Contrastes urbanos
No cabe duda que ‘el pasado ha quedado demasiado pequeño para seguir habitándolo’.

En la época moderna y aun en nuestros días se piensa que el desarrollo de las ciudades se basó solo en el diseño urbano; sin embargo, hubo casos en que la inspiración para propuestas de cambios vino de otras especialidades. Y fue de esta manera que la ciudad fue evolucionando con una nueva visión.
En el siglo XIX las ciudades comenzaron a edificar obras gigantes. Un ejemplo fue la Torre Eiffel (1889), que por su carácter monumental y su forma (para entonces algo extraña) en principio fue rechazada por la población parisina, pero, por otro lado, significó el nacimiento de nuevas expresiones urbanas.
También se construyeron los primeros rascacielos (1884-1939), los cuales —desde ese entonces— quedaron en el imaginario de la población como los más representativos de lo moderno. Un claro ejemplo fue Nueva York, ciudad que demostró cómo aprovechar mejor el valor del territorio con el diseño de edificios que fusionaran la estética con la practicidad comercial.
Ahora, si bien en esa época (moderna) las ciudades implementaron novedosas estrategias e instrumentos de orden urbano, tampoco faltaron aquellos espacios públicos que por su monumentalidad aplastante no fueron aceptados por la ciudadanía.
En contraste, existe un ejemplo particular en América Latina (México, 1950) que, basado en el principio de evitar eliminar, destruir o invadir territorios de la ciudad, realizó una “intervención urbana apoyada en el arte”. En ese sentido, no se ocupó de la transformación físico-espacial, sino que el artista fue el catalizador de nuevas y distintas situaciones de metamorfosis temporal logradas a partir de la instalación de dispositivos in situ. Y fue aquello lo que modificó de forma sutil importantes espacios residuales ubicados entre lo privado y lo público. Un hecho que lleva a pensar que las actuales instalaciones de arte parecieran haberse adelantado en varias décadas para dar significado a los espacios públicos.
Como se podrá notar, en las distintas épocas no faltaron quienes imaginaron y propusieron nuevos paradigmas ideales urbanos, que inspiraron las grandes transformaciones de las ciudades con manifiestos que denotan principios:
Un primer caso (1914) señala: “Hemos enriquecido nuestra sensibilidad con un gusto por lo ligero, lo práctico, lo efímero y lo veloz. Sentimos que ya no somos los hombres de las catedrales, de los palacios, de las salas de asambleas; sino de grandes hoteles, de las estaciones de ferrocarriles, de carreteras inmensas, de los puertos colosales, de los mercados cubiertos”. Sin embargo, este relato parece olvidar el importante número de demoliciones que fueron necesarias para las reedificaciones.
Un segundo caso (1950) expone: “Cuando vemos proyectos de intervención urbana, nos preguntamos: ¿es eso lo que queremos como autores urbanos?”.
Dicha intervención urbana proponía como punto de partida al arte porque ansiaba “una ciudad maleable, un catálogo de formas inagotables, por tanto, una ciudad que, como objeto y sujeto estético, ofrezca perspectivas urbanas generadas por la interrelación espacio-arte”.
Dos ejemplos que se contrastan radicalmente, pero que denotan cuán necesario es investigar sin nostalgia ni prejuicios la transformación de la ciudad en el tiempo, para entender cuánto ha cambiado en un siglo la perspectiva de la humanidad sobre el espacio cotidiano. Lo paradójico es cómo el mundo informacional se impone hoy no solo en la nueva conceptualización de la ciudad, sino en la polifonía del entrecruzamiento notorio de los haceres ciudadanos (sobremodernidad). No cabe duda que “el pasado ha quedado demasiado pequeño para seguir habitándolo”.