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Experiencias religiosas sin conversión

Uno de mis pasatiempos es coleccionar lo que podríamos llamar experiencias religiosas sin conversión; esto es, historias de laicos modernos que han tenido experiencias al parecer sobrenaturales pero sin que eso los haya impulsado a convertirse a ninguna fe religiosa en particular.

En cierto sentido estas historias son más interesantes que las experiencias místicas que confirman o inspiran fuertes creencias religiosas, pues nos llegan directamente sin pasar por el aparato teológico.

Son como datos en bruto, como materia prima, la sustancia que muestra cómo seguirían siendo las experiencias espirituales si mañana llegaran a desaparecer todas las religiones organizadas.

Los siguientes son algunos de los casos más conocidos. En 1987, Alfred Jules Ayer, filósofo británico positivista y azote de todas las religiones, murió a los 77 años de edad, pero a las pocas horas volvió a la vida.

Posteriormente, publicó un relato sobre su experiencia después de la muerte, en la que hubo repetidos intentos de cruzar un río, y “una luz roja, en extremo brillante y también muy dolorosa, responsable del gobierno del universo”. Jules mantuvo su ateísmo, pero declaró que su experiencia había “debilitado ligeramente” su convicción de que la muerte “vaya a ser mi fin”.

Cuando era joven, en los años 60, el cineasta Paul Verhoeven, conocido por dirigir las películas Robocop y Showgirls, andaba deambulando por las calles y decidió entrar en una iglesia pentecostal.

Allí, de pronto, sintió “el descenso del Espíritu Santo… como si me rebanaran la cabeza con un rayo láser y se me incendiara el corazón”. En ese tiempo, él se encontraba lidiando con el embarazo no deseado de su entonces novia; luego de que ella se sometiera a un aborto, él tuvo la aterradora visión de un ángel vengador durante una proyección de King Kong.

Esas experiencias lo impulsaron a alejarse de cualquier cosa que fuera metafísica. Él declaró, tiempo después, que la cruda carnalidad de sus películas más famosas eran un intento de mantener a raya lo espiritual y las experiencias desestabilizadoras.

Barbara Ehrenreich, ensayista y atea de izquierda, tuvo sorprendentes experiencias de arrebato sin buscarlas cuando era adolescente. Acerca de ellas escribió en Living with a Wild God (2014), obra que no podemos llamar memorias religiosas. La clave está en lo “salvaje” del dios del título: Ehrenreich rechaza al Dios del monoteísmo porque el ser que ella encontró parecía más extraño, menos benigno y más amoral que el Dios que adoran todas las religiones.

Lisa Chase, esposa de la leyenda del periodismo de Nueva York Peter Kaplan, escribió un artículo para Elle Magazine sobre su experiencia de comunicarse con su marido después de su muerte en 2013, tanto por sí misma como a través de un médium. En su relato no hay ninguna mención a la religión organizada. Pero si lo leemos con cuidado, está claro que su búsqueda estuvo influida por el hecho de que bastantes profesionistas de Manhattan, liberales y con estudios superiores, también habían tenido experiencias como la suya.

William Friedkin, director de The Exorcist, nunca había visto un exorcismo cuando realizó su célebre película. Agnóstico confeso, él decidió recientemente “cerrar el círculo” y pasó un tiempo siguiendo al sacerdote Gabriele Amorth, exorcista del Vaticano, poco antes de que éste muriera a los 91 años. Friedkin relató su experiencia en la revista Vanity Fair hace unos meses. No fue una experiencia que lo convirtiera en ferviente católico, pero al parecer tampoco le quitó lo endemoniado.

A veces, en Navidad, escribo una columna que pellizcan suavemente a los ateos de corte austero, cuyas teorías parecen mal apareadas con el empirismo del universo y la materia prima de la vida humana.

Sospecho que muchos de ellos lo saben, de ahí el celo por buscarle sustitutos cada vez más chiflados a Dios. En el pasado era el multiverso; ahora es el universo como simulación; mañana, alguna aterradora y multicompetente forma de inteligencia artificial.Pero la inviabilidad del materialismo duro no significa, obviamente, que el cosmos confirme el paradigma judeo-cristiano. Y las experiencias sobrenaturales de quienes no son religiosos —beatitud cósmica, enigmas fantasmales, encuentros inclasificables y demonios declarados—no apuntan en favor de ninguna teología o visión del mundo en particular.

Yo podría hacer que las experiencias de Friedkin y Ehrenreich encajaran en la doctrina cristiana. Las de Ehrenreich no están tan distantes como ella imagina. Pero, ¿qué hay de la extraña luz roja de Alfred Jules y de la comunicación entre el difunto Peter Kaplan y su esposa? Si me acercara a este tipo de historias sin prejuicios podría echar mano del politeísmo o del panteísmo para explicar la variedad y la diversidad de todo lo que cruza ese velo de misterio.

Y no necesariamente serían formas reconfortantes de politeísmo o de panteísmo. Como cuestión estrictamente intelectual, yo tengo la plena confianza de que Dios existe. Sin embargo, en tiempos difíciles —y éste ha sido un año difícil en muchos sentidos— me pregunto si el Absoluto se relaciona con nosotros en la forma en que enseña mi iglesia, y si en verdad llegará el día en que enjugue todas las lágrimas y renueve todas las cosas que amamos.

Esa es la apuesta que nos ofrece la Navidad, año tras año. No es la famosa apuesta de Pascal sobre la existencia misma de Dios. Más bien, es una apuesta en favor del amor que Dios tiene por nosotros, una apuesta a que todas las variedades de experiencia religiosa, maravillosas, terribles e inescrutables deben de ser interpretadas a la luz de una experiencia específica que partió la historia en dos: la encarnación divina, un bebé llorando bajo una estrella titilante.

Las posibilidades de esa apuesta se sienten diferentes cada año. Cambian con alegría y sufrimiento, con tranquilidad y crisis, con salud y enfermedad; pero no he encontrado nada mejor. ¡Feliz Navidad!

* es escritor, columnista del New York Times. © The New York Times 2016.