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Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 06:38 AM

De la sastrería Nueva York al cielo

Miguel vende ternos en la calle Potosí; y pasa, sin querer, a la rica historia secreta de The Strongest.

/ 9 de noviembre de 2016 / 05:58

Aunque Miguel Plaza imaginó para él un futuro brillante como promotor del boxeo, ha terminado ganándose la vida como dueño de una sastrería en La Paz. Pero no es una sastrería cualquiera, es la “Gran Sastrería Nueva York” de la Potosí 73-74. La antigua vía Chirinos, donde se vendían paños y bayetas de Obrajes, ya es conocida como la “calle de los judíos”, y desde allí el reloj de la casa Brofman marca —aún hoy— el tiempo de la urbe. Para vivir, Miguel Plaza confecciona ternos para los acaudalados paceños, y le va bien. Incluso acaba de publicar un aviso en La República: “se necesitan buenos operarios”.

Para disfrutar de la vida, juega de delantero en el club The Strongest y ayuda a su hermano Andrés en sus peleas de “box”. Corre el año de 1927. Hace 12 meses que el chuquisaqueño Hernando Siles es presidente de Bolivia. La ciudad está cambiando con sus nuevos monumentos: en un plis plas se inauguran las estatuas de Bolívar, Sucre, Colón e Isabel la Católica. La Paz parece una ciudad moderna. Gamaliel Churata escribe poemas pasionales en los diarios y Enrique Finot es el “bestseller” del año con El cholo Portales.

El glorioso eleven de The Strongest está formado ya por veteranos. El equipo necesita renovación y el 8 de abril (aniversario XIX del club) se insta a “recobrar los antiguos prestigios”. El 19 de junio se inicia el campeonato. The Strongest, bajo la presidencia de Guillermo Vincentti, debuta con victoria frente a Unión Maestranzas y comienza a renovar el equipo con suplentes y jugadores de la segunda y tercera división; pero cae 3-5 ante Universitario. Mientras tanto, el “fenómeno del año” se llama Bolívar. No aquel Unión Bolívar de los artesanos de 1918, ni el efímero Bolívar Royal, ni por supuesto el vicedecano del fútbol orureño Bolívar Nimbles. Es un nuevo Bolívar y debuta ese 1927 (sí, como dicen, nació en 1925, no hay ni una línea de actividad en sus dos primeros y fantasmales años).

Entonces llega el partido del torneo: el invicto Bolívar, el equipo verde (sí, verde, su primer uniforme fue de ese color y no celeste) frente a The Strongest, que tiene una sola derrota. Es el 16 de octubre. Hay más de 3.000 personas en Miraflores y un score final que marca cero a cero. El gualdinegro forma así: Samsó; Orellana-Pacheco (back izquierdo); Vildoso, Nataniel Prado Barrientos y Soria Galvarro; Augusto Montes, Eduardo Reyes Ortiz, Miguel Plaza, Barreda y Sánchez. Por Bolívar: Wálter Miranda en el arco; Felipe Gutiérrez y Humberto Barreda de capitán en la zaga; Serrano, Nieto y Leclere como halfs; y Gómez, Sainz Malpartida, Roberto Segaline, Álvarez y el habilidoso Molina.

Bolívar se encuentra por primera vez en el campeonato a un “enemigo fuerte” (El Diario dixit). Con equilibrio en la primera mitad, en la segunda se nota marcado dominio gualdinegro. El referee suspende el partido a falta de varios minutos. El periódico de aquel martes 18 de octubre no explica las razones: “El empate no ha sido lógico, pues The Strongest ejerció ostensible dominio que se hizo patente, en especial, en las postrimerías del match. Acabó la partida anticipadamente cuando los gualdinegros bombardeaban furiosamente la valla defendida por Miranda, que fue favorecido visiblemente por la suerte. Las grandes figuras del field fueron Julio La Mar y Reyes Ortiz”.

De mutuo acuerdo se organiza una revancha que se disputa (fuera del torneo oficial, que termina ganando el olvidado Nimbles) en el Hipódromo Nacional de Miraflores un feriado de martes 1 de noviembre. Los dos cuadros repiten oncenos. Sobre el final de una primera parte sin interés, llega la apertura: un atolondramiento del arquero Miranda que deja ir una pelota disparada por Miguel Plaza pone el 1-0. En la segunda parte, Plaza baja a la defensa y de winger izquierdo se coloca Soria Galvarro. La presión constante trae tres goles consecutivos: dos de Eduardo El Chato Reyes Ortiz y el último de Sánchez. El dominio de los gualdinegros es contundente como el marcador final: 4-0. The Strongest se ha sacado la espina. Miguel Plaza vende ternos para opulentos en la calle Potosí. Y pasa, sin querer, a la rica historia secreta de The Strongest.

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Un cariño por El Alto

El periodista/politólogo argentino Damián Andrada presentó en la Feria Internacional del Libro de El Alto su libro de crónicas alteñas

Periodista y politólogo argentino, Damián Andrada vivió 12 años en El Alto.

/ 24 de marzo de 2024 / 06:39

Un politólogo argentino llega a la ciudad de El Alto para escribir su tesis. Año 2012. Se llamará El nuevo Estado boliviano: la construcción de la hegemonía (Nótese el inevitable deje gramsciano). Se aloja durante tres meses con una familia de Villa Dolores. Le pasan mil cosas. Como terapia escribe un diario/blog que ahora es un libro. Se llama —el texto— Acá la gente me llama Choco. Se llama —el autor— Damián Andrada. El politólogo argentino regresa a la ciudad de El Alto para presentar su obra, doce años después.

Picado por la curiosidad, subo a la Feria Internacional del Libro de El Alto. Es la primera (de muchas que vendrán). Los “stands” —espaciosos— están dentro de la nueva terminal, llamada Metropolitana. Los puestos de libros están pegados a las casetas donde se anuncian/venden viajes a Cochabamba, Oruro, Buenos Aires, Sao Paulo. Se escucha por megafonía salidas a Tarija y al más allá. ¿La literatura es un viaje? En El Alto, no es ninguna metáfora, no es ninguna promesa. Me dan unas ganas terribles de comprar un libro y perderme por el mundo sin avisar.

En el “stand” de Sobras Selectas, junto a un viejo tocadiscos, está Alexis Argüello Sandoval, el editor de este sello alteño. He subido a la Feria —un cómodo viaje en teleférico hasta la última parada de la Línea Morada que me deja a cinco minutos de la nueva terminal— para comprar el libro de crónicas de Damián Andrada, el famoso “Choco” (me enteraré luego que en su casa le dicen “Polaco”). De yapa, me llevo La marrana negra de la literatura rosa del mexicano Carlos Velázquez.

Alexis me hace precio de feria: 55 bolivianos. ¿Por qué no hay rebajas así en la feria paceña del libro? ¿Por qué acá entro gratis y en La Paz me cobran 15 bolivianos si los organizadores (la Cámara Departamental del Libro) son los mismos? ¿Por qué hay librerías y sellos que siempre están en la feria de la zona sur y acá brillan por su ausencia? No quiero pensar mal.

El editor Alexis Argüello, el autor Damian Andrada y su familia alteña: Ovidio, Rosa, Alicia, Joel y Mirko.
El editor Alexis Argüello, el autor Damian Andrada y su familia alteña: Ovidio, Rosa, Alicia, Joel y Mirko.

Con los dos libros bajo el brazo vuel(v)o al teleférico de nuevo, empalmo con la Línea Plateada y la Azul y me planto en Villa Ingenio. El partido sabatino del Always Ready está aburrido (el equipo está pensando en Montevideo) y da para comenzar a leer los textos del “Choco”.

“Todas las crónicas de este libro son reales, aunque no tanto”, advierte Damián de inicio. La primera crónica tiene un título futbolero que nos trae a todos lindos recuerdos. Se llama Bolivia 6 El Choco 1. En la solapa de la tapa, Damián se autodefine como “argentino e hincha de Boca”. También da un salto adelante en esta película y escribe así en tercera persona: “Mientras viajaba como mochilero, se ena-moró de Bolivia y años después de una boliviana. Reside en Santa Cruz desde 2019. Es papá de una cambita choca. Practica natación en su tiempo libre”.

Acá la gente me llama Choco es una bitácora, es un libro de aventuras; son monólogos mentales de un “gaucho” en la ciudad de El Alto. Tiene un ritmo ágil, no es paternalista y las dos horas de lectura pasan volando. La literatura siempre es un viaje.

El “Choco” me lleva de la mano a una boda aymara, me sumerge en el extasis de un (no) trío con “maconha” y dos brasileñas mochileras de paso por La Paz, pastoreamos juntos llamas en Charaña (con parto incluido), ligamos en el Carnaval de Oruro, lloramos cuando termina con su novia argentina y jugamos fútbol de barrio en el “Maracaná” de Villa Dolores. El fútbol, como la literatura, crea vínculos, lazos de cariño. El fútbol es una pasión colectiva, es un gozo colectivo. Es buscar/encontrar gente y compartir cuando la soledad te hacer marcaje férreo, hombre a hombre. Como la literatura, la pelota sana/salva.

Han pasado doce años y Damián está de regreso en la ciudad donde amó/sufrió la vida. Falta un día para la presentación de su libro en la Feria, la primera de muchas. Nos citamos en el café Wayruru de la compañera Raquel Romero, en una esquina de la plaza Abaroa. Suenan petardos. No es ninguna marcha. En un rato el peor alcalde que ha tenido la ciudad va a reinaugurar la plaza después de estar cerrada por más de ocho meses.

La presentación de ‘Acá la gente me llama Choco’ (Sobras Selectas) se realizó durante la Feria Internacional del Libro de El Alto.
La presentación de ‘Acá la gente me llama Choco’ (Sobras Selectas) se realizó durante la Feria Internacional del Libro de El Alto.

Antes de comenzar la conversación, trato de despejar una duda. Saque si quiere ganar. Es la que deja Damián plantada como semilla en el inicio de su libro. ¿Cuánto hay de verdad/real y cuánto de mentira/ficción en sus crónicas? El “Choco” arranca el partido/charla con una linda gambeta. Como si fuera Riquelme en la Bombonera. “Una vez le escuché a Tomás Eloy Martínez en la presentación de su libro Santa Evita responder a la misma pregunta. Martínez respondió: no te voy a decir qué es real y qué es inventado”. El “Choco” tampoco. Me como la gambeta.

—Me contó Alexis, tu editor, que le interesó el libro pues muestra la visión de un argentino de El Alto, sin paternalismo; la mirada de una persona que vivió en la ciudad. Como lector hablo, a ratos —con todos los respetos— me parece que está escrita de forma simplista para gente de afuera y a ratos se me cuela una tendencia inevitable hacia el romanticismo idealista del país y de la propia ciudad de El Alto, ¿cómo convencerías a un lector o lectora boliviana para comprar tu libro?

—Escribo desde la sinceridad, la honestidad y el cariño. No quisiera generar incomodidad. En un principio las crónicas fueron un blog personal. Intento no ser paternalista ni ofensivo. A veces con una mirada desde afuera se puede herir. Me gustaría que me lean los alteños, los paceños que no suben a El Alto por el estigma y los extranjeros que llegan; me gustaría despertar curiosidad. Trato de ir más allá de una visión epidérmica. Respecto a esa visión romantizadora que dices, no tengo problemas en admitirlo. Me pasa con las cosas que quiero: mi familia, los amigos, Boca. No me importa que sea así, hasta el romanticismo, si quieres. Creo, sin embargo, que esa parte solo está al final del libro.

—Tu primera reacción nada más llegas a tu cuartito/pieza en Villa Dolores es el vómito. ¿Cómo se pasa de la náusea al amor a través de la comida?

—Sufrí la comida los primeros días, cuento en el libro la anécdota de la carne. No podía entender cómo no había friales (donde la carne está en congeladora). Sentía vergüenza, me veía como esos gringos jailones que siempre he odiado. Fue lo que más me costó. Luego me acostumbré a todo, la comida, la altura. Ahora disfruto mucho. Vivo en Santa Cruz (cerca al Parque Urbano) desde hace cinco años y disfruto los tecitos, los cuñapeses, las masitas, la comida en los mercados populares… Y soy fanático de la marraqueta y la llajua con quirquiña, las extraño en Santa Cruz.

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—Uno de los lugares que guardas en la memoria son los viajes para abajo y para arriba a bordo de la línea Z. ¿Se puede sentir nostalgia por un micro?

—Los tres meses en El Alto me marcaron la vida, fueron como diez años. El micro de la “Zeta” era mi compañía, bajaba y subía muchas veces con el mismo chofer. Entrar al micro era como entrar en casa. Cuando ahora vuelvo a La Paz y bajo en teleférico o taxi, siento un poco que estoy traicionando a la “Zeta”. Tengo pensado en unos años traer a mi hija Delfina a El Alto y bajar sentados en la “Zeta” y contarle. El transporte urbano/público es el pueblo, como los mercados.

—El fútbol (y la política) están presente en el libro. Ese primer picadito en la cancha del barrio, el sueño de jugar con Evo…

—El fútbol fue algo esencial en mi vida durante muchos años. Traté de ser jugador profesional. Entre los cuatro y los 19 años no hubo nada más. Jugué en El Porvenir de Gerli (Lanús, sur de Buenos Aires). Fui socio de Boca y un hincha más en la Bombonera (a pesar de que mi viejo es “gallina”). Algún día quiero llevar a mi hija a La Boca, como a la “Zeta”. Para que sepa de dónde viene su padre. El fútbol (jugar juntos) crea vínculos, pertenencia, identidad, afectos. En el Maracaná de Villa Dolores fue la última vez que sentí que había que ganar, sí o sí; que estaba en juego algo más que los refrescos. El partido con Evo todavía lo quiero jugar aunque ya no opine lo mismo de él. Para mí, sigue siendo el mejor presidente que ha tenido Bolivia aunque no me ha gustado lo que ha hecho los últimos años.

—¿Qué era para ti Bolivia en 2012 y qué es ahora en 2024?

—Bolivia era un territorio ignoto. Muchos argentinos migran a Europa y Bolivia está —como estaba la URSS antes— al otro lado del Telón de Acero. Sentía y siento mucho respeto por el país en general y por El Alto en particular. Hago periodismo desde la política (soy editor de la revista Debates Indígenas y director del Programa de Periodismo Indígena y Ambiental-PPIA). No quería evitar en el libro la politización, lo académico, aunque Alexis ha hecho un buen trabajo de editor y ha recortado muchas cosas para priorizar lo personal, lo íntimo. Creo que ha acertado.

Están ahí las historias de las masacres (las del 2003, las del 2019). Es un pueblo que lucha, que sale a la calle. Había leído lo que fue la Guerra del Gas pero otra cosa es escuchar a mi vecino contar cómo sus hijas se ahogaban por los gases de la represión en octubre de 2003. En El Alto siento que están los líderes del futuro, no me va a llamar la atención cuando algún día una persona nacida en El Alto llegue a la presidencia de Bolivia.

Mi visión sobre Santa Cruz ha cambiado también. Antes en 2012 tenía una visión caricaturesca, es el discurso que usaba el gobierno, es muy útil. Ahora he complejizado mi visión tanto del país como de Santa Cruz. Igual lo que no ha cambiado es mi amor por la Bolivia profunda, esa que se para de manos siempre, esa que te eriza la piel; ese pueblo que respira lucha, un pueblo que se ha ganado un respeto en todo el mundo.

Han pasado doce años y Damián “El Choco” Andrada ha dejado el “chamuyo” y ya sabe abrazar como boliviano, en tres tiempos. Ya sabe besar a la boliviana, en dos tiempos. Ya disfruta la comida y las charlas con las caseritas del mercado (que le siguen engañando con algún que otro tomate podrido).

Libro-choca

Todavía no sabe si es de Oriente Petrolero (al principio parecía que ese iba a ser su “cuadro”) o de Blooming (en su familia cruceña son mayoría los celestes). Le sigue sin gustar el conservadurismo (y la hipocresía) de la sociedad cruceña pero ha aprendido a convivir. Entiende los reclamos contra el centralismo. Y piensa que el racismo (disimulado, a ratos) se ha exarcebado. “La gente sabe que ser racista está mal, que es un prejuicio de odio, se averguenza, pero el racismo forma parte de la hegemonía, forma parte de las espirales de silencio que describiera la politólogo alemana Elisabeth Noelle-Neumann”.

Sigue lejos de casa (como la canción de Calamaro), pero a falta de una familia boliviana, tiene dos. La que ha construido con su compañera Fátima Monasterio y su hija Delfina. Y la alteña: Ovidio y Rosa, doña Fátima, el tío José. Con todos ellos (y sus hijos) compartió el sábado pasado cuando presentó su libro en la Feria Internacional del Libro de El Alto.

Sigue contando leyendas urbanas alteñas como la historia de la carne de perro. Sufre el calor de Santa Cruz. Y tiene aún como “leit motiv” una frase que le dijo Juan Viacha, su amigo alteño, entre “faso” y vino: “cuídate el almita”. Traducido al argentino: no seas “garca”; bancátela con el poderoso, no seas abusivo con el humilde. Traducido de vuelta: no oprimas, no pises cabezas, no le jodas la vida al resto, que tu felicidad no genere desdichas al resto.

No entiende todavía de dónde sale tanto sudor (y tanto viento) en la ciudad donde ahora vive. Pero sí sabe de dónde viene ese eterno cariño por esa ciudad llamada El Alto y sus gentes. Desde las entrañas de un corazón gaucho/bostero agradecido.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, Marco Cadena (CDLLP) y Damián Andrada

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Con la cueca, hasta las últimas consecuencias

‘Willy Claure Sinfónico’ llega a La Paz tras su paso por Cochabamba y Sucre. Será el próximo jueves 21 en el Cine Teatro 16 de Julio

Willy Claure actuará en La Paz con la Orquesta Filarmónica de Cochabamba.

/ 17 de marzo de 2024 / 06:00

Willy Claure regresa a La Paz para cantar cuecas con una orquesta detrás. La primera vez que Willy hizo algo parecido se pierde en el recuerdo. Fue en 2001 en el Teatro Municipal con la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la batuta del recordado David Handel. Ahora, más de 20 años después, Claure homenajea a la cueca boliviana a través de sus canciones y de las composiciones legendarias del género. Esta vez, con una Filarmónica detrás. El escenario será el Cine Teatro 16 de Julio y la cita, este próximo jueves. Sonarán míticas cuecas como Palomitay, No le digas y De regreso; instrumentales como A mi vieja; y cuecas de Willy como Cantarina, Salamanca, Hasta siempre o Cueca del abrazo. Son cuecas para escuchar, “es un vuelo para los oídos”.

– Los arreglos sinfónicos han corrido por cuenta de la Orquesta Filarmónica de Cochabamba y su director Miguel Ángel Salazar, ¿cómo ha sido el trabajo minucioso de cada arreglo en cada cueca?

– Los arreglos orquestales fueron subvencionados por la Fundación Cultural Cueca Boliviana, es decir, los honorarios de los maestros arreglistas Gastón Arce, Manuel Rocha, Daniel Pérez, César Scotta y el mismo Miguel Ángel Salazar se han pagado gracias al apoyo de la Fundación. Son arreglos orquestales de muy buen nivel musical y la ejecución musical dirigida por Miguel Ángel y ejecutada por más de 34 músicos es excepcional. Para mí, es una experiencia muy refrescante y deliciosa. Es un trabajo minucioso y delicado porque puedes imaginarte al arreglista componer melodías para cada instrumento que acompañen al canto; no es nada fácil pero se logró hacer algo maravilloso. Soy un músico comprometido con la cueca y amo lo que hago y más aún amo compartir con mi público.

El cantautor presentará las versiones orquestales de sus composiciones.

– La cueca nació como género popular y por muchos años fue vilipendiada. ¿Pierde ese carácter/alma en este tipo de presentaciones orquestales?

– Pienso que la cueca boliviana tiene un antes y un después a partir de la declaratoria de la Ley Nacional 764 que la nombra patrimonio boliviano del Estado Plurinacional el 30 de noviembre de 2015, además de darle un día de celebración cada primer domingo de octubre. Y como yapa, tenemos la ley 1453 que declara a los nueve departamentos de Bolivia como capitales itinerantes y rotativas de la cueca boliviana. Este año, la segunda capital de la cueca boliviana será Chuquisaca.

Pienso que el interpretar cuecas bolivianas con el acompañamiento de una orquesta filarmónica es vestir a la cueca con un traje no convencional, quizás elegante pero fundamentalmente es para escuchar la cueca. Estas interpretaciones no salen de la forma tradicional; quizás no tienen un carácter festivo y alegórico porque le dimos más atención a la parte auditiva y poética.

– ¿Cómo se ve una cueca con los oídos?

– La cueca boliviana tiene tres dimensiones fundamentales: la danza, la poesía y la música. Yo no bailo (mucho); escribo cada vez un poco más, pero disfruto mucho de la composición de las melodías. Y tomando en cuenta que la música es el arte de combinar los sonidos agradables al oído, hace que me olvide del baile. De ninguna manera es algo despectivo o ninguneante para la danza maravillosa de nuestras cuecas, es simplemente que como músico le presto más atención a la parte musical. Y el hecho de contar con un acompañamiento de ensueño con los instrumentos de cuerda y viento es realmente un vuelo para los oídos.

– Esta será la cuarta vez que cantes cuecas con una orquesta. Me acuerdo que en 2001 la ciudad de La Paz recibió el concierto con mucha sorpresa y placer, al mando del maestro David Handel. ¿Qué has aprendido de esas experiencias?

– Si, recuerdo el año 2001 cuando David Handel me invitó a ser parte de un programa de música boliviana liderado por la Orquesta Sinfónica Nacional. Para mí, fue realmente un momento muy hermoso, porque se plasmaba prácticamente las ideas que perseguía, que las cuecas no solamente sean para bailar si no también para el disfrute auditivo. En septiembre y octubre de 2023 se dieron las presentaciones en Cochabamba y Sucre. Y ahora es como subir a más de 3.600 metros y compartir con el fantástico público paceño. Tuvimos el dilema en su momento de venir a La Paz y buscar una orquesta local para aminorar los gastos pero las experiencias en Sucre y Cochabamba fueron tan lindas que decidimos correr el riesgo y deseamos seguir con los mismos músicos. Tengo la confianza de que será hermoso compartir con el numeroso público paceño que sigue con atención y cariño mis actividades cuequísticas.

– En tu labor de recuperación y revalorización de la cueca, has rescatado viejas tonadas y también has compuestos nuevas cuecas. ¿Dónde está el secreto/desafío de lanzar nuevas canciones sin “traicionar” el género?

– Soy presidente de la Fundación Cultural Cueca Boliviana y lo que intenta nuestra institución es preservar y conservar la esencia de las cuecas tradicionales bolivianas. Arrancamos con la fundación el 6 de junio de 2016 y llevamos adelante un simposio nacional donde llegamos a definir oficialmente la forma de la cueca boliviana, tomando como modelo nuestro segundo himno nacional el Viva mi patria Bolivia. En aquel encuentro hubo participantes que sugerían que no se podía encasillar a la cueca en formas rígidas. Pero ¿cómo podemos componer cuecas si no tenemos formas establecidas? ¿cómo podríamos jugar fútbol en un campo sin arcos ni líneas o límites de espacio? Sin embargo, yo mismo presenté la “cueca alternativa boliviana” que da opción a músicos intérpretes de diferentes géneros musicales como el rock, jazz, etc. a interpretar a su manera, incluso no rigiéndose por las formas tradicionales y no preocupándose por las formas establecidas por los bailarines. O sea, la cueca alternativa puede tener más o menos estrofas o no hacer “jaleos” etc.

–Hace poco se homenajeaba con una biografía y condecoraciones a Encarnación Lazarte Zurita, conocida como “Mama Encarna”, mito viviente, leyenda del género. ¿Cuál crees que es su legado?

– “Mama Encarna” Lazarte es un orgullo boliviano y cochabambino; existen cuecas en Chile, en Perú (con el nombre de marineras) en Argentina, en México pero cuecas en quechua, solo en Bolivia y “Mama Encarna” es la pionera en componer cuecas en quechua.

– ¿Hay que estar enamorado para componer cuecas? ¿Willy Claure lo está?

– Estoy enamorado de la cueca boliviana, estoy casado con ella hasta las últimas consecuencias (se ríe). En principio, el tema amoroso o amatorio es fundamental en la cueca, sobre todo en el ritual dancístico. La danza conlleva un ritual de coqueteo, galanteo y conquista. Sin embargo, existen situaciones en que esos sentimientos musicalmente se convierten en un sentimiento nacionalista. Si contemplamos la historia de Bolivia es justamente durante la Guerra del Chaco cuando nacieron muchas cuecas hablando del amor a la patria y a la vida misma. Cuecas que tenían un fondo de pena y nostalgia por el país o por la familia. Pero bueno, como te decía antes, generalmente la definición de la cueca es de carácter amoroso. Y las cuecas que son más oídas y difundidas son las que hablan de la belleza del amor. Pongo como ejemplo, modestia parte, la Cantarina, compuesta en este siglo.

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– El repertorio del jueves estará formado por 20 cuecas. ¿Cómo has elegido la lista entre clásicos y temas propios?

– Como hablábamos antes, ya tuve la experiencia de tocar con la Orquesta Sinfónica Nacional en 2001 con arreglos orquestales que fueron encargados por la Fundación Arnold Schwimmer. Esos arreglos estaban en mi escritorio. Pero desde esa fecha hasta hoy he compuesto muchas cuecas que no llevaban más arreglos musicales que los de mi guitarra. Es ahí donde intervienen Miguel Ángel, Manuel Rocha y Gastón Arce con nuevos arreglos de obras que tuvieron buena aceptación de parte de mi público. Es un repertorio preparado a la medida de mi hermoso público.

– Al final del concierto tendrás cuatro cuecas sin arreglos orquestales. Son Cueca para no bailar, Olvídate de mí, No le digas y Cantarina. ¿Por qué prefieres tocar  estos temas en solitario?

– No faltó tiempo ni ganas para hacer más temas con la orquesta. Simplemente me gusta ofrecer a mi público también lo que  muchos prefieren: la “simpleza” de la voz y la guitarra. Es importante tener también un espacio para mostrar mi relación con mi instrumento, que es la guitarra.

– Tenías hace un tiempo la idea de publicar un libro con estos arreglos (en un género muy poco cultivado en Bolivia), una gira por Europa, un disco dedicado a Chuquisaca por su capitalía de la cueca 2024… ¿cómo van esos planes?

– Sí, me gustaría mucho hacer un compendio de las obras presentadas y plasmarlas en un libro gordo para poder viajar con este bajo el brazo y ofrecerlo a distintas orquestas de otros países y mostrar nuestras cuecas bolivianas tocadas por otras orquestas en cualquier parte del mundo. Esto implica mucho trabajo en la compaginación, edición e impresión de estas obras porque son las partituras generales y las “particellas” de cada instrumento. Es un proyecto lindo y pienso que lo llevaré adelante. Este año Chuquisaca es la capital de la cueca boliviana. El año pasado fue Tarija y le hice mi homenaje con un disco que se llama Tarija, tierra encantada que incluye cuecas tarijeñas. Este año le debo a Chuquisaca también una producción discográfica con cuecas chuquisaqueñas, estoy en eso, intentando componer un par de cuecas dedicadas a la bella Chuquisaca.

La dirección de orquesta del concierto está a cargo del maestro Miguel Salazar.
La dirección de orquesta del concierto está a cargo del maestro Miguel Salazar.

– ¿Cómo te sientes después de haber regresado a Bolivia hace unos años tras vivir décadas en Europa?

– Viví un poco más de 20 años en Suiza pero nunca me desconecté de mi Bolivia. Hace cuatro años volví para quedarme y costó un poco tomar la decisión definitiva debido a conflictos políticos, pandemia y algunos otros detalles que intentaron empujarme de regreso a Suiza pero finalmente Bolivia me retuvo y aquí estoy, contento. Los conciertos con la Orquesta Filarmónica de Bolivia fueron idea de la Productora T.ok —concretamente de Raquel Rocha y del director musical de la Orquesta Miguel Ángel Salazar— que me propusieron realizar este proyecto y acepté con mucho gusto. Hicimos dos presentaciones a fines de septiembre e inicios de octubre del año pasado en Cochabamba y Sucre y dejamos pendiente venir a La Paz, Ahora ha llegado el momento. Ahora, es la cueca para escuchar.

*El concierto “Willy Claure Sinfónico” está a cargo de la Productora T.ok de Raquel Rocha y la co-producción de Sala A1 de Pablo Paredes. Los precios para este jueves 21 en el Teatro Cine 16 de Julio son: 180, 150 y 100 bolivianos. La venta de entradas es en el restaurante Cacique Siñani de la plaza del Estudiante, de 10.00 a 21.00. Venta por WhatsApp al celular: 624 222 89. Información al celular 695 010 79.

Texto : Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Alma Tunante

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Marina, ese anhelo infinito de regreso

Una visita a la hoy cerrada Casa Museo Marina Núñez del Prado en Lima

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 10 de marzo de 2024 / 06:53

La Casa Museo Marina Núñez del Prado en Lima está en el coqueto y tradicional barrio de San Isidro. Camino por la calle Choquehuanca, dirección a El Olivar, antigua hacienda de Limatambo. Por los cables de luz veo ardillas corriendo a toda velocidad. Cuando llego al bosque me topo con un viejo olivo. Fue plantado por Fray Martín de Porres, el santo limeño, en 1643. Tiene siete metros de tronco y 387 años de edad. No somos nada.

Los vecinos más veteranos del barrio sacan sus sillas y pasan la tarde sobre el verde. También llegan algunas parejas de recién casados a tomarse fotos para el recuerdo (o para el olvido). Hay arbustos de moras, paneles de abeja y olivas sobre el césped. Dicen que la gente las recoge y hace aceite. En medio de este oasis, llego a la esquina de Ántero Aspíllaga y Hermilio Hernández. La Casa Museo de doña Marina Núñez del Prado y Viscarra está cerrada. Todo mi gozo, en un pozo.

El letrero de la Municipalidad de San Isidro dice: “lunes a viernes, de 9:00 am a 4:00 pm; sábados, de 9:00 am a 1.00 pm. Ingreso libre”. Es lunes y son las dos de la tarde. Doy una vuelta alrededor de la casa enrejada. Saco fotos de las esculturas regadas por el jardín, entre olivos centenarios y una higuera. En la puerta trasera veo a una mujer. Es guardia de seguridad de una empresa privada. Grito. Sale hasta la reja y charlamos.

—El museo está cerrado.

—¿Y hace cuánto está cerrado? ¿No hay nadie dentro de la casa?

—No sabría decirle, soy nueva. Puede ir a preguntar a la Biblioteca Municipal, al otro lado del Parque.

Saco un par de fotos más de las esculturas de nuestra Marina y atravieso el bosque. En la Biblioteca Municipal me dicen que el museo se cerró porque cambió el alcalde. Que son cosas de la burocracia. Que ya van a abrir. Que no saben cuándo.

—¿Y para qué quiere saber todo eso?”, me preguntan con extrañeza. Vuelvo a decir que soy periodista, que he llegado desde La Paz para ver la casa, que quiero hacer un reportaje para el periódico La Razón.

—¿Puedo hablar con alguien, por favor, que sepa algo sobre la historia de la casa, sobre la obra de doña Marina?

La que supongo secretaria del director o directora de la Biblioteca Municipal de San Isidro sale y entra (por tres veces) de una oficina, donde sospecho está el director o la directora.

—Vuelva al Museo, ahí le va a atender la señora Norma.

Fotografías de Marina trabajando y sus esculturas se lucen en la casa-museo.
Fotografías de Marina trabajando y sus esculturas se lucen en la casa-museo.

Entonces pienso para mí: ¿no era que no había nadie dentro de la casa? Retrocedo sobre mis pies y cruzo de nuevo el viejo Olivar. Hay gente paseando al perro como si el mundo no existiese. Hay madres empujando carritos caros de bebés rosados, como si las guerras y los genocidios no existiesen sobre la faz de la tierra.

Las casas centenarias de estilo neocolonial, tudor, vasco, racionalista y pintorequista le dan un aire retro al lugar; a ratos me parece estar en el Central Park neoyorkino. Cantan los cuculíes, las tortolitas, los turtupilines de pecho rojo, los gavilanes canelones, incluso se escucha a lo lejos alguna que otra lechuza de campanario. Doña Marina escogió un lugar muy parecido al paraíso cuando abandonó La Paz para siempre — aquejada del mal de la piedra— y se fue a vivir a Lima en 1973.

Estoy de nuevo frente a la casa-museo y charlo tras las rejas con Norma González, la encargada (que sí había estado). No puedo pasar “porque hay cámaras y el museo está técnicamente cerrado”. La amable mujer de seguridad, Ingrid, me vuelve a preguntar mi nombre y el nombre del periódico. Esta vez lo apunta en un cuaderno.

Norma me hace un recorrido virtual fantástico. Me voy a imaginar —con sus palabras sabias y afables— la casa por dentro, las salas y las obras de Marina (1.492 en total, muchas de ellas en depósito). “La casa data de 1926, es de estilo neocolonial. Fue diseñada por el ingeniero Luis Alayza y Paz Soldán. Doña Marina vivió en la casa desde el 73 hasta su muerte junto a su esposo el escritor y periodista Jorge Falcón Gárfias”. Nota mental: aquel 1973, Marina publicó su autobiografía Eternidad en los Andes en la editorial chilena Lord Cochrane, con fotos (entre otros) de Antonio Eguino Arteaga.

“La casa es comprada en los 70 por el inglés ingeniero de minas James Birkbeck Elliot y su esposa peruana Rosa De La Oliva. La pareja la cederá para que Marina viva con Jorge y construya su taller en la segunda planta de la casa”, me sigue contando Norma. En la fachada hay dos escudos de piedra que colocó el constructor Alayza y Paz Soldán a imitación de las casas solariegas de Cusco. Uno es de Lima y el otro es de Castilla. La colonia es un estado mental.

“La primera sala es la Sala de las Sorpresas, también llamada Mama Pacha”, me dice Norma, que me invita a soñar el periodo maternal de la artista paceña más universal. Ahí siguen las mujeres aymaras de mirada fija y orgullo altivo, los retratos de Nicolasa. Junto a la chimenea está la mítica fotografía de Martín Chambi. Eternamente jóvenes posan para el legendario fotógrafo peruano Marina, su hermana Nilda —pionera orfebre— y Yolanda Bedregal, poeta desde siempre. Están en Cusco, están vestidas con hermosos vestidos cusqueños. Es 1934 y las tres paceñas están de visita en “el ombligo del mundo” donde Marina expone por primera vez en el extranjero tras su debut en La Paz en 1930.

“La segunda Sala es la de la Ternura. Mujeres del Ande en cinta, con barriguita, madres con niños, familias, los Andes en granito, vírgenes en plegaria, dibujos y pinturas de Marina. La tercera es la de la Intimidad. Es el salón donde Marina se reunía con Jorge y toda la bohemia limeña. Al fondo está su “Espíritu de la nube” y un autorretrato junto a tallas de madera centenarias”. Afuera, en el jardín de esculturas, un cóndor de bronce vuela entre los olivares. Es Marina que sueña con volver.

“En la cuarta sala sesionaba la Fundación que Marina y Jorge armaron un año antes de la muerte de ella. La sala quinta es blanca, en cada esquina se ven toros, en granito, en basalto, en ónix, en bronce, en alabastro; sus materiales favoritos junto a la madera (quebracho y guayacán). Junto a ellos cerámicas que coleccionaba de su amigo Mamerto Sánchez Cárdenas, entre ellas sus toros de Conopa”.

La foto de Chambi con Marina, Yolanda Bedregal y Nilda

El recorrido imaginado/charlado continúa en el patio central con pileta de piedra. En la segunda planta, construida cuando Marina y Jorge entraron a vivir en los 70, está el taller. Y una fotografía gigante de la maestra. Hay obras por todo lado, incluso en la terraza.

El cuarto levantado abajo para que Jorge Falcón redactara sus columnas de periódico y sus libros ya no está. El escritor comunista, especialista en Mariátegui —amigo suyo—, publicó también libros sobre la obra de su hermano poeta (César) y —a la muerte de su compañera de vida (se casaron en 1960 pero se conocían desde los 40) — dos libros sobre la boliviana más universal: Homenaje a Marina Núñez del Prado (1995) y Marina Núñez del Prado, espíritu del Ande (1999).

La atípica visita guiada de Norma termina. Agradezco la buena onda.

—Me olvidé decirte, en un ratito va a llegar doña Rosita, la presidenta de la Fundación, viene todas las tardes. ¿Quieres esperarla? Tal vez con ella si puedas entrar a ver la casa. Llegará en media hora.

Son las tres y no he almorzado todavía. “Voy a clavarle un plato en un restaurante que he visto en la calle Choquehuanca y vuelvo”. El chupe de camarones de Señor Limón es lujuria pura. Cuando regreso, Rosa De La Oliva de Birkbeck está sentada junto a la pileta del patio. La veo caminar hacia la reja ayudada por un bastón y la mujer de seguridad.

Tiene 98 años y me va a dejar entrar a recorrer lentamente la casa-museo de su querida amiga boliviana. Me va a contar chismes que no puedo revelar. Va a posar junto al retrato y el Espíritu de nube de su comadre. Vamos a recorrer las montañas dormidas de Marina, sus madres y mineros, sus “madonnas” con pómulos de piedra, sus curvas y sikuris, sus abstracciones soñadas en bloque tridimensional, sus cabezas y esfinges aymaras. Vamos a pasear por el jardín de esculturas salpicado con grandes tinajas de vino y pisco. Aprovecho a tomar más fotos, ahora al otro lado de la reja. Cada escultura es un parto, placer y dolor.

Algunas obras fueron traídas desde su casa paterna en Sopocachi (La Paz), donde levantara su primera casa-museo-fundación, presidida después por otro gigante, Gil Imaná. Aquellas montañas gigantes que susurraban al oído de Marina fueron llevadas a orillas del Pacífico para proteger a su hija Marina. Aquellos milagros de arquitectura y escultura (así veía al “Tata” Illimani) tutelaron desde la distancia su último hogar.

Entonces veo con mis propios ojos (y no los de Norma) la sacerdotisa inca de la película Wara Wara de José María Velasco Maidana (donde Marina actuó de ñusta). Me detengo ante el retrato de Chambi. Ahí siguen las tres amigas/cómplices: Marina, Nilda, Yolanda. Eternamente felices. Compinches, mirándose entre ellas. Hermosas.

Doña Rosita se agarra del brazo de la nostalgia y recuerda noches de tertulia en la casa. Llegamos al cuarto que más parece un altar que otra cosa. Una foto de Marina custodia el Espíritu de la nube; es una mujer (otra) reclinada como maja desnuda. Parece levitar, blanca, pura, elegante. Sensual. Marina nos observa desde la mirada en yeso de su autorretrato, desde la otra esquina. El tiempo parece retroceder. Dijo una vez la poeta chilena Gabriela Mistral, Nobel de Literatura en 1945, que Marina nació para rastrear lo escondido, salvándolo a la luz.

Doña Rosita también me habla de ella. Es una de las pioneras de la aviación en el Perú. “Quería ver las líneas de Nazca desde los cielos y por eso aprendí a volar”. Como los cóndores de piedra de su amiga Marina.

Subo las escaleras de madera hacia el estudio/taller. Ahí siguen las herramientas de trabajo de la artista, sus cinceles, sus martillos. Hay centenares de pequeñas esculturas. Un pájaro perdido choca contra una de las ventanas y se cuela en el taller. ¿Eres tú, Marina? ¿Has llegado de repente para que volvamos juntos a La Paz?

En los depósitos hay cientos de libros, documentos, miles de bocetos, cartas, obras de otras artistas mujeres (adelantadas a su época, inspiradoras siempre). Entre ellas, un paisaje y un dibujo/retrato del “Che” Guevara de una de sus mejores amigas peruanas, Julia Codesido.

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La historia de Marina — “la boliviana genial”, como la llamó Neruda— está todavía por contarse. La Fundación y la Biblioteca Nacional del Perú han firmado un convenio para catalogar y custodiar todo este valioso material bibliográfico. Entre los papeles uno puede bucear en la amistad de Marina con Henry Moore —su gran influencia—, con Marc Chagall. Y con Picasso, Brancusi, Gabriela Mistral, Neruda, Giacometti, Alberti, Diego Rivera, Le Corbusier y Guayasamín.

Las esculturas pueblan los jardines
Las esculturas pueblan los jardines

Por la casa —que resistió terremotos— camina con nosotros el “ajayu” de doña Primitiva Mitma. Ama de llaves, excelsa cocinera, verdadera cuidadora del lugar. Y de Marina y de su asma. El mal de la piedra se llama silicosis. Todos los que la trabajan sufren de esta enfermedad pulmonar (el sílice se cuela en los pulmones lenta e irremediablemente). Por eso Marina tuvo que bajar a Lima para buscar aire de mar. Por eso no pudo volver. Nunca.

Primitiva mantuvo la casa a flote durante más de medio siglo. Estuvo al mando cuando fue abandonada tras la muerte de Jorge Falcón en 2003 a sus 95 años. La higuera que plantara Marina y regara doña “Primi” en una de las esquinas sigue regalando higos. La trajo de su otra casa/taller, la que tuvo en Chaclacayo, a 20 kilómetros de la capital peruana. Traía a Lima zapallos, verduras, fruta y los ónix blancos y mármoles que escogía personalmente para luego trabajarlos con “mano blanda y mano dura” (como dijo el poeta andaluz Rafael Alberti).

En la casa que habitó hasta su muerte (en septiembre de 1995, a sus 86 años), Marina recordaba sus charlas con Albert Einstein y cómo su espíritu sereno/introvertido calmaba la ansiedad del genio. Pablo Ruiz Picasso incluso le llegó a decir: “siento a través de tu obra la fuerza, la belleza y el misterio de tu país, me gustaría mucho visitar tu tierra”.

Marina, sobria y austera; hermética y misteriosa, como tus esculturas. Eterna. Obrera poderosa. Acaricio tus telúricos basaltos, granitos bicolores y maderas —como siempre pedías— y me alejo de tu casa vaciada, llena de enigmas y secretos. Eres la “roca tierna”, como bien te describió el escritor estadounidense Waldo Frank.

Marina, levantaste tu paraíso lejos de tu tierra y lo llenaste de cóndores, de montañas recordadas, de sikuris, de retratos de Nicolasa, de titanes ignorados, de mujeres/madres, de raíces de tu alma; lo hiciste para matar nostalgias de tu patria, para conjurar añoranzas y calmar ese anhelo infinito de regreso.

Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras

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Kike Pinto, del canto su medicina

El músico e investigador peruano Kike Pinto estuvo de paso por La Paz, donde cantó e impartió un taller de pedagogía musical intercultural

Una de las sesiones de Kike Pinto en el taller de Kurmi Wasi.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 11 de febrero de 2024 / 06:33

La hualina (o walina) es un canto ritual para llamar/honrar el agua, la lluvia. Se canta en las serranías de la región Lima (Perú), en pueblos como San Pedro de Casta. Las hualinas —pegadizas e hipnóticas— se entonan en coro para que las aguas —en cada acequia— rieguen de vida el valle. Arturo Enrique Pinto Cárdenas —más conocido como Kike Pinto— es etnomusicólogo, compositor, profesor, coleccionista de instrumentos y cantautor peruano. Y la hualina ha recorrido su vida. Estando en San Pedro de Casta, conoció a su actual compañera de vida (Lourdes) y una de sus hijas ha dedicado a estas canciones su tesis de licenciatura. Pinto cree que la música no es solo entretenimiento; cree que también puede ser medicina, magia, sentido y ritualidad; que las canciones pueden sanar y reconciliarnos con la vida.

Arturo Enrique Pinto es serrano aunque nace —accidentalmente— en Lima en 1956 (un 22 de agosto). Su familia paterna viene de la ciudad de Andahuaylas, capital del departamento del Apurímac, sur del Perú, la patria chica del escritor José María Arguedas. Su padre es Juan Arturo Pinto Echegaray (ingeniero, profesión que le obliga a viajar) y su madre Sarita Cárdenas (maestra de primaria) de la ciudad de Tarma, en el centro del hermano país. Los ancestros musicales vienen del abuelo materno, don Fortunato Elías Cárdenas Álvarez, poeta, periodista y compositor musical de yaravís y huayños (como Despedida y Flor de mayo). La abuela, María Elvira Cárdenas Abarca (“Mari Cucha”) es de Cusco y con ella comienza a aprender el quechua. Cuando viaja por todo el Perú para investigar, termina de aprender el idioma. “¿Cómo me iba a comunicar y a cantar si no sabía la lengua?”, se pregunta. La infancia la pasa en Tarma, la ciudad de las flores.

Estamos charlando con Kike en la casa paceña/miraflorina de otro músico, Víctor “Chino” Colodro, fundador de grupos como Bolivia Manta, Kollasuyo ñan y Willka Mayu. Víctor nos ofrece hojitas de coca sobre un tapete ceremonial de cuatro “suyus” y le invita a Kike una pipa de fumar tabaco. La charla será larga como una buena sobremesa.

Con seis años, la familia regresa a Lima “la horrible” desde Tarma. Van a vivir en el distrito de Breña, por aquel entonces uno de los últimos barrios de la capital, rodeado de chacras. De chico estudia en el Colegio Salesiano con unos curas obsesionados con el contagio del ateísmo y el comunismo. Los profesores logran lo contrario: los estudiantes —algunos— comienzan a interesarse por esos virus “ateos y comunistas” tan peligrosos. “Me daba mucha cólera que intentaran adoctrinarnos”. Una mañana, Kike y otros amigos pintan en la pizarra —antes de la clase de religión— una frase provocadora: “Dios no existe”.

Con el paso de los años, Kike Pinto se autodefinirá como “muy religioso” y cercano a filosofías noteístas como el budismo y el taoísmo y “muy cómodo dentro del animismo del universo indígena”. Son aquellos años los del gobierno revolucionario del general Juan Velasco Alvarado, época de reforma agraria y nacionalizaciones. Y de frases para la leyenda: “campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza” (Velasco Alvarado dixit).

Pinto en una fotografía junto a jóvenes  músicos peruanos.
Pinto en una fotografía junto a jóvenes músicos peruanos.

(“Nubecita blanca que navegas con el viento / Llévate mis penas y mi sufrimiento / y la voz de mi sentimiento / Anda corre y dile a mi Pachacámac y a mi madre linda Pachamama / que en una montaña lloro muy sediento / Por unas gotitas de tus aguas / Hojita de coca, ay adivíname la suerte / ¿qué será mi vida? ¿qué será mi muerte? / y eleva mi voz en mi aliento / Anda corre y dile a mi Pachacámac y a mi madre linda Pachamama / que en una montaña lloro muy hambriento/  por tu medicina y alimento”, Nubecita blanca, hualina de Kike Pinto).

Cuando lee con 16 años las novelas y cuentos de José María Arguedas, algo pasa dentro de su cabeza y de su corazón. “Parecía mi propia vida, me sentí identificado y emocionado”. Esos mitos, esas leyendas, esos cantos y poemas del mundo andino/quechua reivindican la fuerza de los pueblos ante la imposición europea/occidental. En la novela de Arguedas Los ríos profundos se ven reflejados cientos de jóvenes que luchan entre lo que tienen que ser y lo que quieren ser. Pinto es uno de ellos. Kike quiere ser (y lo será) una voz (más) de la resistencia cultural.

Con 18 años estudia ingeniería en la universidad (siguiendo la tradición familiar) pero “negocia” para apuntarse también en el conservatorio nacional. Escucha la frase lapidaria de todos los tiempos: “te vas a morir de hambre”. Y sus capítulos: “te vas a volver drogadicto y desviado sexual”.

El viejo conservatorio (rebautizado en el gobierno de Velasco Alvarado como Escuela Nacional de Música) tiene como director a Celso Garrido Lecca, el compositor peruano más importante del siglo pasado. Garrido Lecca —vivo hoy a sus 97 años— es el promotor en aquellos inicios de la década de los 70 del Taller de la Canción Popular. “Se trataba de copiar lo que hacían los chilenos, la música de Quilapayún y de Inti Illimani”. A Kike, la entrada de bombos, quenas y zampoñas al antiguo conservatorio le gusta pero no le alcanza pues siente que la música peruana y sus ritmos tradicionales todavía están arrinconados, mal vistos; todavía son “músicas de cholos y serranos”.  Por eso se queda a la puerta del Taller sin atravesar el umbral.

“Yo también en su tiempo he tocado charango en canciones de protesta pero no me gustaba imitar a esos grupos chilenos, todos cantando Papel de plata; ¿por qué no hacíamos lo que hacía Violeta Parra? Cantar cuecas, tonadas con ese rostro popular y salvaje que tenía la Violeta”.

(“En un jardín una rosa vestida de terciopelo / mirando al cielo se mostraba vanidosa / se mostraba vanidosa en un jardín una rosa. / Y a pesar de su hermosura antes que pase un momento la lluvia, el viento / dejan la rosa desnuda, dejan la rosa desnuda / a pesar de su hermosura./ Si así es la vida tan corta ¿de qué valen los tesoros, la plata y el oro? / Son cosas que poco importan son cosas que no me importan. / Si así es la vida tan corta en la oscura sepultura. / Todos seremos iguales orgullos banales / son cosas que poco duran, son cosas que no perduran / en la oscura sepultura rosa hermosa flor fraganciosa / son tus espinas dolorosas”, Rosa Desnuda, huayno estilo huamanguino de Kike Pinto).

En 1977 el cineasta Francisco “Pancho” Lombardi prepara su “opera prima”. Se llama Muerte al amanecer. Kike Pinto tiene apenas 19 años. Termina componiendo la banda sonora del filme. En los títulos de crédito aparece su primer nombre y apellido: Arturo Pinto. Cuando padre y madre asisten al estreno del filme, sienten orgullo. Y tranquilidad. El hijo no se va a morir de hambre. Ni será drogadicto. Ni desviado sexual. Se dedicará al cine, imaginan. Pero Kike se rebela, otra vez. Y exclama: “¡pero a mí lo que me gustan son los huayñitos!”. Ese día el cine peruano perdió probablemente a un gran compositor y ese mismo día la canción popular/tradicional peruana (andina y amazónica) ganó a uno de sus mejores defensores/exponentes.

Fiel a sus principios (y a aquellas lecturas arguedianas), comienza a viajar por todo el Perú. Está haciendo (aunque todavía no lo sabe) etnomusicología. Sale a encontrarse con las músicas vivas, con las tradiciones vivas. En la universidad ha conocido a dos músicos que se dedicarán a lo mismo: el guitarrista colombiano Fernando Meneces y la investigadora venezolana Chanela Vásquez.

Se va de gira/viaje por el Cusco, por Puno junto a un amigo que será ceramista/escultor Henry Ledgard Parro, “otra oveja negra”. Visita las comunidades, se entusiasma y apasiona con las festividades religiosas, sincretismo puro. El mundo ancestral de resistencia y las espiritualidades andinas aparecen delante de sus ojos fascinados. La Fiesta de la Candelaria de Puno (la “Mamacha Candelaria”) explota sus oídos con la fuerza telúrica de las tarkas, los pinquillos, los sikuris.  En Juliaca, los comunarios aymaras —en plenos carnavales— no creen que Pinto y Ledgard sean peruanos. “¿De qué país vienen?” preguntan a la pareja de “gringos”. Cuando ambos muestran su carnet de identidad peruano, los comunarios tampoco creen: “estos gringos, ¡qué bien falsifican!”. Más tarde no los dejarán entrar en una fiesta en Puno: “no son aymaras, no pueden entrar”.

El músico Kike Pinto
El músico Kike Pinto brindó un concierto en Efímera, La Paz, el 27 de enero.

El viaje por el sur del Perú es un choque cultural para Arturo Enrique Pinto. “Los discursos izquierdistas que escuchaba en la universidad no recogía la identidad y reivindicaciones del movimiento indígena y campesino”. La academia musical se alejaba de las luchas populares. “Políticamente era una incoherencia y estéticamente era una apropiación/suplantación cultural, una artificialidad inventada; la izquierda capitalina desconocía el país”. Ni siquiera se veían zampoñas en Lima salvo algunos grupos de sikuris en la universidad y algunos conjuntos migrantes de Puno. A su regreso a la capital se acerca al Taller Experimental de Arte (TEA) de Javier Lajo (uno de los principales intelectuales indígenas del Perú, recientemente fallecido en 2021). El marxismo comenzaba a rimar con el indianismo con sikureada de fondo.

A finales de los 70, Kike Pinto y su primera compañera de vida (la pianista Flor Canelo Marcet, actual directora de la Escuela Musical Qantu de Cusco) se van a vivir a Ayacucho. Entonces conoce (y entrevista) a Ranulfo Fuentes Rojas, poeta quechua (ayacuchano) y compositor de huayños, entre ellos “El hombre”. Don Ranulfo (vivo todavía hoy a sus 82 años) es una inspiración, un maestro.

(“Yo no quiero ser el hombre / que se ahoga en su llanto / de rodillas hechas llagas / que se postra al tirano. / Yo no quiero ser como el viento / que recorre continentes / y arrasar tantos males / y estrellarlos entre rocas. / No quiero ser el verdugo / que de sangre mancha al mundo / y arrancar corazones / que amaron la libertad / que buscaron la justicia. / Yo quiero ser el hermano / que da la mano al caído / y abrazados férreamente / vencer mundos enemigos. / ¿Por qué vivir de engaños, cholita? / De palabras que segregan veneno / acciones que martirizan al hombre / Ay solo por tus caprichos, dinero/ ay solo por tus caprichos, riqueza”, El hombre, huayño de Ranulfo Fuentes).

La década de los 80 con el auge de Sendero Luminoso lo agarra a Kike en Ayacucho, epicentro del “Conflicto Armado Interno” del Perú. Pinto no conocerá en persona a Abimael Guzmán, el líder senderista pero sí a muchos de sus seguidores (“eran muy dogmáticos”). Con el paso de los años, todos los que hacen música tradicional serán llamados “terrucos” (terroristas) y tendrán que salir al exilio. “A los senderistas les faltaba la espiritualidad andina, la compresión de lo que ahora se llama cosmovisión indígena; estaban en contra incluso del masticado de la hoja de coca”.

En esa época Pinto forma el grupo/trío Taklla (arado/azada en quechua). En su primer disco suenan catorce temas (en castellano y quechua), entre ellos un yaraví con fuga de huayño Ojos de piedra / Lágrima estancada (su primer “hit”, versionado mil veces mil), Watatu Mayu y una versión de El hombre de Ranulfo Fuentes, toda una declaración de principios. El concertista de guitarra Raúl García Zárate (fallecido en 2017) escribe: “el Trío Taklla, superando barreras del idioma, ha intentado reproducir con fidelidad, honestidad y humildad la grandeza y profundidad del alma indígena”.

(“Mis ojos no quieren ver / lo que hay delante de mí / yo ya no puedo entender / Ay, lo que está pasando aquí  / Del grito de libertad que por las costas se oyó / hablan los himnos en vano / Ay, yo no sé quién lo gritó  / Ojos de piedra tuviera para poder resistir / Y aún cuando más me doliera / ay, no los dejará de abrir  en cada surco abierto / ay, Ayacucho en tu piel ahí está penando un muerto / Ay, ebrio de sangre y de hiel  / Ay, Ayacucho, lágrima estancada. / Así es tu vida, camino del viento / llorar tu canto y reír tu llanto. / Ay ese llanto, lágrima estancada. / Yo forastero, camino del viento / bajo tu cielo también he llorado / pero ese llanto, lágrima estancada / llegará el día, camino del viento / en que se vuelva canto de alegría”. Ojos de piedra / Lágrima estancada, yaraví/huayño de Kike Pinto).

Pinto toca el charango ayacuchano que tiene una afinación y un número de cuerdas y familias distintas al charango boliviano (de Sucre y Potosí). Y otra forma de alargar las notas con el efecto trémolo de vibración. Ha tenido un gran maestro, don Jaime Guardia (fallecido en 2018), al que Arguedas le dedicara su novela Todas las sangres con estas palabras: “a Jaime, en quien la música del Perú está encarnada cual fuego y llanto sin límites”.

En los 80, viaja por primera vez a la comunidad campesina de San Pedro de Tasca. Escucha por primera vez las hualinas, las alabanzas al agua, las que marcarán su vida. Graba los cantos con una pequeña grabadora; aprender a cantar y a tocar el violín. Es aceptado por los comunarios “después de que una cascada me adoptara”. Comienza a darse cuenta de que la música puede ser mágica, sanadora. “Encontré la conexión más profunda con mi espiritualidad, me cambió la vida al ver como la gente le cantaba al agua, comprobé que la extirpación de idolatrías no había conseguido destruirlo todo”. De esa época, Pinto posee una colección de más de 40 horas de hualinas registradas. “No me gradué ni en la universidad ni en el conservatorio, lo hice ahí en la comunidad, fue un honor inmenso, infinito”.

Mientras los 80 (y la guerra) avanzan, muchos músicos tradicionales peruanos salen al exilio. Kike Pinto es uno de ellos. El destino favorito es Alemania, Suiza e Italia. Ahí se mezclan todos alrededor de la música: bolivianos, ecuatorianos, colombianos. Pinto conoce a la agrupación Trencito de los Andes de los hermanos Felice y Raffaele Clemente, a los Bolivia Manta de los hermanos Arguedas (Carlos y Julio) y Víctor Colodro. Llega a tocar con los Runa Mayu de éste último. (Nota mental: por eso se aloja en la casa del “Chino” Colodro ahora que ha venido a tocar/cantar en Efímera y dar talleres de pedagogía musical intercultural en la comunidad educativa de Kurmi Wasi, en Achocalla).

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Estando en las Europas, Kike extraña el Perú y extraña las hualinas. Atacado por la nostalgia compone Cuatro direcciones. Está a miles y miles de kilómetros de distancia de San Pedro de Tasca, de la serranía peruana. Entonces decide regresar para que la comunidad escuche esa hualina y sea aceptado como uno más. Pinto es un convencido de que no se aprende ni se estudia (desde la horizontalidad) para saber sino para crear. La comunidad adopta esa hualina como propia y acoge a su nuevo hijo. En esos días conoce a su actual compañera, Lourdes, que también ha llegado de Lima con sus sikuris para conocer el ritmo pegadizo e hinóptico de las hualinas.

(“Cuatro direcciones, cinco continentes / por los siete mares buscando andaría / aguitas tan cristalinas donde encontraría / aunque mil caminos marquen mi destino / tu muy bien lo sabes yanapacha hermosa / por cantarte una hualina siempre volvería. / Manantial de kolla mi única alegría / por ti todo el mundo yo recorrería / recordando cada día a mi champería”, Cuatro direcciones, hualina de Kike Pinto).

A su retorno al país se acerca al movimiento OBAAQ (Organización de Bases Aymaras, Amazonenses y Quechuas), a la obra de Carlos Milla Villena, también conocido como “Wayra Katari” (fallecido en 2017) y a Salvador Palomino Flores del Movimiento Indio Peruano (MIP). “No eran peruanos, eran tawantisuyanos, no creían en las fronteras”.  En esa época arma otra banda, Incarri.

En los 90 se instala en Cusco y abre el Museo de Instrumentos Musicales Andinos y Amazónicos TAKI, donde tiene un archivo musical/visual, una biblioteca especializada y más de 500 instrumentos (desde flautas de cráneo de venado hasta “chumpis, waka waqras y q’iru tukanas”). En estos tiempos conoce a Román Vizcarra Noriega y la “medicina extirpada”. La semilla sagrada vilca/huilco (yopo o cebil en el sur del Chaco) es la primera medicina (alucinógena) que toma. “Marcó un antes y un después en mi visión de las cosas, me acomodó”. Del rapé (polvo tostado) de semilla de la vilca a experimentar con las plantas amazónicas ancestrales (como la ayahuasca o yagé) hay un paso. Entonces aprende los temas ceremoniales para cantar los sueños, alejado siempre del mercado de la espiritualidad y el chamanismo moderno y sus charlatanes.

Sus canciones con la planta sabia se hacen conocidas en redes sociales como Youtube. Es cuando los periodistas (tan adictos a etiquetar como somos) acuñamos el término que lo persigue desde entonces. Kike Pinto hace “música medicina”.

El concierto (de dos horas) en la pizzería Efímera de Sopocachi es más que nada una ceremonia íntima. Estamos 60 personas a la luz de las velas, escuchando a Kike. Cuando canta las hualinas, un par de niños hacen los coros. Son de tercero y cuarto de primaria de la comunidad educativa del Kurmi Wasi. No solo entona canciones al agua, huayños y yaravís, sino que también canta a capela acompañado de una “shakapa” (sonaja del Amazonas). Todavía no cree estar a la altura de la riqueza de los géneros populares, de la música de los pueblos. Sospecha que las canciones que crea están esperando en algún rinconcito de su memoria. Ahora tiene un nuevo sueño: su escuela intercultural Wiñaypasa (en Cusco).

Kike comparte el corazón cuando canta. No sabe si es etnomusicólogo, compositor, profesor, coleccionista de instrumentos o cantautor; “en realidad no sé qué soy”.  Fue y es un niño (grande) atraído por el canto, por la música. Sigue siendo. Viajó por el Perú (y el mundo). Sintió que le hacía falta la música tradicional/ancestral de su país, sintió nostalgia de algo que nunca vivió, algo tatuado desde su herencia telúrica. Hoy se siente feliz, se siente contento cuando canta, cuando comparte su canto. Así se mantiene sano (física y mentalmente), así puede seguir viviendo. La música/medicina da sentido a su vida. Las hualinas, esas alabanzas al agua, han regado su corazón.

Texto: Ricardo Bajo Herreras

Fotos: Ricardo Bajo Herreras, comunidad Kurmi Wasi y Archivo Arturo Enrique Pinto Cárdenas.

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‘Soldado’ Terán, el poeta que se niega a morir

José Antonio Terán Cabero, premio nacional de poesía 2003, cumple este mes 92 años. Una visita a su casa y a su vida.

Por Ricardo Bajo Herreras

/ 4 de febrero de 2024 / 06:38

El poeta “Soldado” Terán cumple 92 años este mes. Jura ser un “mek’a uma” pero no es cierto. “Mek’a uma” (cabeza podrida/de mierda, en quechua) es una persona lenta para entender, sin memoria. La cabeza del “Soldado” se mantiene intacta y su capacidad para recordar asombra. Y su humor negro, también. Terán Cabero ha perdido —eso sí— vista. Hasta hace poco escribía sus poemas en grandes cartulinas (como cartones de protesta), pero ahora ya no puede y sale a caminar por el parque fuera de su casa en Sacaba y recita para sí entre flores amarillas de carnavalito su último poema. “Estoy medio ciego, por lo menos si fuera Borges”, dice bromeando.

José Antonio Terán Cabero nace el 29 de febrero de 1932. Cumplirá este mes 23 años. Y no los 92 que dice su carnet de identidad. Hace un tiempo, un amigo vaticinó el día de su muerte. “Morirás el día de tu cumpleaños en año bisiesto”. Y el “Soldado” se ríe, esperando ese día. Nace en El Paso, a ocho kilómetros de Tiquipaya (“soy estas campanas / de un domingo rural”). Padre es Manuel Terán Cornejo, sastre cortador, becado en Buenos Aires para aprender el oficio. Antonio vestirá trajes de varón a la perfección. Y escribirá: “mi padre me devuelve / la dulce historia de sus manos / y el hilo de mi sastre”.

Madre es María Clara Cabero, profesora de primaria en colegios de barrio. “Ella misma se puso Julia Clara, se llevaba a los alumnos y alumnas de escasos recursos a la casa para seguir enseñando; las niñas me pellizcaban”, dice el “Soldado” entre sonrisas, otra vez. “Ahí comencé a adquirir malos hábitos”. Fue la suya una infancia muy pobre (“dónde si aquí muere / un niño hambriento / y allá engordan los cerdos”). En aquellos años no tiene apenas pan para comer, queda malherido viendo la culpa dibujada en el rostro de padre y madre.

El semblante del poeta en fotografías en diferentes épocas.
El semblante del poeta en fotografías en diferentes épocas.

(“Hoy estuvo mi padre a visitarme / lo bueno de la muerte es que no sella / algunas puertas / lo bueno de estar vivo es que las llaves / las guardamos nosotros”).

La casa de Terán Cavero está repleta de libros y cuadros, cuadros de amigos pintores. Junto a la mesa del almuerzo hay un paisaje del maestro Gíldaro Antezana, en el “living” un Carlos Rimassa (arquitecto y hombre de teatro), un Luis Luksic (también poeta y hombre fuerte del PIR), un Ponciano Cárdenas (también poeta). Por las escaleras que dan a su escritorio/biblioteca, un Raúl Lara. “Me vendían sus obras a cuotas y venían a la casa para cobrar y charlar, charlar y cobrar”. Hoy están todos muertos, están pintando otros sueños, sueñan su propio olvido.

De la infancia cambiando de casa por doquier a medida que la madre pasaba de un colegio a otro, no tiene apenas recuerdos. Vienen —eso sí— de vez en cuando sabores y olores, árboles y frutos que le devuelven mágicamente al pasado, a la madre (“Yo soy tu tumba, madre”). La fragancia del batán con llajua, los tomates, el ají. “Era un ritual ver a mi madre alrededor del batán, como si celebrara una misa”. La casa que más recuerda está en la calle Bolívar entre San Martín y Lanza en Cochabamba. Recuerda que era una casa con goteras, con un bañador recibiendo el agua de la lluvia. 

(“Y las plurales alabanzas / con que mi madre en el batán oraba / melodiosa la llajua / en el altar de piedra / incienso los aromas / salvaje y pura la mañana / el fervor de un instante / en la belleza de los signos / por fin la brujería de la luz / bien al fondo de las cosas / y este amoroso oficio que ahora surce / harapo con harapo / lo que el supino dios ha dispersado”).

Dos de sus hermanas han muerto ya. Amanda y Glorian Nancy. Quedan dos hermanos: Oscar Manuel y Carlos. Jura Antonio que le falla la memoria pero se acuerda incluso de las inundaciones de 1940 cuando el río Rocha rebalsó por la caída de una presa construida aguas arriba en el puente Siles, camino a Sacaba. El agua anegó la plaza principal de la Llajta, la plaza Colón y el colegio donde estudia Antonio, el Sucre. El “Soldado” recuerda los libros de su madre llenos de barro y una virgen flotando por la 25 de mayo.

En una finca de unas tías en Machajmarca, camino a Sivingani, pasa las vacaciones y aprende quechua. La cocina es su lugar favorito del mundo. Ama escuchar las leyendas que cuentan las mujeres. Poco a poco entiende todo lo que narran en quechua. Esos olores y esas palabras también se quedarán para siempre.

Cuando sale del colegio, quiere estudiar Filosofía y Letras. Y parte a La Paz. De esos días, recuerda solo una clase de dos horas de Roberto Prudencio Romecín, fundador de la carrera en 1944.  “Aquella mañana el maestro venía de pasar toda la noche en el velorio de su hijo y nos habló dos horas seguidas de la muerte; fue una clase magistral que nunca olvidaré”. La muerte comienza a penetrar la obra y vida del “Soldado” Terán. Negociará con ella, la negará mil veces “una y otra vez con un poema ardiendo entre las manos”.

El poeta piensa ahora en ella con curiosidad y tranquilidad. “La muerte está en uno mismo, uno nace con su muerte”, me dice, ahora sin bromear.  Y se pregunta qué pasará después. Y entonces recuerda un cuento de Borges sobre mundos paralelos donde los muertos logran volver de vez en cuando y se pasean entre los vivos. Y entonces pasan esas cosas raras y mágicas donde uno cree haber visto a un amigo muerto paseando por las calles que caminó. A Terán Cabero le ha pasado eso con sus amigos fallecidos y estos días de enero fantasea con que él también pueda escapar en un tiempo y pasear por Cochabamba para que sus amigos, nosotros, creamos haberlo visto otra vez.

(“¿En qué surco de agua ignota / me siembras esta noche y en qué extraño / país me resucitas?”).

El poeta no dura mucho en La Paz y vuelve a su Cochabamba. La Revolución del 52 le agarra en la Llajta. El “Soldado” Terán no va a disparar un solo tiro. Las balas “dum dum” van a salpicar de sangre su cara. Y cuando tenga que disparar, no lo hará porque no quiere matar por la espalda. Todavía se acuerda cómo Lechín protegió la vida de varios falangistas que se habían rendido en una iglesia cerca de la laguna Alalay.

Cuando todo pasa, ingresa en la facultad de Derecho de la Universidad Mayor de San Simón. Son tiempos de libertad, bohemia y lectura, de caminar solo por la noche (“Si esta noche es una noche del destino / bendición para ella hasta que llegue la aurora”). Terminará siendo licenciado en ciencias políticas, jurídicas y sociales. Su examen de grado versa sobre los servicios públicos en Bolivia. En esos años universitarios se junta con la bohemia cochala y hace parte de la Segunda Gesta Bárbara, filial Cochabamba. Aprovecha a escribir sus primeros poemas en los tediosos días del servicio militar. La noche comienza a penetrar la obra, vida y cuerpo del poeta. Será siempre un insomnio de palabras, remará hasta el final de la noche, perseguido por el desvelo, entre las once y las seis. El poeta “Soldado” Terán existe para devenir en noches de insomnio.

El ‘Soldado’ terán en un viaje a China
El ‘Soldado’ terán en un viaje a China

(“Cuando acabe la noche / no estaré ya en mi cuerpo”).

Cuando llega —con cachucha al costado y uniforme militar— a las reuniones de la Segunda Gesta Bárbara, el paceño Julio de la Vega lo bautiza como “Soldado”. Se quedará con ese mote toda la vida. Jura Antonio que no tiene la memoria de antes pero todavía se acuerda de aquellas reuniones dominicales de la Gesta. Eran en los locales de la Academia Man Césped en la acera oeste de la plaza principal. Llegaba Julio de la Vega, que estaba estudiando Derecho en Cochabamba, y estaban Jaime Canelas y Gonzalo Vázquez Méndez (fundadores en 1948); el alma del movimiento Gustavo Medinaceli Gutiérrez (fallecido tempranamente en 1956 a sus 33 años), Armando Soriano Badani, Héctor Cossío Salinas, Mario Rolón Anaya, Daniel Bustos y Oscar Arze Quintanilla (y sus “poemas desamparados”).  Hoy están todos muertos, todos menos Arze y Terán, los últimos poetas vivos.

(“salir de aquel espacio donde moran las garras /  los tigres del insomnio  y la palabra nunca /  yacer de nuevo en la luz de sus cabellos / beber ese perfume que canta en la voz de nuestros muertos / encender los arroyos que esta tarde visitaron tu cuerpo / recoger los pequeños pedazos / algunas aguas esos ojos un libro / lo poco que ha quedado / lo sobrevivido como trémulo candil / en las corrientes subterráneas / una ráfaga de estrellas / un acorde en medio de la sorda nostalgia / y negarse a morir”).

En esas reuniones que terminan en chicherías se habla de poesía y política, se leen poemas y cuentos. Se alistan revistas, se toca música. Se charla de arte, pues caen también a la tertulia los pintores. Se celebran veladas bufas. Todos tienen un objetivo: escandalizar a la burguesía cochabambina. También hay mujeres como Teresa Laredo, Cristina Quiroga y Beatriz Schulze, quien llega desde La Paz. “Una noche, a Julio de la Vega se le ocurrió armar su propio velorio. Se difundió por todo lado que se había suicidado y todos nos juntamos en la Academia para velarlo. Se había rumoreado que la causa del suicidio era una negativa o engaño de su novia, que se llamaba Ninoska. Entonces, en medio del velatorio y rodeado de flores y coronas, Julio se levantó del cajón y encaró a la chica que no daba crédito”.

Todos los “bárbaros” terminan quemando sus corbatas y simpatizando con el PIR, Partido de la Izquierda Revolucionaria. O casi todos. Son rebeldes, son iconoclastas, son libres. Terán es el “soldado y poeta, triste parodia del Mariscal de Ayacucho” (Gróver Suárez dixit).

Con uno de sus poemas
Con uno de sus poemas

(“Te digo que no es / eso que llaman dios / fuego impiadoso esa guadaña / escucha al sigiloso viento de la montaña / sabia escucha / eterno es el fermento de los astros / y el hilo de ruca / quinientos años / de papel de estraza / no pueden desmadrarnos / ni es hora de morir / bajo el violento seco inútil / látigo de una hoguera”).

De las chicherías donde van a parar los “bárbaros”, el poeta se acuerda de una cerca del Matadero y de otra que tenía un pianista ciego, llamado Anselmo. Es el mismo pianista que Mario Vargas Llosa (que estudió primaria en la Cochabamba de los 40) retratara para siempre en su novela La casa verde. Antonio se hace amigo de don Anselmo, que tiene fama de loquito. “Una noche lo vi tocando en su piano una cueca. Era La mentirosita. La tocaba y me decía: me estás oyendo, se está metiendo la mentirosita. Pidió una botella de singani, se levantó del piano, subió al altillo y no despertó nunca más”.

En 1963 Antonio Terán Cabero publica su primer poemario, Puerto imposible, editorial Canelas. “Fue durante tiempo el libro más solicitado de la Biblioteca Municipal de Cochabamba pues los estudiantes pensaban que era sobre la Guerra del Pacífico y la pérdida del Litoral y lo pedían para hacer tareas antes del 23 de marzo”. El poemario no habla de mares robados sino de la “infranqueable pared del tiempo”, de “la eternidad del beso insatisfecho”, de amor, de muerte y soledad. El universo fragmentado comienza a penetrar la obra del “Soldado”. En palabras de Eduardo Mitre: “es una poética de la fragmentación que corresponde a la experiencia de la dispersión, no la visión multifacética de la realidad sino el contorno social y cósmico que se manifiesta como una presencia caótica y agresiva”.

El cuentista Jorge Suárez escribe sobre su ópera prima: “cada imagen es un pájaro que se destruye contra un cerco de cristal. Es importante no dejarse atrapar por esa aparente lujuria del verbo y penetrar más bien en su concepto de trascendentalidad constantemente dolida. Es un paso audaz sobre abismos de soledad y espanto”.

(“Esta herida profunda ya no es solo la noche / la historia de zapatos demasiado andariegos / o la inútil esquina de la canción de siempre / ya no es solo la boca insatisfecha / ni tus senos sin miedo a mi reclamo / ya no es solo el amor / esta herida profunda se desvela a sí misma / ¿qué importa que los sueños / inauguren la tierra cada día?”).

Su primer trabajo, después de salir de la universidad, es en la Asociación Nacional de Mutilados e Inválidos de la Guerra del Chaco, AMIG. Antonio funge de secretario, ayuda a escribir cartas, reparte azúcar, arroz, harinas y enlatados a los mutilados del Chaco Boreal. Y escucha sus historias. Son los cuentos de los “sach’a-balea”, los que solo habían disparado a los árboles; de los “dedos de mapa” (los que agarraban un mapa del Chaco y decían “aquí he luchado yo, aquí he estado yo”). Luego entra a trabajar a la alcaldía y pasa por todas las oficinas y pupitres, arranca de auxiliar y secretario responsable de correspondencia; pasa de directivo de servicio a oficial mayor y asesor del concejo.

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Es para entonces un poeta de fin de semana, un poeta de noche. De día es un funcionario de la municipalidad, de noche (también) es periodista. El rigor está siempre. El diario El Mundo (propiedad de Víctor Zannier, ex PIR, a la postre su cuñado) necesita un editor de la sección Internacional. Antonio terminará haciendo de todo: radiotelegrafista, redactor de noticias falsas, corresponsal, fotógrafo, editorialista. “Cuando no teníamos material para la sección, me inventaba tragedias: Terremoto en Bombay y cosas así”.

Su bautismo como periodista de calle llega en febrero de 1960. Un Douglas DC-4 del Lloyd Aéreo Boliviano se estrella poco después de despegar de Cochabamba (iba dirección a La Paz) en la laguna Huañacota. Mueren los 55 pasajeros y los cuatro miembros de la tripulación. “Nos avisaron y no había ningún fotógrafo de guardia, me dieron una cámara y me largaron al lugar, cuando llegué no hice otra cosa que pisar cadáveres”. La noche comienza a penetrar la obra y vida del “Soldado” Terán; es la cicatriz dejada por las madrugadas de cuartel, por las amanecidas de periódico.

Para aquel entonces cada vez que se enamora, se casa. Lo hará tres veces. Con Aida Zannier tendrá un hijo (Marco Antonio); con Elisabeth Oporto, dos (Sergio Rodrigo Villar y Claudia Jimena); y su tercer matrimonio es con  Carmiña Roncal, nieta del compositor Simeón Roncal y sobrina del cineasta Hugo Roncal. ¿Será por eso que “camina cantando con todo el cuerpo”? ¿Será por eso que hay tantas “coplas inútiles” y cuecas escondidas entres sus poemas?

(“Cantando alrededor de una fogata / mañana cuando me vaya / ¿con qué corazón me iré?”).

En las postrimerías del nacimiento de la guerrilla de Teoponte (a mediados de 1970), Antonio es tentado a unirse a los guerrilleros del “Chato” Peredo. El cuñado (y jefe) Víctor Zannier (el hombre que entregará el diario y las manos cortadas del “Che” en La Habana) es un hombre próximo a los “elenos”. Iba a seguir el barco de “Benjo” Cruz pero finalmente se queda en tierra. Será un náufrago toda la vida.

Tienen que pasar casi 20 años para que su segundo poemario vea la luz, Y negarse a morir (1979).  En 1998, Antonio gana el primer premio municipal del Festival de Sucre. Son dos mil dólares y la publicación del poemario. No recibirá nada. Cuando pregunta a la alcaldía de la capital, en la gestión de Germán “Chunka” Gutiérrez, siempre le responden lo mismo: “está en trámite”. Cuando el poeta reclama ante el Tesoro Municipal, escucha esto: “el acta del jurado se ha extraviado y alguien cobró su cheque”. Es la primera vez que saca plata de su bolsillo y publica —por bronca— ese libro. Es un poemario de sonetos, es De aquel umbral sediento. Nadie es capaz de escribir sonetos como lo hace el “Soldado”.

(“Ahora que es entonces y es la hora / de narrarte en el agua mi hechicero / quisiera en otra pascua abrevadero / de vida y no de muerte seductora”).

En 2003 gana el Premio Nacional de Poesía, Yolanda Bedregal. Una amiga, Vilma Tapia Anaya, lo anima para participar. “Solo tenía dos amigos en el jurado y gané”, bromea otra vez. Uno de esos cuates es Jesús Urzagasti que dice después: “la poesía de Terán Cabero es una poesía acabada que tiende sus ramas a este presente”. Rubén Vargas Portugal (también poeta) añade: “A los ojos de Terán, las cosas, los seres y los aconteceres se revelan desde el fondo del tiempo, imperiosos, pero sin nostalgia ni culpa”. Y Vilma (también poeta) remata: “La obra de Antonio tiene el vigor de una unidad poco frecuente en la creación artística, en ella el inicio tuvo la fuerza del proceso. La inseguridad, el descreimiento, la angustia, el dolor, propios del vivir, son resistidos y sobrellevados en esta poesía con una vitalidad que transcurre enérgica y se desplaza hacia algo más, algo que está lejos de ser catastrófico”.

El poeta recibe al periodista Ricardo Bajo en su casa
El poeta recibe al periodista Ricardo Bajo en su casa

El “Soldado” Terán ha dedicado versos a sus amigos escritores muertos: Edgar Ávila Echazú, Renato Crespo Paniagua, Edmundo Camargo, René Bascopé Aspiazu. Y también a los colegas que alumbraron sus noches de insomnio, de once a seis: Nabokov, Huidobro, Malraux, Pizarnik. En la charla nunca se olvida de Quevedo, del Siglo de Oro y de sus amados románticos alemanes/ingleses. Holderlin es dios. Y si lo apuras al “Soldado”, se pone a cantar de nuevo temas de la Guerra Civil Española y su resistencia antifascista.

El poeta de la sangre y el tiempo ha escrito harto de la muerte como coartada. Ya no tiene miedo de morir, ya siente la eternidad cansada. Sigue cultivando una “apasionada adhesión a la vida” (Igor Quiroga dixit). Ha escrito sobre el suicidio, sobre esas ganas de irse, por culpa de su tendencia autodestructiva, por culpa de aquella infancia herida. “Dijo Camus que ese es el único tema filosófico importante”.

El poeta de la muerte y de la noche comulga desde hace tiempo con la tierra y los ancestros. Sabe que recordar es inventar la mayor parte. “A estas alturas, ya no sé si lo que recuerdo es porque lo he vivido o porque lo he leído”. Me dice que la memoria es silenciosa e insomne, “un frágil temblor”; me cuenta que sus poemas son testamentos que deberán ser leídos más allá de su muerte. El poeta que se niega a morir se está pasando de vivo, como le dijo un día Julio Barriga (también poeta). Cuando cruzo la puerta de su casa, junto a los carnavalitos amarillos en flor, el poeta me regala su última frase: “mi consejo es que te mueras a tiempo”.

(“Soy tal vez ese olvido que jamás te olvidó”).

Texto y fotos: Ricardo Bajo Herreras

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