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Thursday 25 Apr 2024 | Actualizado a 15:53 PM

Nos queda Merkel

 Los refugiados representan una nueva conciencia moral que no huye ante los  dilemas humanos

/ 28 de diciembre de 2016 / 03:49

En 1517, Martín Lutero procedió a colgar sus tesis contra el catolicismo en las puertas de la iglesia de Wittenberg. Reflejaban un estado de indignación moral frente al orden eclesiástico. Hoy, 500 años después, la canciller alemana, Ángela Merkel, se presenta para reafirmarse en sus convicciones casi desde el mismo lugar que el rebelde protestante: “Aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa”.

Desde un imperativo ético, Merkel responde ante su pueblo con un discurso valiente, reconociendo con naturalidad su responsabilidad y sus limitaciones. Frente al pretencioso despliegue de fuerza (y testosterona) de Hollande, la Canciller no habla de “guerra contra el terror”, ni decide bombardear Siria unilateralmente, ni activar una estrategia intergubernamental fuera de las instituciones de la Unión Europea. Sabe que, declarando un estado de guerra, todo lo demás pasa a un segundo plano; que la retórica del miedo solo alimenta a los buscadores de votos, y que el terror se perpetúa a sí mismo porque en realidad carece de Ejército: no se puede destruir con bombas.

La Canciller nos está diciendo que no hay seguridad emocional, pero que ella está ahí. Y ofrece su apoyo a quienes han defendido y se han esforzado por sacar adelante su política de acogida de refugiados.

Así, los refugiados representan el nacimiento de una nueva conciencia moral que no huye ante los insoportables dilemas humanos. Hay estados emocionales que, por el contrario, necesitan poner rostro a la inseguridad: “estos son los muertos de Merkel”, como dijo uno de los líderes de Alternativa para Alemania (AfD). La inseguridad representa ese afán por buscar monstruos fuera de nosotros. Los enemigos nos atan y moldean desde fuera en una “decisión existencial colectiva”, según Carl Schmitt, confiriéndonos la seguridad de pertenecer al clan de los elegidos. O cuando Donald Trump, con cierto regusto bíblico de cruzada contra Occidente, dice que “los terroristas islámicos asesinan continuamente a cristianos en sus comunidades”.

Merkel sabe que esos discursos alivian, pero no dan con la raíz del problema, y los opone a la fuerza de la convicción moral, por muy impopular que resulte. Al final, va a ser cierto que se ha convertido en la única líder política digna de tal nombre.

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‘Primavera patriótica’

El ‘brexit’ ha dejado de ser un proceso circunscrito a un país para convertirse en el de un continente.

/ 2 de julio de 2016 / 02:36

Una ola de patriotismo invade Europa. Ese emblema, Primavera patriótica, fue el elegido por ocho líderes de la ultraderecha europea hace una semana con la jefa del Frente Nacional a la cabeza, Marine Le Pen, en la ciudad de Viena.

En realidad, Primavera patriótica es el discurso ganador del brexit, porque éste ha dejado de ser un proceso circunscrito a un país para convertirse en el síntoma de un continente. Europa ya se había brexitado antes de que se produjera el resultado británico. Al declive de los Estados soberanos le acompaña en un movimiento de melancolía política, esa “democracia amurallada” a la que llaman patria. Este es el marco ganador: la Europa de las naciones, la Europa a la carta, la soberanía de los pueblos.

En un momento en el que la desigualdad es transnacional, como lo son las comunidades de riesgo, el terrorismo o la inseguridad ambiental de la que nadie habla, incluso el populismo de izquierdas reacciona retomando marcos y valores conservadores. Por mucho que se quiera edulcorar la idea de patria hablando de soberanía del pueblo, en realidad el debate político está delimitado por un marco conservador que no se resignifica, más bien se refuerza.

La patria no es una situación política, es una emoción. Cierto que el material del que está hecha la política son las emociones, como han demostrado importantes sociólogos. Pero esas emociones se pueden politizar en muchos sentidos, y más importante aún, son susceptibles de vincularse a principios y valores que pueden ser progresistas o conservadores.

El marco de “la patria” conforma una visión política de repliegue sigue una línea de demarcación bajo la lógica de quién pertenece y quién no, quién es pueblo y quién no. El valor en juego es la preservación. Difícilmente puede hacerse compatible con un sentimiento de pertenencia a un espacio político común bajo la identidad de una ciudadanía europea. Porque el valor en juego aquí es el de la solidaridad. Esa solidaridad solo es posible cuando hay conciencia de pertenecer a una misma comunidad política más allá de las fronteras nacionales. A esto se quiso llamar “ciudadanía europea”, el marco progresista que ha perdido.

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Puede España ser un laboratorio político?

El resultado de las recientes elecciones generales en España confirman la posibilidad de ensayar Estados auténticamente plurinacionales.

/ 28 de diciembre de 2015 / 04:00

El día de las elecciones, un periodista de France Culture decía que “en España los dos candidatos de los partidos emergentes tienen juntos la misma edad que Bernard Tapie, de 73 años”. Y añadía: renouvellement  (renovación, en francés). Al día siguiente, el periódico The Guardian no cesaba de hacer guiños a España enviando tuits. “¿Cuál es el estado de ánimo de España?”, preguntaba en uno de ellos. Un periodista de una cadena de radio nacional suiza me decía estos días: “En España se ha abierto desde hace tiempo un escenario apasionante. Es un verdadero laboratorio político”.

A veces es más útil observar cómo nos contemplan los otros para saber qué nos está sucediendo. Por ello, tiene sentido que reflexionemos sobre esta pregunta que viene formulada desde fuera; ¿es España un laboratorio político? ¿Representa el ensayo de las transformaciones que se están viviendo en los países europeos?

Primero, y a la luz de los resultados, habría que hablar de la capacidad de supervivencia de la socialdemocracia. Como ocurrió en Francia en los comicios regionales celebrados este diciembre, la socialdemocracia resiste. Pero tan importante como subrayar esa capacidad de supervivencia lo es reflexionar en torno a las condiciones de posibilidad de la misma.

Los partidos tradicionales siguen manteniendo una línea defensiva, mientras los emergentes despliegan la línea ofensiva; inducen a la movilización, generan ilusión en sus votantes y altos niveles de implicación en sus bases. Además activan a los ciudadanos que desde hace tiempo permanecían en los márgenes de la acción política, y seducen a las generaciones jóvenes que aún no han desarrollado un sentimiento de identifica-ción partidista.

Esta profunda diferencia entre una y otra forma de obtener votos tiene que ver, en segundo lugar, con la capacidad de liderazgo. Tanto en Podemos y sus coaliciones electorales como en Ciudadanos se observa un liderazgo que no tiene correlación en los partidos sistémicos; ni en el PSOE ni el PP hay liderazgos con ese nivel y capacidad de movilización. El PP se resiste a hacer el relevo generacional que piden a gritos sus bases, y Pedro Sánchez no acaba de construir credibilidad ni proyectar autenticidad.

Mientras, los nuevos animales políticos están siendo capaces de canalizar el descontento. En este sentido, será interesante ver la pugna por el liderazgo en la izquierda del eje de la nueva política entre Pablo Iglesias y Ada Colau. Ambos tienen en común la articulación de un discurso antiestablishment.

Este discurso está relacionado, en tercer lugar, con el planteamiento de alternativas a las políticas económicas predominantes en Europa. Se presentan como otra manera de hacer política, con discursos de regeneración que afectan a las formas, pero también al fondo del sistema, con la posibilidad de recuperar la acción política.

En España, esto se ha vinculado con un movimiento previo de la sociedad que procede del 15-M. Desde hace tiempo disfrutamos de una ciudadanía activa, vigilante, interesada en la política, participativa y generadora de nuevas técnicas comunicativas a través de redes digitales. Las elecciones no representarían más que la institucionalización de la renovación de esos valores y creencias que previamente habrían despertado en nuestra sociedad y que han acabado afectando para bien a todas las fuerzas políticas.

Pero además, en último lugar, los resultados confirman la posibilidad de ensayar Estados auténticamente plurinacionales. Es un desafío difícil que tiene el peligro de convertir el Parlamento en otra cámara de representación territorial y anular aún más al Senado.

Frente a la izquierda socialdemócrata liberal, resulta llamativa la articulación de una izquierda nacionalista popular presentada bajo la rúbrica de la “nueva política”, cuando habíamos pensado que lo novedoso sería el salto a identidades supranacionales en vez de identidades de clase que activan primordialmente una adscripción territorial, la más vieja de las adscripciones. ¿Están los territorios por encima de los ciudadanos? El proyecto europeísta en ellas brilla por su ausencia. Pero, por otra parte, la forma en la que resolvamos el reconocimiento de esta plurinacionalidad puede condicionar la manera en la que Europa organice las
distintas sensibilidades nacionalistas de la Unión.

Se nos ha dispuesto un escenario complejo. Todo lo que se abrió hace tiempo en realidad acaba de empezar. Pero lo más importante es haber desplegado la posibilidad de resetear un sistema político sin partidos xenófobos y antieuropeos. Deberíamos aprovechar la ocasión para ser vanguardia de Europa.

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