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Las fronteras, espejo del país

El 26 de enero de 1977 conocí lo más parecido al fin del mundo, según las creencias anteriores a la redondez del planeta. Por un instante pensé que los antiguos debieron llegar a la frontera argentina colindante con Bolivia para sostener que la Tierra era plana y estaba sostenida por cuatro elefantes y una tortuga de mar.

Mi padre había decidido dejar la patria que lo cobijó 20 años, le dio una carrera universitaria (ingeniería), un trabajo digno en una empresa sólida, esposa, tres hijas y un hijo, para volver a la Santa Cruz prometida, la que la segunda generación de profesionales formados en el exterior quería construir  a partir del Comité de Obras Públicas de entonces. El sur se había convertido en un lugar incierto, doloroso, cruel, espantoso, en el que mamá debió quemar los libros que hablaban de libertad, justicia y un mundo para todos; mientras el sol refulgía en el cielo celeste, el bosque echaba sobre la piel el aroma de los eucaliptos y el trinar de los pajaritos, la escuela anexa a la UNLP se erguía brillante y compañera, los adultos empezaban a hablar en los lugares públicos a escondidas para que no se escuchara la verdad.

Recorrimos en el Renault Break los 1782 km que separan a la ciudad de las diagonales y Tartagal, atravesando medio país, deteniéndonos en cada retén de gendarmería, papá, documentos en mano, hija de acompañante como copiloto y los ojos como platos. En Tucumán, las armas empuñadas por los militares requisando sobre la ruta parecían menos ofensivas, desdibujadas por la lluvia. Era una película de soledad y tristeza con la promesa de que lo que vendría sería un mundo mejor.

A medida que nos acercábamos a la frontera, el paisaje se tornaba desolador. El cielo, además, se caía en cascadas. La fila de personas aguardando el turno para realizar el trámite migratorio hormigueaba en el barro pantanoso, entre brazos mojados cargando canastas cubiertas de plástico celeste y ofreciendo salteñas y golosinas de mala calidad. Niños con mocos, librados al azar, con padres que caminaban sin tomarlos de la mano, enormes aguayos y telas cosidas envolviendo bultos cuyo contenido era un misterio, camiones destartalados trasladando animales, personas y cargas como si fueran lo mismo.  Un funcionario y un policía eran los dueños del sello y de la autoridad; mientras afuera cruzaba como Pancho por su casa quien tuviera un vehículo que no quedase plantado más allá.

Han pasado 40 años desde entonces y guardo mi viejo pasaporte argentino como testigo de esa frontera que marcó con tatuaje de fuego mis primeros 13 años de ingenuidad. Volví a cruzar las fronteras bolivianas por varios lugares, al oeste, al sur y al este, de ida y de vuelta, varias veces, por diferentes motivos. Ahora hay menos barro cuando llueve, pero más muladar, muchos más bultos y muchas más personas que vienen y que van; los mismos niños librados a la suerte de la calle, desamparados ante los robos y los atropellos; la misma desprotección de quien pasa; la misma horrible sensación de inseguridad, de que por la mirada de quien te observa estás sujeto a un sello que te nieguen porque sí o que te salve, si deseas continuar. No hay orgullo nacional en las fronteras, ni postas, ni escuelas, ni planes de vivienda sociales, ni ley, ni civilidad. Solo el sello que te permite pasar si es que todo marcha bien para el funcionario y el policía. Afuera, a pie o en vehículo de alta gama o camión transnacional, sigue siendo tierra de nadie; con nada en los bolsillos y con millones para evadir o contrabandear.

Pienso en Trump y el muro que le encantaría levantar frente a nuestros vecinos, a lo largo de los 6.754 km de frontera que los separa, por donde les ingresa droga, informalidad, ignorancia, mano de obra que elige la esclavitud organizada al abandono y la de-sesperanza del sálvese como pueda mientras no se deje pillar. Quizá este tiempo de restauración del ridículo deje en evidencia tantos años de mentir que el cambio es un proceso, cuando en realidad casi todo sigue igual.