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Legalización

Llegan las fiestas decembrinas y llega la familia a instalarse. No hay dónde meterse. Nos urge ir al baño, pero está ahí la prima, emitiendo sonidos que recuerdan el sufrimiento ontológico de Gregorio Samsa. Imposible arrellanarnos en nuestro sofá, porque está tomado por un batallón de sobrinitos pringosos. Abrimos el cajón de los calcetines, y sale la abuela.

Mis mecanismos de supervivencia al exceso de vida familiar siempre han sido modestos y poco eficientes. Suelo fingir arrebato frente a una novela larga y decimonónica, por ejemplo; y aparentar indignación si alguien me distrae. Pero a nadie le importa mi arrebato; a nadie le espanta mi indignación. Miembros más diestros de la familia espetan argumentos incontestables: clase de yoga. Salen a pasear y desaparecen 24 horas. Otros, los peores, están siempre metidos en la cocina, pidiendo favores imposibles a los demás.

Algunos encuentran la paz espiritual en la regurgitación de letanías de reproches ancestrales. Solo a unos pocos se les ocurre abrir ventanas, para dejar que entre el viento y sople el humor ligero del valemadrismo.

Tal fue el caso de una tía abuela de edad algo avanzada, cuyo nombre real me fue recomendado no divulgar. En el contexto sofocante de la mentalidad de rebaño al que obedecemos las familias cuando nos arrejuntamos navideñamente, esta tía abuela nos dio una lección de libertad. Ocurrió así. Una sobrina me llamó por teléfono desde un punto en la ciudad para informarme de que la tía abuela se sentía mal. Síntomas: sueño, sudor frío, palpitaciones, desorientación, esporádicos ataques de risa. Sugerí llamar de inmediato a los paramédicos. Mi sobrina hizo caso.

Llegaron —según su reporte— unos señores enormes, guapos, vestidos casi como astronautas. Mientras tanto, el resto de la familia fue informada de la situación. Cada uno reaccionó según su temperamento: llantos, pánico, bronca, ocultamiento de cuentas bancarias. Los paramédicos revisaron bien a la tía abuela y concluyeron que estaba sana, incluso muy sana. La sobrina los despachó, y fin de la emergencia.

Pero una vez que se fueron, la sobrina quiso indagar. Suspirando hondo, la tía confesó que esa tarde había ingerido unas gotas de THC (sustancia activa de la marihuana) por receta de un “amigo-médico”. La tía abuela no estaba enferma: andaba de parranda, tantito pacheca, viajando, agustilín, tripeando, hasta el queque, fifirifi, ida a la goma, lidiando con la familia como mejor se puede.

Dice la tía abuela que les diga: tengan todos unas muy felices fiestas y sí a la legalización de la marihuana para uso familiar.

* es escritora mexicana, columnista de El País.