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Monday 14 Oct 2024 | Actualizado a 09:25 AM

Cinco mitos sobre Pearl Harbor

Fue el Gobierno de Estados Unidos el que empujó al imperio del sol naciente hacia la acción militar.

/ 21 de diciembre de 2016 / 07:15

Primer mito: Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial luego del ataque japonés en contra de la base naval de Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941. Realidad: el Gobierno norteamericano estuvo participando en la Segunda Guerra Mundial desde mucho antes del ataque japonés, ya fuera proveyendo equipo bélico y otros tipos de asistencia a los beligerantes afines, escoltando embarcaciones mercantes británicas, persiguiendo a las de bandera alemana, “manteniendo una que otra refriega con los submarinos alemanes” (Hastings, 2013), congelando los activos financieros de los adversarios e incluso consolidando un embargo petrolero contra el imperio de Japón.

Segundo mito: antes de Pearl Harbor, Estados Unidos estaba en paz con Japón. Realidad: EEUU ya había tomado medidas de guerra económica contra en su contra desde julio de 1939, condenando al Estado nipón al aislamiento comercial y al desabastecimiento de recursos estratégicos. Cabe considerar que la inexistencia de una conflagración generalizada no se puede equiparar a las condiciones de la paz.

Tercer mito: el ataque de Japón obligó a Estados Unidos a ingresar en la Segunda Guerra Mundial. Realidad: el presidente Roosevelt ya era favorable a la opción bélica en favor del Reino Unido, Francia y la China de Chiang Kai Shek, pero no hallaba la manera de conseguir unidad en la población estadounidense para que lo apoyara en la decisión de participar en una terrible guerra extracontinental. Desde un punto de vista estratégico se puede decir que, con la Nota Hull (un decálogo de drásticas condiciones que se le exigieron a Japón para continuar por la vía diplomática) y el estrangulamiento económico-comercial, fue el Gobierno de Estados Unidos el que empujó al imperio del sol naciente hacia la acción militar, todo con el objeto de conseguir el tan requerido casus belli que permitiera unificar a la opinión pública estadounidense y legitimar el proceder del gobierno.

Cuarto mito: el ataque japonés tomó por sorpresa al Gobierno estadounidense. Realidad: aunque el presidente Roosevelt dijera en su discurso del 8 de diciembre que “los Estados Unidos de América fueron repentina y deliberadamente atacados” por el imperio de Japón, toda la evidencia indica que las tensiones entre estas dos potencias aumentaron gradualmente a partir de 1939, transitando todo el camino que agotara las instancias diplomáticas, incluyendo diálogos entre los jefes de gobierno, hasta llegar al punto en el que la inteligencia estadounidense recolectó suficiente información y el Gobierno previno efectivamente a sus fuerzas del Pacífico contra el inminente ataque japonés.

Quinto mito: el ataque fue muestra del carácter belicoso e irreflexivo del imperio del sol naciente. Realidad: desde que Estados Unidos se mostrara decidido a interferir activamente en contra de los intereses imperiales de Japón, los líderes nipones con poder de decisión se vieron inmersos en un intenso debate que debía inclinar la balanza en favor de una de las siguientes dos terribles opciones: i) asumir la humillación de abandonar los intereses imperiales, y luego cruzar los dedos para que el Reino Unido, Estados Unidos, la Unión Soviética e incluso la China de Chiang Kai Shek no arremetieran contra su país; ii) atacar primero, salvar el honor imperial y entrar de lleno, aunque con bajas probabilidades de éxito, en una guerra contra Estados Unidos, guardando la esperanza de que los aliados fascistas de Europa obtuvieran la victoria, y así, de milagro, terminar en el bando vencedor.

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Arte, proscrita del gobierno

Desestimar el arte y combatirla es solo el signo de un gobierno que está corto de vista

/ 9 de junio de 2020 / 05:10

Mozi, un filósofo chino que vivió entre los años 468 y 391 anteriores a la era cristiana, desarrolló una filosofía tendiente a la austeridad y a una especie de utilitarismo social que dictaba que las acciones (sobre todo las políticas) debían medirse por su contribución al mayor bien social.

Esa manera de pensar puede parecer razonable –sobre todo en tiempos de hambruna y escases, como en la China de Mozi, o de pandemia y cuarentena, como en Bolivia y el mundo ahora–, pero también puede resultar engañosa y mezquina. Por ejemplo, queriendo aplicar la economía a todo lo humano, buscando administrar de manera eficiente los recursos escasos, Mozi llegó a sugerir que la música y la danza debían ser abandonadas, porque no servían a ningún propósito útil.

A un mensaje similar han respondido los sectores artísticos de Bolivia ayer, protestando en redes sociales con el lema: “Soy artista, no soy un gasto absurdo”, que –aunque no se trata de una contestación a algo que la presidenta Jeanine Añez haya dicho letra por letra– viene a ser una reacción legítima de repudio a lo que las acciones del gobierno dicen por sí solas; a saber: que está en guerra contra el arte.

En primer lugar, no hay que olvidar que los artistas bolivianos han quedado en una situación de total desamparo por parte del gobierno nacional. Un claro ejemplo –entre muchos– es lo denunciado por medios de prensa a finales de mayo: el gobierno todavía no ha pagado la suma total de los premios a los ganadores de los concursos nacionales de literatura.

En segundo lugar se puede mencionar el ominoso decreto 4231, firmado por la presidenta Añez el pasado 7 de mayo y que le permitía al gobierno ejercer control sobre los contenidos de la producción artística en el país. Por fortuna, la población y los medios de prensa forzaron al gobierno a dar marcha atrás en este caso.

En tercer lugar se tiene que el 28 de mayo la presidenta decretó (D.S. 4245) que las iglesias pudieran beneficiarse con una flexibilización de las normas de cuarentena, de manera que tendrían permitido empezar a congregar personas en sus templos –hasta el 30% de la concurrencia habitual–, mientras que la apertura de cines y teatros –y en general todo tipo de actividad artística pública– quedó explícitamente prohibida. De nuevo fueron las presiones sociales las que lograron que el gobierno diera marcha atrás en esta medida arbitraria y reñida con toda lógica que no sea la de la discriminación.

A esto se suma la reciente eliminación del Ministerio de Culturas.

En fin, se podría seguir enumerando acciones con las que el gobierno actual demuestra que entiende al arte como lo hacía Mozi, como un gasto absurdo o una serie de actividades inútiles. No obstante, el desestimar el arte y combatirla es solo el signo de un gobierno que está corto de vista, por lo que cabe hacer resonar dos pronunciamientos al respecto.

El primero, del editor boliviano Alexis Argüello, quien, en entrevista con el periódico *La Razón*, dijo: “En esta situación (de cuarentena total) se ha visto que lo único que nos queda son los libros, las artes, así que es momento de hablar de su importancia”. El segundo, del ya fallecido escritor argentino Ernesto Sabato, quien en sus días supo admitir –con gran lucidez– que el arte es la única actividad del espíritu humano que puede salvar a las personas de la crisis total en la que está inmersa la humanidad.

Juan Carlos Zambrana Gutiérrez es novelista, cuentista y articulista.

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Análisis del libro ‘Destrucción de Naciones’

La historia no oficial de Bolivia es una pieza clave para superar la incomprensibilidad y el desconcierto.

/ 28 de julio de 2017 / 04:18

La historia de Bolivia está saturada de paradojas y hechos incomprensibles, de modo que quienes se asoman a echarle un vistazo no pueden dejar de experimentar una inquietante combinación de estupefacción y desconcierto. Y es que la historia no oficial de Bolivia, ese relato que ha permanecido velado a los ojos del mundo, protegido bajo la categoría de “clasificado” dentro de los archivos del Departamento de Estado de Estados Unidos, es la pieza clave para superar las paradojas, la incomprensibilidad y el desconcierto, aunque no se pueda eludir del todo la estupefacción.

En efecto, solamente es posible comprender la nebulosa historia contemporánea de Bolivia si se accede primero a la crónica que explica los mecanismos del saqueo y el sometimiento que fueron impuestos por poderes foráneos; si se comprueba el indignante concepto que la voracidad extranjera tenía de este país; si se abren los ojos al chantaje y la extorsión a la que Estados Unidos tenía sometida a Bolivia por medio de la “ayuda” o “asistencia”; y si se desentierra el relato en el que los representantes del Gobierno estadounidense no solo celebraban la pobreza boliviana y promovían la represión en contra del pueblo que resistía sus imposiciones, sino que también intervenían directamente como fatales cómplices de la derecha contrarrevolucionaria, llegando al extremo de promover el asesinato de los líderes revolucionarios.

Hace falta entereza para controlar las náuseas que provoca el observar la activa participación política de la Iglesia católica, alineada a los intereses de Washington; el patológico entreguismo local; la discriminación de orden racial y cómo la falta de escrúpulos hizo posible que el Gobierno de EEUU se sirviera del racismo. Es menester asistir al más espantoso drama de deshumanización de la política en la que los revolucionarios asesinados, ya fuera que se contaran en decenas o en millares, solo eran mencionados como meras cifras que se sumaban al precio que los bolivianos tenían que pagar por el delito de resistirse al saqueo y la injusticia.

También hay que asistir a la tragedia de la derechización de la revolución, y ver a la política boliviana convertida en una puesta en escena, “una tragicomedia”, en palabras del autor del libro Destrucción de Naciones, en la que los líderes locales se doblegaban en privado ante Estados Unidos, mientras que en público hacían sonar las fanfarrias celebrando reivindicaciones huecas solo para limpiar su imagen de títeres sin dignidad que habían sacrificado la soberanía nacional.

Hay que mirar en los documentos que demuestran que el poder económico de la potencia del norte puede destruir naciones sin que los pueblos puedan identificar siquiera al destructor, y construir, además, naciones antagónicas, totalmente contrarrevolucionarias.

Sobre todo, es necesario reconocer que Bolivia fue el conejillo de indias de Estados Unidos, en el cual experimentó y perfeccionó unos mecanismos de dominación que formaron parte de una sutil y efectiva tecnología sociopolítica que podía implementarse en el mundo entero para evitar que la izquierda revolucionaria llegara al poder, y para derechizar a todo gobierno reivindicacionista.

A partir de ese relato oculto, y con la fuerza de las evidencias, Destrucción de Naciones se constituye en un libro capaz de liberar a la historia política contemporánea de Bolivia de esa incomprensibilidad que hasta ahora se ha tenido que abrazar con una resignación casi insoportable.

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Fidel: el paladín del bienestar colectivo

Sin el espíritu del líder cubano ninguna revolución socialista hubiera sobrevivido en el continente.

/ 5 de diciembre de 2016 / 10:55

Mi padre y mi madre son personas de libros, y como tales dejaron sembrada la casa de innumerables ejemplares que descansan en la superficie de los muebles más diversos. A falta de espacio, algunos de ellos yacen escondidos dentro de los cajones de mesillas y otros están amontonados en grandes aparadores, esperando a que alguien se detenga alguna vez a retomar la lectura de sus páginas y a conversar, como dijera Carlos Ruiz Zafón, con el alma del autor, plasmada en un medio que seguramente vivirá más que sus cuerpos de carne y huesos.

Cuando empecé a estudiar Relaciones Internacionales en la universidad, comencé también a forjar una relación más estrecha con esos ejemplares a los que más de una vez acudí a quitarles el polvo para dejarlos hablar. Una de las personas con las que esos libros me comunicaron, algunas de las cuales lograron hacer pervivir su alma por más de 2.400 años (por ejemplo Sócrates), fue el líder revolucionario Fidel Castro, quien me apareció de frente, con una mano levantada y el dedo índice bien extendido, como quien está a punto de aclarar alguna cosa muy importante. Su imagen había sido capturada e impresa sobre la portada de un pequeño librillo titulado La deuda impagable de América Latina y sus consecuencias imprevisibles. Tomé aquel librillo y lo trasladé a mi mesa de noche. A partir de ese momento empecé a tener contacto con las ideas revolucionarias del gran líder cubano.

De más está decir que su enérgica personalidad y su carácter tenaz son rasgos llamativos de lo que fuera su persona en vida, que captan la atención de quienes leen y escuchan sus palabras (aún hoy, por el milagro de los medios audiovisuales), pero lo que más ha llamado mi atención acerca de Fidel en todos estos años fue su espíritu imbatible, caprichoso (como muchos se atreven a señalar, equivocándose al creer que ese calificativo pueda resultar peyorativo a la hora de aplicársele al líder cubano) a la hora de defender la utopía activa del comunismo, así como su proyecto de sociedad socialista.

El régimen de Fidel Castro en Cuba tuvo y tiene muchas imperfecciones y problemas, es cierto, pero también es cierto que sin la imperturbabilidad del espíritu revolucionario del gran líder cubano ninguna revolución socialista hubiera sobrevivido en el continente bajo el influjo, la presión y el intervencionismo de Estados Unidos, país que orquestó, financió, e incluso protagonizó una segunda edición de la cacería de brujas, pero esta vez a nivel continental y dirigida en contra de todos los comunistas, incluso en regímenes democráticos (Weiner, 2010; Boron, 2012; Zambrana M., 2015).

Ante la muerte de esta distinguida personalidad, no puedo sino recordar que el 16 de octubre de 1956 Castro se defendía ante los tribunales cubanos con un alegato que titulaba “La historia me absolverá”, en el que dio voz a millones de trabajadores oprimidos que sufrían las injusticias de un régimen dictatorial y de extremada desigualdad. Cincuenta y nueve años de revolución cubana nos han enseñado que todas las necesidades humanas básicas pueden ser garantizadas para cualquier población por el poder de los esfuerzos y el compromiso colectivos; que la excelencia científica, la buena salud y la total escolaridad son derechos universales perfectamente realizables; aunque también nos enseñó que Estados Unidos es capaz de desconocer durante décadas el voto de los países del mundo (ahora solo con dos abstenciones: de Estados Unidos e Israel) en favor de la suspensión del embargo económico a la isla caribeña, como parte esencial de su lucha en contra de la izquierda en la región.

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El fantasma de Hiroshima

Esas bombas hicieron su trabajo demasiado rápido, sin hacer distinción entre civiles y militares.

/ 10 de agosto de 2016 / 04:17

Como profesional de las relaciones internacionales procuro siempre una mayor comprensión de los factores causales que determinan la conducta de los estadistas y los altos mandos militares, pero en estos primeros días de agosto mi mundo de certezas adquiridas volvió a tambalearse. Ante mí, una taza de café, y en la pantalla del computador la imagen de una seta de proporción metropolitana se alzó altiva en su volátil y efímera existencia hasta alcanzar a tocar las nubes, desde donde contempló, implacable, las sombras de 120.000 víctimas (White, 2012) que nada pudieron hacer para resistir tan repentina destrucción: se reproducía el video en el que el Niño Pequeño (Litle boy) convertía en cenizas y en despojos humanos a los pobladores de la ciudad japonesa de Hiroshima, el 6 de agosto de 1945.

Contemplé aquella nube de muerte, y a su reencarnación, Hombre gordo (Fat man), que hizo su espantosa aparición tres días después, en la ciudad japonesa de Nagasaki, terminando con la vida de 49.000 de sus habitantes. —Cómo pudo el presidente de Estados Unidos decidir una medida como ésta, me pregunté, sobre todo cuando la victoria absoluta de los aliados en la Segunda Guerra Mundial no dependía del uso de bombas atómicas en áreas urbanas. Esas bombas hicieron su trabajo demasiado rápido y sin hacer distinción entre civiles y militares.

Me sumergí en los libros en busca de respuestas, y el historiador británico Eric Hobsbawm ofreció una explicación. En Historia del Siglo XX apuntó que una de las transformaciones que las dos guerras mundiales trajeron consigo consistió precisamente en que “los gobiernos democráticos no pudieron resistir la tentación de salvar las vidas de sus ciudadanos mediante el desprecio absoluto de la vida de las personas de los países enemigos”.
Disconforme, me apresuré a consultar a otros historiadores, y me sorprendió la cantidad de opiniones que apuntan en el mismo sentido. Entre ellas la de

Max Hastings, autor de Se desataron todos los infiernos, en donde declara que “en el transcurso de la guerra había sido necesario realizar muchos actos terribles para avanzar en la causa de la victoria aliada; también hubo que asistir a matanzas enormes. En agosto de 1945, para los jefes aliados, las vidas de su propia gente terminaron siendo muy apreciadas, y las de sus enemigos, muy prescindibles”.

Empecé a sentir náuseas, y entonces comprobé que Hobsbawm supo atribuir esta conducta a dos factores causales: el paso de la guerra masiva a la guerra total, y la nueva impersonalidad con la que se combatía. Respecto de esto último escribió: “Lo que había en tierra bajo los aviones bombarderos no eran personas a punto de ser quemadas y destrozadas, sino simples blancos. Jóvenes pacíficos que sin duda nunca se habrían creído capaces de hundir una bayoneta en el vientre de una muchacha embarazada tenían menos problemas para lanzar bombas de gran poder explosivo sobre Londres o Berlín, o bombas nucleares en Nagasaki”.

En suma, agosto es un mes difícil para mi consciencia histórica, porque si bien han pasado 71 años sin que las armas nucleares se hayan vuelto a utilizar en la guerra, pienso que aquel desprecio absoluto por la vida de las personas de países enemigos pervive hoy en día en la mente de algunos estadistas y en sus altos mandos militares, materializándose en las zonas de guerra, pero con mayor discreción.

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Engendros del intervencionismo

El intervencionismo suele degenerar en males mayores que aquellos a los que se pretende combatir

/ 22 de septiembre de 2014 / 06:50

Los líderes de una treintena de países han prometido su apoyo a la “ofensiva global” que el Gobierno de Estados Unidos dirige contra el grupo terrorista del Estado Islámico (EI). La indignación ante el inhumano comportamiento de los yihadistas es natural, y asimismo lo es la adhesión a una estrategia multilateral dirigida a combatirlo. Sin embargo, si la solución al problema del terrorismo internacional resulta esquiva es porque no se estudian adecuadamente las causas y los factores agravantes de este problema, o porque este conocimiento no transciende en la forma de políticas adecuadas.

Un informe sobre terrorismo publicado en febrero por el Centro de Terrorismo e insurgencia de Jane (JTIC) registra un incremento del 150% en la actividad terrorista mundial en 2013 en comparación con 2009, y todo apunta a que esta tendencia se mantendrá en 2014, considerando la creciente actividad de Boko Haram (en Nigeria), el Frente al Nusra (en Siria) y Estado Islámico (en Irak), entre otros grupos terroristas que han copado la primera plana de los diarios noticiosos de todo el mundo en lo que va del año.

Los especialistas en seguridad internacional se han dado a la tarea de estudiar este fenómeno, pero existen algunos elementos que saltan a la vista de cualquier observador que emprenda un análisis del asunto. Por ejemplo, el nefasto rol del intervencionismo de los grandes poderes mundiales en Oriente Medio.

Algunos de los momentos más sobresalientes de la historia del intervencionismo en esta región son los acuerdos Sykes-Picot de 1916, el plan de las Naciones Unidas para la partición de Palestina de 1947 y la invasión de Irak en 2003, pero la guerra de Afganistán de 1979 resulta aún más relevante para echar luces al presente análisis. En aquella ocasión los soviéticos querían instaurar un gobierno maleable en Afganistán, y el Gobierno de EEUU decidió evitarlo, apoyando con armas y financiamiento a los guerrilleros islamistas conocidos como muyahidines. Posteriormente, el muyahidín Osama bin Laden (1957-2011) utilizó el entrenamiento y las armas provistas por EEUU para dar forma al grupo terrorista Al Qaeda, que opera en el ámbito internacional y que ha contribuido a la creación y el ascenso del mismísimo EI.

Lo que salta a la vista es que el intervencionismo suele degenerar en males mayores que aquellos a los que se pretende combatir. Por esta razón amplios sectores de la sociedad civil internacional desaprueban la política que el presidente Obama desea continuar aplicando en Siria, y que consiste en dar dinero, entrenamiento y armas a grupos insurgentes, con el argumento de que en esta ocasión serán para combatir a EI y no al presidente Bashar al Asad. Al respecto, el ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, Sergueí Lavrov, manifestó que no es correcto entender que haya grupos terroristas buenos y grupos terroristas malos solo porque medien “aspiraciones coyunturales de derrocar un régimen que Occidente considere indeseable.”.

En fin, el papa Francisco explica que las guerras de nuestro tiempo equivalen a una “Tercera guerra mundial combatida por partes”. Si uno de los frentes de esta guerra combate al terrorismo, habrá que aprender de los errores del pasado y reconocer que la provisión de armas a grupos insurgentes ha sido una política fallida que ha producido engendros como Al Qaeda y EI.

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