El malestar ciudadano se ha hecho evidente en Chile, como en otras latitudes, en los últimos tiempos. Expresión de ello son las manifestaciones públicas, la indignación ante los casos de corrupción y abuso (en la política y en el mundo empresarial), la elevada abstención, la critica a los conglomerados tradicionales. En nuestro presente, los representados están inconformes con los representantes.

Esta situación nos habla de la nueva realidad política que vive Chile, sobre la cual hay diversas interpretaciones. Es claro que el proceso chileno ya no gira en torno a la dualidad democracia-dictadura de finales del siglo XX, ni tampoco alrededor de las vicisitudes de la transición que le siguió. El Chile del siglo XXI combina los importantes avances producto del crecimiento económico de los últimos años con los elementos de desigualdad. A mediados del siglo pasado Chile tenía 50.000 universitarios; hoy, la educación superior alcanza a más de un millón de estudiantes. La apertura comercial brinda bienes y servicios en abundancia, aunque muchas veces su acceso solo es posible mediante el endeudamiento. Las nuevas tecnologías modernizan nuestra economía y nuestra sociedad, al tiempo que generan una ciudadanía exigente de sus derechos, aunque muchas veces poco presente en la participación pública. Pareciera que una parte de la población pensara que enviando un puñado de mensajes ya participa, creándose una engañosa participación virtual frente a un objetivo abstencionismo.

El presente revela una sociedad donde la hegemonía está en disputa. Un oficialismo disminuido respecto a su fuerza original, diversos movimientos sociales (No + AFP, contra el lucro en la educación, otras demandas sociales) que cíclicamente animan la coyuntura, y una oposición de derecha que curiosamente no puede liderar el descontento, porque muchas de las demandas de los movimientos sociales critican buena parte de su obra. Es difícil pensar que la derecha que defendió las instituciones surgidas del liberalismo extremo pueda hoy ponerse a la cabeza de los movimientos sociales que las critican.

Pero si bien hay una hegemonía en disputa y un escenario político muy líquido, Chile posee una institucionalidad asentada, que en estos casos provee de mecanismos legitimados y eficientes para que se procesen las diferencias. Uno de esos mecanismos es el proceso electoral de renovación de los mandatos. Este se despliega y corresponderá a la ciudadanía, en su momento, emitir el veredicto que oriente cuál ha de ser el rumbo de la nación frente a los diversos temas ya instalados en la agenda.

La realidad cotidiana puede mostrar muchos disensos en la sociedad chilena, pero junto a ellos existe un sólido consenso respecto a que las discrepancias se pueden y deben dirimir democráticamente. Ningún actor nacional relevante se resta a esta afirmación. La democracia chilena conoce de la alternancia, y su estabilidad no depende de ningún personalismo.

Al mismo tiempo, los chilenos podemos tener diversos y fuertes disensos respecto al rumbo del país, pero tenemos un amplio consenso en defender nuestra comunidad y nuestra soberanía. Si alguien piensa que las discrepancias que caracterizan nuestro proceso doméstico son síntomas de debilidad, se equivoca rotundamente.

Los chilenos podemos tener muchos disensos, pero en torno a nuestra soberanía poseemos un sólido consenso, una gran cohesión nacional y, además de esa voluntad, hemos construido una capacidad política, diplomática y estratégica que la respalda.