Bolivia y su ‘zona de confort ambiental’
La crisis ambiental que vivimos se debe a nuestras propias falencias y no tanto a la polución mundial.
Resulta interesante observar cómo recientes acontecimientos han comenzado a alarmar a la población debido a nuestra vulnerabilidad como país frente al cambio climático. Esto se podría deber al famoso “fenómeno de la rana en la caldera”, pues en este tema no estamos hablando de acontecimientos nuevos, sino más bien de una serie de advertencias que se han registrado en los últimos años, que tanto autoridades como la población han pasado por alto, y que hoy por hoy representan problemas serios.
Repentinamente nos hemos dado cuenta de que las prioridades usuales de poder, política, ideología e incluso economía y el fútbol son simples piedras en el zapato comparando con lo serio y aterrador que puede resultar el no tener a nuestra disposición el elemento más esencial para la vida: el agua. En mi opinión, éste así como el resto de los problemas ambientales del país parten de la posición adoptada por la ciudadanía desde hace un poco más de una década a la que denomino nuestra “zona de confort ambiental”.
Bolivia se puede considerar un país de población pequeña, que en teoría respeta a la Pachamama y que no aporta al cambio climático en grandes proporciones. Resulta fácil para nosotros decir: “claro, nuestros glaciares están desapareciendo, y no llueve como antes, pero todo es culpa de las grandes potencias que hacen y deshacen el ecosistema mundial”. Sin embargo, hemos estado prestando poca atención a nuestras propias falencias, que probablemente están aportando más a las crisis ambientales del país que la polución a gran escala de las grandes metrópolis del mundo, y que por lo general se superan con menos drama.
Por ejemplo, no se necesita ser un científico para saber que en el país se registran un promedio de 40.000 incendios por “chaqueos” al año en nuestra selva amazónica y que cada uno de ellos genera calores exorbitantes que atentan contra los glaciares de la Cordillera Real. Además, se ha comprobado que la ceniza de estos incendios forestales se adhiere a los mantos blancos de las montañas, acelerando su derretimiento al disminuir su capacidad refractiva de los rayos del Sol. A ello cabe añadir que los incendios forestales aportan grandemente a las sequías, a la desertificación por las emisiones de carbono y al incremento de temperaturas.
Por otro lado, encuentro gran cinismo al hablar siquiera del tema del ahorro de agua, cuando contaminamos miles de galones de este vital elemento por día en los ríos que atraviesan la sede de gobierno, Choqueyapu. Y lo propio ocurre con el resto de los ríos y lagos aledaños a las ciudades del país, ¡incluso aquellos que han sido nombrados maravilla natural del mundo! Es habitual pasar nuestros días procrastinando respecto a la crisis ambiental, sin darnos cuenta de que el verdadero problema se encuentra en nuestra cancha.
La respuesta de Bolivia ante el cambio climático no se debe limitar solamente a planes de contingencia, que ahora seguramente serán anunciados por decenas de aquí en adelante como grandes propuestas de gobiernos regionales y centrales, sino más bien en cambiar desde la corteza nuestros propios aportes a la crisis climática, y de una vez por todas ser responsables por nuestro medio ambiente más allá de los discursos.
Son muchas las acciones que se deberían haber priorizado hace más de una década para evitar la crisis que actualmente vivimos, tales como la forestación de especies nativas en las laderas de las zonas glaciares para cosechar agua, la purificación de nuestros ríos, el freno a la deforestación en el país, etc.; pero lastimosamente el agua ya está hirviendo en la caldera y nuestra rana tiene pocas chances para poder saltar; ojalá las tomemos antes de que sea demasiado tarde.