Hábitat III
Al igual que Carrión y Harvey, no creo que el destino de la humanidad esté ligado a la urbanización salvaje.
El 20 de octubre culminó en Quito, Ecuador, la conferencia de las Naciones Unidas más concurrida de todas: Hábitat III. Reunió a más de 10.000 representantes internacionales provenientes de 170 países, entre ellos dos autoridades bolivianas, una del Gobierno central y otra del local, que a su turno expusieron sus respectivos logros. He seguido con mucho interés este encuentro por livestreaming (un medio que ahora te permite “presenciar” virtualmente casi todo). El motivo de semejante reunión fue la aprobación de la Nueva Agenda Urbana (NUA, en su abreviación anglosajona) que es, como todo acuerdo multinacional, un rosario de buenas intenciones.
Según reza dicho documento, a partir de su aprobación, los países del orbe se comprometen a planificar e implementar acciones para que las ciudades sean sustentables y sostenibles, con acceso universal al agua y la sanidad urbana; que sean participativas, accesibles, verdes y con espacios públicos de calidad, equidad de género, democracia plena y pluralista, crecimiento económico para todos, inclusión y prosperidad para no dejar a nadie atrás, y otras cientos de promesas que suenan como juramento al pie del altar: “te voy a amar toda la vida”.
Como la realidad de las ciudades del sur en este milenio es, por decir lo menos, escandalosa, existieron eventos y declaraciones contestatarias a Hábitat III llevados por conocidos representantes del pensamiento urbano. Los dos más importantes: el de Fernando Carrión, el teórico urbanista más reconocido de este continente, promocionado por el imprescindible Jordi Borja. La otra voz discordante fue la del geógrafo marxista David Harvey. Ellos sostienen que Hábitat III cree en la ciudad como panacea de todo, con un tufillo neoliberal y teledirigido.
Personalmente tampoco creo que el destino de la humanidad esté ligado a la urbanización salvaje. Andrés Barreda, un pensador de la UNAM, lo detalla con mucha prolijidad. Para él, la urbanización sin límites lleva a la “descampesinación” del área rural, dejando el campo libre al crecimiento grosero del capital como, por ejemplo, con la agroindustria. En esa relación asimétrica entre el campo y la ciudad, esta última se transforma en el “espacio clave para la especulación financiera o el lavado de dinero”. Además, Barreda emparenta esa asimetría con algo más contundente: la sociedad petrolera.
Con esa visión de país, tan conocida por nosotros, nos postramos ante los mercados internacionales, nos concentramos en ciudades “gasodependientes” para, dialécticamente hablando, detonar múltiples contradicciones que ensombrecerán nuestro desarrollo humano.