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Bolivia en el Consejo de Seguridad

El 1 de enero de 2017 Bolivia ocupará, por tercera vez en la historia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), una poltrona como miembro no permanente en el Consejo de Seguridad. Esa encomienda ostentó dos veces anteriores, la primera en el régimen militar de Barrientos (1964-1965) y, la segunda, durante la dictadura castrense (1978-1979). Lamentablemente, entonces, la presencia boliviana pasó casi desapercibida, y sus personeros solo levantaban la mano para votar, mirando previamente si sus mandantes naturales hacían lo propio. O bien repetían en soliloquios reflexiones expresadas anteriormente por sus cofrades del Consejo.

Hoy, cuando el Estado Plurinacional ha proyectado una activa política exterior, más allá del espacio latino-americano, correspondería actuar en consecuencia, elaborando doctrina y sustentando posiciones respecto a los puntos emergentes de la agenda internacional, con cuerpos teóricos de apoyo, basados en investigaciones previas, sin alinearse solo emotivamente con una u otra alternativa. Evitando, además, los discursos estridentes, aquellos en que adjetivos sonoros tratan de reemplazar los diagnósticos razonados.

Entre los temas sensibles susceptibles a surgir en el bienio venidero estará el sempiterno entuerto entre Israel y la causa palestina. Al respecto, Bolivia tiene una posición definida que la deberá enarbolar, toda vez que sus vínculos con el Estado judío están rotos. Otro tópico es la lucha contra el terrorismo en general y contra el Estado Islámico (Daesh) en particular. Tampoco está cerrado el caso de la anexión de Crimea al dominio ruso ni la injerencia saudí en Yemen, al medio de los probables escenarios de fricción entre los miembros permanentes del Consejo. Sin embargo, un factor imprevisible brotará, ciertamente, de la percepción que sostenga frente a los puntos evocados la nueva administración norteamericana, porque su adalid, Donald Trump, ya advirtió su aversión a la actual maquinaria multilateral.

Inútil remarcar que el actual representante permanente del país ante la ONU no podrá, en solitario, cubrir todas las delicadas obligaciones que reclama semejante responsabilidad en aquel ágora de la problemática planetaria. No requerirá alabarderos que adornen su bancada, si no operadores diplomáticos, académicamente aptos, diestros en las lenguas de trabajo y familiarizados en hurgar los archivos onusianos para preparar las carpetas de antecedentes acerca de los candentes tópicos en debate; registrando las diversas opciones que puedan aplicarse en la adopción de recomendaciones, decisiones y resoluciones que hubiera menester. Ese comportamiento evitará azarosas consultas a rusos o a estadounidenses, buscando orientación y ofreciendo gestos comedidos de sometimiento.

Triste sería desperdiciar esa privilegiada ocasión de dar brillo a la delegación nacional, que, por su dimensión geopolítica, no es precisamente portavoz de una potencia, pero cuyo severo análisis y conclusiones concordantes podrían incidir en ofertas adecuadas para la preservación de la paz mundial. Indudablemente, es el momento propicio para proclamar una política externa soberana e independiente. En suma, para Bolivia, su presencia en tan elevado foro, es una especie de examen de grado de la diplomacia plurinacional.