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De Vargas Llosa a Bob Dylan

Mario Vargas Llosa ha defenestrado los merecimientos de Bob Dylan para el Nobel de Literatura. “Debe ser un premio para escritores y no para cantantes”, dijo, displicente.

Sea intencional o casual, es altamente significativo que el premio Nobel desafíe la esclerosis de una cultura hegemónica, clasista y excluyente; porque en el reconocimiento a la obra de Dylan, la Academia Sueca acaba de dar señales de apertura hacia aquello que en la cultura contemporánea emerge como poético, trascendiendo las limitaciones del poema en tanto categoría única.

Antes de la palabra es la poesía. Es decir, la poesía es anterior al poema. Es el origen, la fuente; o lo que el taoísmo entiende como “orden natural de la existencia, que en realidad no puede ser nombrado, en contraste con las incontables cosas ‘nombrables’ en las que se manifiesta” (Wikipedia). El poema,  cuando le alcanza, es apenas una manifestación de la poesía, entre muchas otras manifestaciones posibles. El poema es una formalidad de orden y estructura, variable según convenciones de tiempo y lugar. La poesía, en tanto, es un rango de la vida; un engendro en la sensibilidad de quien se disponga conectarla, ya sea en el aire, en alguna circunstancia, en el paisaje, en los misterios del mundo o en la interioridad del ser. Un proceso que no siempre deviene poema. De este modo, ni siquiera la palabra es condicional a la poesía; ni dicha, ni escrita. Porque “la poesía siempre es un todo. Las demás artes, si son artes, son poesía. Al ser algo, somos poesía, si no, no somos. La poesía une, vincula; cuando somos, somos uniones”, sentenció el argentino Antonio Porchia en un alegato poético más allá de la literatura.

Lo que perturba a Vargas Llosa es que el Nobel haya transgredido las demarcaciones de la palabra escrita y con estructura simbólica, para entrar a valorar otras posibles construcciones poéticas, como la canción, donde la sonoridad de la palabra articula un lenguaje desde las pulsiones más instintivas de la naturaleza humana; o como el idioma coloquial con el que la ciudadanía se expresa cotidianamente; o como la sociedad representada en sus aspectos más crudos y controversiales. El Nobel de 2016 reconoce jerarquía poética a todo esto que la literatura academicista normalmente destierra a priori bajo supuestos de “calidad”, muy cuestionables y —desde luego— variables de generación a generación y de cultura a cultura; por lo tanto, subjetivos.

Jaime Sáenz dejó otras pautas al respecto: “El poeta —y se dice poeta al creador— ha de crear antes que nada la substancia de su creación, por cuanto no podrá crear sino con esta substancia la obra de su creación. Quiere decir que sólo se podrá crear después de haber creado, no antes” (sic). La “substancia de su creación” en Dylan está, entre otras cosas, en la impulsividad del canto, en la expresión literaria sin rebuscamientos, en su militancia con la colectividad humana; es decir, en opciones asumidas por posicionamiento existencial previo al acto creativo propiamente tal. Así, Dylan es un poeta en todo el sentido de la palabra.

Llama la atención que el escritor peruano/español descalifique el galardón a Dylan por considerarlo un síntoma más de la “frivolización social y cultural” que tanto él mismo condena, cuando en verdad su propia vida y obra circulan por el mundo como un espectáculo de máxima frivolidad editorial, social y política. ¿De qué nos habla? Y por si fuera poco, termina preguntándose con arrogancia si los suecos “no le van a dar el premio el próximo año a un futbolista”. Vargas Llosa desprecia a Dylan, desprecia al fútbol, desprecia a todo lo que no se parezca a lo que él hace y lo que él representa. ¡Inadmisible!