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Oruro se disfraza de diablo en carnavales y celebra su alcurnia de tradición minera

Cuando todo era niebla y la luz ensayaba su claridad chipaya en la pampa indecisa, Huari, el dios del terror mineral subterráneo en la cerrada sombra, adormeció al indio uru en las idolatrías del sapo y del lagarto, la víbora y la hormiga, y le cambió el carácter a huraño oscurecido.

Un día de febrero se abrió el cielo cortado por un largo arcoíris y del azul intenso surgió una ñusta altiva, orlada su belleza por una inmensa luz, espada y coraje, rotundo resplandor, en nombre de Intiwara  para salvar al uru y reponerle el alma de pueblo agricultor.

Huari lanzó furioso cuatro duros flagelos contra el pueblo disperso  cegado por el brillo:  una víbora al sur devoró sementeras y la ñusta de una tajo  la partió en dos perfidias. Por el norte un batracio  descomunal quemaba con eructos la tierra. Según —dijo la ñusta—,  del tamaño del sapo ha de ser la pedrada y ese monstruo de Huari quedó petrificado.

Otro certero tajo decapitó al lagarto, cuya sangre aún tiñe  la alguna aledaña a Cala Cala, al este. El maligno echó mano de un cósmico hormiguero para acabar al uru, y la ñusta  de un soplo creó los arenales.

Acabaron el piedras, cerros, agua y arenas las iras el dios Huari y cuando se creía  ya todo conjurado surgieron de la entraña mineral y quemante  unos seres de fuego, los diablos, criaturas de soberbia y orgullo con templanza de plata, fiebre de su futuro.

Densa mitología inocente y sencilla que cuentan en Oruro con las primeras letras de la escuela y  la vida, leyendas que uno guarda para airear tanto duelo del hombre en la montaña, en el yermo altiplano y en la muerte que tiene por aliado al frío.

El tiempo y  la promesa de salvación cristiana hicieron de esa ñusta precolonial, candela,  virgen del socavón, luz del alba al ocaso —paja, yareta, t’ola—, más afín al quirquincho: la soledad más sola.

Oruro se disfraza de diablo en carnavales y celebra su alcurnia de tradición minera. De sábado a domingo baila la muchedumbre con altivez nativa, fiesta conmovedora  de tintes  fastuosos difícil de imitar.  La Unesco le dio timbre: patrimonio intangible  y oral orureñista para la humanidad.   

El arcángel Gabriel  maneja la comparsa  con filos de energía de su espada bedel, los diablos de la farsa obedecen el ritmo de esa fiel utopía.

Huari reactualizado en el jolgorio colla. Los diablos de ese pueblo se hacen seguir de miles de danzarines tobas, tinkus y kullawada, caporales, morenos y cien bandas de bronce templadas en el tono del viento y sus ajayus.  Bella parafernalia del genio boliviano.

Ni tinieblas ni caos.  Retorna el orureño después el carnaval  a conjurar el rito  maléfico del sapo, la víbora, el lagarto y las hormigas, nombres que con mañas adoptan el hambre y sus secuelas, la enfermedad, la crisis… Y lo hace  con la ayuda íntima de la ñusta, señora vencedora, que alumbró al mundo uru con resplandor aymara  cuando todo era niebla y la luz ensayaba su claridad chipaya.