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Complejo militar-industrial

/ 18 de diciembre de 2016 / 04:00

Los conceptos son como la moda: siempre vuelven, así que nunca los tires, solo guárdalos en un altillo.
El 17 de enero de 1961, en su discurso de despedida, el presidente Dwight D. Eisenhower avisó a los estadounidenses contra el poder adquirido por lo que famosamente denominó el “complejo militar-industrial”. Estados Unidos, señaló Eisenhower, había pasado de carecer de un ejército e industria de defensa que merecieran tal nombre a disponer de unas Fuerzas Armadas de más de 3,5 millones de personas e invertir en su seguridad más que todos los beneficios empresariales de sus grandes corporaciones juntos.

Si su advertencia causó un profundo impacto fue precisamente por provenir de un militar que, una vez en el gobierno, había experimentado de primera mano la capacidad de presión que esa industria había adquirido. Esa influencia, señaló el general, se hacía sentir en cada ayuntamiento, legislatura estatal u oficina federal. La Guerra Fría nos impone la necesidad de disponer esos recursos, aseguró Eisenhower, pero no podemos dejar de ser conscientes de las graves implicaciones de haber concedido tanto poder a esa industria.

Vean ahora lo que está ocurriendo con la formación del gabinete del presidente Trump, donde predominan los militares, los empresarios provenientes del sector financiero y petrolero y los ideólogos ultraconservadores —menos una mujer, por cierto, todos varones—; un Gobierno donde, sin duda, los intereses particulares de este peculiar complejo militar-industrial van a campar a sus anchas.

Se sospecha que Trump quiere acercarse a Moscú, y se dice que secretamente —o no tan secretamente—, admira a Putin. Pues este gabinete es la mejor prueba: no podría parecerse más a esa combinación de hombres provenientes de los aparatos de la seguridad (siloviki, les llaman en Rusia), oligarcas vinculados a las finanzas y la energía e ideólogos del nacional-estalinismo que gobierna Rusia. Si el viejo Ike levantara la cabeza y viera que, acabada la Guerra Fría, Estados Unidos iba a imitar a Rusia…

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‘Expats’

/ 8 de febrero de 2016 / 04:00

El gobierno de David Cameron, ese elitista convertido en populista con el fin de derrotar al populismo que le gana terreno dentro y fuera de su partido, pretende reducir la inmigración, o su coste para las arcas públicas británicas, introduciendo discriminaciones en los beneficios sociales a los que pueden acceder los inmigrantes.

No se trata de una cuestión que afecte solo a polacos, búlgaros, rumanos o estonios: las estimaciones dicen que hay casi 200.000 españoles en Reino Unido, sin que sepamos cómo se verían afectados por ese recorte de derechos. Ninguno de ellos es “emigrante”, son ciudadanos europeos que ejercen un derecho tan esencial para el funcionamiento y la legitimación de la Unión Europea como lo es la libre circulación de mercancías, capitales o servicios.

Reino Unido es la plaza financiera del euro sin haber adoptado la moneda de la eurozona y sin haber puesto una sola libra en los programas de rescate que la han salvado del colapso. Se beneficia de los programas del presupuestario comunitario, pero recibe un reembolso anual, el cheque británico, que nadie más recibe. Y no participa en el espacio Schengen, lo que significa que todos los ciudadanos británicos pueden circular libremente por el continente sin enseñar el pasaporte mientras que todos los demás ciudadanos tienen que enseñarlo al entrar en Reino Unido. No es una relación especial, como dice Cameron, sino especialísima en su asimetría y falta de justificación.

Ahora, con una situación cercana al pleno empleo (5% de paro), el Gobierno británico exige un “freno de emergencia” para limitar la inmigración. Hay que reconocer que los británicos son unos virtuosos del lenguaje y de la diplomacia. Estén en Dakar, Murcia, Amman o La Paz, los británicos nunca son inmigrantes, sino expats, expatriados. Pero cuando te instalas en Reino Unido, da igual que seas un ciudadano comunitario, un miembro de la Commonwealth o un ciudadano del mundo, eres un inmigrante. En España distinguimos entre residentes comunitarios, residentes extracomunitarios e inmigrantes en situación irregular. Pero esos matices allí no valen: la cosa es arrojar unos inmigrantes al volcán del populismo a ver si aplacamos a la fiera. Pero igual le despertamos el apetito aún más.

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