Himno a La Paz, por no haberse alumbrado para su texto con la Tea murillana, ni asistido de la valiente proclama de los tuitivos, ese del “hasta aquí hemos soportado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria…”. Salmón recargó su letra en el lugar común y la rima facilona. Su himno dice de todo sin decir nada, saludando de julio el gran día.
No pues, sin un canto toral a su creación natal, sin una alegoría que nombre y apellide a sus protomártires y hasta con un tango Illimani que para nada menta a la mítica montaña, los paceños derivan por su historia con la parsimonia encantada del teleférico (¡epopeya del deslumbramiento en vivo y directo sobre la oct-urbe paceña!

Desde ahorita doy razón y derecho a los ch’ucutas que quieran discrepar con este artículo. Soy un advenedizo, un fuereño, cierto, pero postulo la presencia del ajayu en toda creación humana. Como las musas para los griegos y el Espíritu Santo para los cristianos, el ajayu andino tiene que orlar la poesía, que es gratitud y reconocimiento.

Y antes de dejar esta miercolanza quincenal que me tolera el periódico La Razón, deseo encargar a paceños de la estirpe de René Fernández Revollo o Roberto Cuevas Ramírez el destino de una estrofa que compuse para ser empotrada, vía la autoridad cultural de la Alcaldía, en el sitio ad hoc que se determine: en la Camacho: “Detén tu paso aquí, en la avenida,/ mira de frente al fondo, ese nevado, /el Illimani, ángel desvelado/ por la ciudad que le debe la vida”.