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Soberanía y realismo

La magnitud de las repercusiones internacionales sobre la muerte de Fidel Castro y la participación de representaciones de alto nivel de los poderes emergentes del mundo en los actos de su despedida son muestras visibles del particular protagonismo que ha logrado Cuba en los asuntos globales, fortaleza que contrasta con el modesto peso demográfico y económico de ese país.

Esta excepcionalidad tiene que ver con el papel que desempeñó ese país, un poco por el azar y la voluntad de sus dirigentes, en una serie de encrucijadas que marcaron a fuego vivo la historia mundial: la crisis de los misiles, las guerras poscoloniales en África, las vicisitudes heroicas y trágicas de la izquierda en el continente americano y la compleja relación que la isla caribeña estableció con Rusia y China durante y después de la Guerra Fría.

Haber colocado y mantenido a Cuba en el mapa de la política mundial durante decenios es sin lugar a dudas uno de los grandes legados de Fidel. Situación que además se fue construyendo a partir de una defensa intransigente de la soberanía y de la autonomía de una pequeña nación frente al mayor poder geopolítico y económico del globo. No es poco ni fue fácil y son, quizás, esas cosas que siguen dando fuerza simbólica al proceso cubano.

Tampoco hay que olvidar que esa intransigencia nacionalista convivió con una astuta e inteligente política exterior, que supo ser pragmática cuando se lo requería. Es decir, la posición externa y la capacidad de resiliencia de la Revolución cubana fueron el producto de decisiones inteligentes de sus líderes, de operadores políticos y diplomáticos profesionales, y de una lectura realista de los difíciles contextos en los que tuvieron que desenvolverse.

Con mucha frecuencia se le reclama pragmatismo y un abandono de posiciones ideológicas a la actual política exterior boliviana, olvidando que cualquier política responde siempre a alguna orientación particular sobre las prioridades y valores que una sociedad debería asumir. A veces el supuesto “pragmatismo” se confunde con una preferencia por una adaptación automática y sumisa de la política nacional a los lineamientos de algunos poderes externos que nos exceden en fuerza.

Con sus luces y sombras, la experiencia cubana nos muestra, al contrario, que no hay incompatibilidad entre una férrea defensa de la soberanía con una aproximación flexible de las alianzas y relaciones internacionales de todo signo que puedan protegerla, y un aprovechamiento inteligente del poder simbólico de ciertas situaciones. Para lograr esto se requiere, por supuesto, de audacia y claridad estratégica e ideológica, pero igualmente de una capacidad de leer con realismo las tendencias del contexto y mucha flexibilidad táctica. Los políticos bolivianos tienen bastante que aprender en este ámbito, de Fidel y de la generación política que lo acompañó.