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El origen tiwanacota del Ekeko

Resulta interesante que en el siglo XIX el Ekeko haya vuelto a aparecer en la ciudad de La Paz.

/ 2 de febrero de 2017 / 04:25

Cuando el famoso historiador inglés Arnold Toynbee dijo en 1951, en su libro A Study of History refiriéndose a Tiwanaku que “la ciudad desierta cuya estupenda albañilería es la más notable de todos monumentos tempranos de la civilización andina en el altiplano”, no exageró en absoluto.

La investigación arqueológica llevada adelante posteriormente por Carlos Ponce Sanginés, y coadyuvada por el descubrimiento de la datación radiocarbónica, reveló que Tiwanaku fue la civilización preinkaica más avanzada de Sudamérica y que conformó un Estado que cubrió un territorio de 600.000 kilómetros cuadrados. También fue la cultura con mayor duración en la región, ya que apareció como una aldea hacia el año 1580 antes de Cristo, se convirtió en un Estado a principios de nuestra era y finalizó el año 1187.

Tiwanaku tuvo importantes logros tecnológicos, artísticos, sociales y políticos, muchos de los cuales fueron empleados posteriormente por el Estado Inka, que duró solo un siglo, entre los años 1438 y 1532, terminando a causa de la conquista española. En ese sentido, una analogía con civilizaciones antiguas del viejo mundo podría ser así: Grecia fue a Roma, lo que Tiwanaku fue a Inka.

Uno de los elementos comunes a las civilizaciones Tiwanaku e Inka fue el Ekeko o Ekako, originalmente perteneciente a la mitología tiwanacota, y que modificado formó también parte de la mitología inkaica.

El Ekeko corresponde a las épocas IV y V de Tiwanaku, vale decir entre los años 724 y 1187 de nuestra era. Se descubrieron ekekos en Tiwanaku, y seis estatuas fueron encontradas en la isla Titikaka, hoy Isla del Sol, por lo que se presume que en ese lugar estuvo su santuario.

El Ekeko tiwanacota es por lo general, una escultura en piedra que mide entre 43 y 47 centímetros de altura y representa a un hombre jorobado de cuclillas, que lleva una banda cefálica y en la mano derecha sujeta un caracol que sirve de trompeta. Estaba vinculado al trueno, al rayo, a la lluvia y por lo tanto a las buenas cosechas y la prosperidad.

El sacerdote Ludovico Bertonio, cuyo Vocabulario data de 1612, señaló que Ekeko y Tunupa son un mismo personaje: “Dios fue tenido de estos indios uno a quien llamaban Tunupa, de quien cuentan infinitas cosas. En otras tierras o provincias de Perú le llaman Ekako… uno de quien los indios antiguos cuentan muchas fábulas y muchos, aún en este tiempo, las tienen por verdaderas”.

Durante el inkario el Ekeko experimentó un cambio tanto en el material usado, como en lo estilístico. Los inkas elaboraron figurillas de ekekos de cuatro centímetros, de oro, plata y cobre, representando a hombres jorobados desnudos, de pie, con el pene erecto y un tocado en forma de cono.

Cabe recordar aquí la historia del Ekeko de 15 centímetros, tallado en piedra negra, que fue devuelto a Bolivia por el Gobierno de Suiza hace un par de años, la que fue relatada por Carlos Ponce Sanginés en su libro Tunupa y Ekako. Ese Ekeko fue llevado a Europa por Johann Jakob von Tschudi en 1858, quien tras emborrachar con cognac a los indígenas de Tiwanaku que lo resguardaban, compró la pieza. Al respecto, el estadounidense John Rowe opinó que se trataba de una pieza correspondiente a la cultura Pukara, dato erróneo y que se puede descartar fácilmente porque en la cultura Pukara no se encontraron efigies de jorobados, las que sí son frecuentes dentro de la cultura Tiwanaku.

Resulta interesante que en el siglo XIX el Ekeko haya vuelto a aparecer en la ciudad de La Paz, pero con nuevos cambios, esta vez representando a un varón vaciado en yeso y apropiadamente vestido, seguramente para no atentar contra la moral católica impuesta. Esta figura fue cargada posteriormente con alimentos y enseres en miniatura y en la actualidad, cada 24 de enero, es la figura central de la festividad paceña de Alasita. El Ekeko ha ganado popularidad con el tiempo y hoy en día tiene acólitos no solo en Bolivia, sino también en el extranjero.

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Grandes periodistas que partieron

Es justo hacer un homenaje a los periodistas que se adelantaron en el camino.

/ 9 de noviembre de 2016 / 05:59

La última vez que vi a Christian Galindo me lo encontré en la calle y tenía la misma dulce sonrisa de siempre. Había sobrevivido de milagro a un grave accidente automovilístico y me contaron que se había reincorporado al trabajo con la capacidad, ética y el ánimo de un gran profesional como era. En enero de este año, a los 44 años de edad, Christian se fue de este mundo a causa de una enfermedad, dejando un vacío en su familia, sus amigos y en la redacción de La Razón.

La vida pasa para todos, y en esta fecha de Todos Santos es justo hacer un homenaje a los periodistas que se adelantaron en el camino y con quienes, en algún momento de nuestras vidas, compartimos hermosos momentos en la redacción de La Razón, diario con 26 años de antigüedad por el que pasamos cientos de trabajadores y tres generaciones de periodistas, entre los que me cuento.

La partida de algunos por razones de edad es más comprensible, como Jorge Canelas o Jhonny Zeballos, quienes fueron en distintos tiempos director y subdirector de La Razón y que luego de dejar este medio dirigieron otros proyectos periodísticos. Pero ¿cómo asimilar la muerte de personas jóvenes, en la plenitud de la vida, arrastradas por la enfermedad, el crimen o el destino?

Tal vez uno de los más queridos fue el excelente reportero gráfico Edil Dávalos, quien murió en 2006 a causa del cáncer. Un año antes, Edil había sufrido un accidente aéreo, cuando cayó la avioneta en que viajaba para hacer una cobertura, junto al empresario Samuel Doria Medina. Tras el percance, la primera reacción de Edil fue llamar al periódico para pedir auxilio. Se dijo que el accidente precipitó su enfermedad.

En 2005 el destino se llevó al joven periodista Hernando Flores, quien se había desempeñado en el área de Seguridad. Un boquete se abrió en la avenida Costanera en el que cayó el auto en que iban Hernando y su amigo Ariel Fernández.

Muchos no olvidaremos la sonrisa y el ánimo alegre de Ingrid Rojas. Para contribuir a enfrentar los gastos de su tratamiento médico, sus compañeros de La Razón (encabezados por la siempre solidaria Patricia Cusicanqui), organizaron una fiesta a fin de recaudar fondos. Ingrid disfrutó la velada como siempre disfrutó de la vida.

El reconocido periodista deportivo Eugenio Aduviri fue asesinado por cogoteros cuando se dirigía a El Alto en un minibús en 2012, dejando enmudecidos de pesar a sus compañeros.

Ya van a ser dos años de la partida del maestro Gabriel Tabera, quien murió a los 52 años a causa de un infarto. Gabriel se desempeñó en La Razón a fines de los 90, posteriormente fundó la agencia Econoticias, presidió el Círculo de Periodistas de Economía y era, ante todo, un hombre de principios.

El año pasado se marchó, a causa de una infección, el editor de Tendencias Rubén Vargas, irreemplazable en el periodismo y en la literatura boliviana.

Diferentes causas, diferentes épocas, diferentes personas, con el común denominador de haber sido valiosos periodistas, hombres y mujeres valientes, trabajadores, grandes profesionales y en general maravillosos seres humanos a quienes siempre recordaremos con aprecio.

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¿Morirán sin castigo?

Ese trágico octubre, el gobierno de Goni ametralló a gente que solo pedía que se dejase de saquear al país

/ 22 de octubre de 2014 / 04:00

La noche de aquel sábado sangriento de 2003, radio Pachamama transmitía en directo desde El Alto voces desesperadas de quienes trataban de auxiliar a heridos y recogía muertos llevándolos en carritos de madera o a rastras a centros de salud, que en su mayoría estaban cerrados. Decían que habían ametrallado incluso una central eléctrica, y el pavor reinante era mayor a causa de la oscuridad.

Como si fuese una noche más, la plaza Abaroa sonaba como un panal de abejas. La gente bolicheaba como cualquier otro sábado, ignorante de lo que acontecía en El Alto, como si viviera en otro planeta. Los pocos que nos dimos cuenta de que había una masacre, sabíamos que al día siguiente, cuando despertasen, se encontrarían con una pesadilla. La mañana del domingo fui al mercado, donde los pocos puestos abiertos eran abordados por amas de casa, quienes, con la angustia reflejada en sus rostros, trataban de comprar lo que podían.

Los días que siguieron fueron de silencio y desabastecimiento. En los barrios paceños, la gente salía a la calle y hacía fogatas para protestar, en un verdadero levantamiento popular. Como no había gasolina, los mercados permanecieron cerrados y quienes vendían víveres lo hacían a escondidas y especulando.

Los que tenían trabajo iban a pie, a dedo, en fin, como podían. La información por los medios de comunicación era pobre. Entre las más fiables estaba radio Francia Internacional, cuyos informativos eran esperados con ansias. Después supe que las noticias que mis compañeros periodistas enviaban desde El Alto eran ignoradas por sus medios de comunicación gonistas: “aquí no pasaba nada”.

No había pasado mucho tiempo desde que Gonzalo Sánchez de Lozada asumiera por segunda vez el poder en 2002. Esa ocasión me pregunté sin cesar cómo era posible que quien había despojado al país de sus recursos y de su riqueza y había regalado YPFB, el LAB y Entel entre otras empresas a los extranjeros mediante la capitalización fuese otra vez presidente de Bolivia.

Y ese trágico octubre de 2003, el gobierno de Goni ametralló a gente pobre que solo pedía que se dejase de saquear al país. Los muertos fueron unos 70 y los heridos muchos más. Esos días hubo una manifestación popular que en lugar de ir a la casa de Goni, donde se encontraba, fue a la plaza Murillo y el capitalizador se salvó de morir linchado. Finalmente, Goni huyó como una rata.

Ese momento recordé los cuatro años de la capitalización, desde 1993 a 1997, en que desde las páginas del semanario Crítica y después desde el vespertino Post Meridium, casi en solitario, Carlos Ponce Sanginés (+), Andrés Soliz Rada, Eusebio Gironda y yo, entre otros pocos, combatimos ese proceso en medio de la adversidad, mientras don Manuel Morales Dávila era encarcelado en San Pedro por haber tenido el coraje de decir la verdad. Hoy, Gonzalo Sánchez de Lozada, Carlos Sánchez Berzaín y Alfonso Revollo viven protegidos en Estados Unidos, bien gracias. Y yo me sigo preguntando si morirán sin recibir castigo.

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Una revolución admirable

En La Paz han ocurrido hechos de trascendencia continental, como fue la revolución de 1809

/ 18 de julio de 2014 / 04:01

Es bueno mirar atrás de vez en cuando y comprobar que en esta ciudad del Illimani han sucedido acontecimientos verdaderamente importantes, incluso de trascendencia continental, como fue la revolución de julio de 1809.

Fue precisamente en este suelo paceño donde nuestros antepasados hicieron la primera declaración de independencia de una colonia americana española e instauraron un gobierno que iniciaría el largo periodo de guerras americanas por la independencia. En esas pioneras y extraordinarias jornadas de julio, el cabildo, encabezado por Pedro Domingo Murillo, asumió las funciones de gobierno y empezó a funcionar a toda marcha designando esa misma madrugada a los ministros de la Real Hacienda y al administrador de correos. También inmediatamente suprimió el monopolio del carbón, de la sal y de las jergas.

Los líderes de la revolución actuaron con toda claridad y llevaron a cabo una revolución completa. El cabildo pasó a denominarse Junta Tuitiva, la cual estuvo conformada por hombres de amplia visión política y líderes de nivel continental, como los presbíteros José Antonio Medina y Melchor León de la Barra, entre otros. Desde los primeros momentos de su organización, la Junta desplegó una infatigable actividad administrativa, apoderándose de todas las reparticiones de la administración pública y posibilitando un dominio territorial efectivo sobre las cinco provincias de la Intendencia. Además, hizo que representantes indígenas se presenten en el cabildo e integren la Junta, situación inédita hasta entonces.

El plan de gobierno de la Junta contenía diez artículos, entre los que figuraban la prohibición de enviar dinero a Buenos Aires; la destitución de las autoridades provinciales y el nombramiento de otras en su lugar, pero fundamentalmente envió a emisarios a las ciudades de Oruro, Cochabamba, Chuquisaca, Santa Cruz, Puno, Cusco y Arequipa para explicar los propósito de la Junta y lograr su apoyo para la causa independentista.

La revolución resistió, pero finalmente cayó ante las fuerzas reales enviadas desde el Cusco y comandadas por José Manuel Goyeneche, quien siguió instrucciones de castigar ejemplarmente a los revolucionarios y ahogar en sangre todo vestigio de subversión.

Tras la represión, casi no hubo familia paceña que no llorase a un padre, a un hijo o a un hermano. De las batallas de Irupana y Chicaloma resultaron 500 muertos y 1.500 heridos, los bienes de 86 revolucionarios fueron incautados, hubo 20 perseguidos y sentenciados en rebeldía, decenas de desterrados a las Malvinas o Filipinas y otros tantos condenados a presidio.

Los realistas enviaron al cadalso sin proceso a Pedro Domingo Murillo, Juan Antonio Figueroa, Basilio Catacora, Apolinar Jaén, Buenaventura Bueno, Juan Bautista Sagárnaga, Melchor Jiménez, Mariano Graneros y Gregorio García Lanza, por “erigir gobierno y adoptar el escandaloso plan de diez capítulos que atacaba las regalías de la soberanía, conspirar por destruir el legítimo gobierno e inducir a la independencia”.

La revolución de julio sucumbió a causa del insuficiente armamento y la falta de apoyo de las ciudades vecinas, porque parte de la estrategia de la Junta Tuitiva era atraer a todos los cabildos cercanos y lograr una acción conjunta de todos los pueblos. Paradójicamente, las demás ciudades solo se rebelarían después de consumado el sacrificio paceño.

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