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Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 14:15 PM

¿Y la alternabilidad democrática?

Cualquier práctica de alternabilidad no puede estar por encima de la soberanía popular.

/ 3 de marzo de 2017 / 10:56

La canciller alemana Angela Merkel será candidata de su partido de centroderecha para una cuarta gestión consecutiva al frente del Estado. De ser electa, replicará el récord de su antecesor Helmut Kohl, quien gobernó durante 16 años. Sorprende un poco que nadie reclame por esta falta de “alternabilidad democrática”.

Es tentador pensar que se trata de una anomalía de continuismo político arraigado en la vieja tradición personalista y autoritaria de la derecha alemana, pero resulta que Margaret Thatcher también gobernó tres veces nada menos que en la cuna del liberalismo, sin que hubiese una limitación institucional para impedirle un cuarto mandato. Lo propio con Pierre Elliott Trudeau, padre del actual Primer Ministro canadiense, quien gobernó desde el 20 de abril de 1968 hasta el 4 de junio de 1979, y posteriormente, desde el 3 de  marzo de 1980 hasta el 30 de junio de 1984.

La verdad es que la tan mentada “alternabilidad democrática” no es un requisito sine qua non de la democracia representativa, sino una bandera levantada por el oportunismo opositor cuando se trata de descalificar la candidatura de un gobernante con fuerte y sostenido respaldo electoral. Otra cosa es pensar la alternabilidad democrática como algo deseable desde el punto de vista del desarrollo democrático como proceso de institucionalización política. Es decir, considerar si el cambio periódico y frecuente de gobernantes es preferible en la medida en que la institucionalidad estatal democrática se fortalezca. Esta perspectiva viene de la sociología de Max Weber, para quien la modernización política implica necesariamente el reemplazo de vínculos y valores personalizados por las normas e instituciones impersonales del Estado. Aquí sobresale el valor de las normas y reglas, por encima del carisma, la personalidad o la virtud del gobernante. El problema en este caso es que en democracia el principio y cualquier práctica de alternabilidad no pueden estar por encima de la soberanía popular. Es decir, cuando el gobierno es electivo, la alternabilidad debe interpretarse como el derecho que posee el pueblo de cambiar a un gobernante, si así lo decide, y no como la obligación de cambiarlo.    

Ahora bien, es más plausible buscar la alternabilidad cuando se trata de un gobierno que ha surgido desde abajo, y ha promovido e institucionalizado la participación ciudadana más allá de su representación en el Estado. Con mayor razón, si lo que se busca es institucionalizar y profundizar los cambios estructurales que se han logrado efectuar, sin caer en la burocratización, para lo cual se requiere la continua formación y rotación de nuevos dirigentes. Por paradójico que parezca, en este caso el cambio de liderazgo promueve la continuidad del proceso.  

Esto nos recuerda que la democracia no es solamente una forma de gobierno popular, sino una forma de organización estatal. Y no hay que olvidar que en nuestro caso, incorpora una dimensión participativa y corporativa con las consiguientes ventajas y desventajas: mayor democracia social pero mayor potencial de tensiones entre aquella parte de la sociedad limitada en la práctica al voto individual y la parte reconocida políticamente en instituciones participativas.

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La ley del más fuerte

En la vieja tradición del lejano Oeste, Trump ha optado por disparar primero e investigar después 

/ 11 de abril de 2017 / 04:22

Ya sea por un prejuicio o predisposición contra la palabra de Siria, la fuerza de la costumbre o la intención de enviar un mensaje al mundo sobre su poderío bélico, el hecho es que Estados Unidos se ha pasado por el forro, como dicen los españoles, el derecho internacional, la Carta de Naciones Unidas, el sentido común y el riesgo de un conflicto con Rusia.

En la vieja tradición del lejano Oeste, Donald Trump ha optado por disparar primero e investigar después exactamente cuál fue la procedencia de los químicos que causaron semejante horror y devastación entre la población civil del pequeño poblado Khan Sheikhun. Los halcones del intervencionismo bélico y colonial (Alemania, Reino Unido, Francia e Israel, entre otros) no se han demorado en apoyar y elogiar semejante aventura. Lo propio con el apoyo que la monarquía de Arabia Saudí (cabeza de su propia “coalición” exterminadora de civiles houthis en Yemen), que identificó al bombardeo como una clara señal de que los ataques químicos no serán tolerados.

Toda acción unilateral de naturaleza bélica, que prescinde de la ley y las normas vigentes, le resta autoridad moral a quien la efectúa, cualquiera que sea el pretexto. Máxime si la historia registra muchas otras ocasiones en que el interés de ese país ha llevado a enormes tergiversaciones de la verdad, como fue el caso con la evidencia falsa de la presencia de armas de destrucción masiva en Irak, presentadas en el Consejo de Seguridad de la ONU por Colin Powell. Debería resultar aleccionador caer en cuenta que esa invasión de 2003 y su posterior ocupación ha dejado hasta la fecha una secuela interminable de guerra, destrucción y el derramamiento de sangre de decenas de miles de civiles inocentes. Por supuesto que para las coaliciones encabezadas por Estados Unidos el daño “colateral” de civiles, por más previsible que sea, nunca cuenta. No sorprende que en esa ocasión se hayan destacado en la coalición contra el mal el Reino Unido, Francia y España.

Ni hablar de cómo han quedado Afganistán y Libia después de las intervenciones militares occidentales. No ha habido ninguna autocrítica a lo que lleva la acción bélica cuando el país más poderoso del mundo y sus principales aliados se arrogan las funciones de acusador, juez y verdugo.

Cuando impera la ley del más fuerte, es solo cosa de tiempo hasta que se formen nuevas coaliciones militares contrapuestas, formales e informales. El mundo actual, multipolar, que cuenta ya con el poderío bélico de Rusia y China, difícilmente aceptará pasivamente una nueva ola de intervencionismo unilateral que alienta las llamas del extremismo político y religioso y pone en peligro la estabilidad geopolítica y las economías de grandes regiones. Se habla mucho de la globalización, pero el continuo intervencionismo, la beligerancia de las grandes potencias, el surgimiento del neofascismo europeo y procesos como el brexit han puesto en marcha una contra tendencia muy peligrosa: un nuevo feudalismo a escala mundial.

América Latina todavía puede, y debe, sustraerse de estas tendencias, haciendo causa común a favor del imperio de la ley, el respeto a las normas internacionales y acelerando nuestro proceso de integración.

* es politólogo y consultor sobre educación internacional. 

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¿Para qué ha servido la OEA?

La OEA se ha caracterizado por todo, menos por su utilidad para resolver conflictos.

/ 18 de marzo de 2017 / 07:49

La Organización de Estados Americanos (OEA), con sede en el Distrito de Columbia (Estados Unidos), fue creada durante la Guerra Fría, a iniciativa de Washington, con el objeto de defender los principios y el régimen de poder del orden mundial de la pax americana. Esto es incontrovertible, más aun teniendo en cuenta los antecedentes del “panamericanismo” propuesto por Franklin Delano Roosevelt en la década de los 30. También sirvió para la defensa de las dictaduras latinoamericanas del siglo XX y la justificación de invasiones (Playa Girón, 1961; República Dominicana, 1965), e intervenciones, en abierta violación a su propia carta fundacional.

La OEA siguió la pauta de la potencia del norte y expulsó a Cuba de su seno. No hizo absolutamente nada ante la descarada invasión estadounidense de la pequeña isla de Granada en 1983, así como de Panamá en 1989. Tampoco se pronunció respecto a la dictadura Somocista o el patrocinio estadounidense del terrorismo de la contra nicaragüense. Nada hizo ante las masivas y reiteradas violaciones a los derechos humanos en Guatemala o El Salvador durante las guerras civiles en esos países. Tampoco jugó el papel que le correspondía durante la Guerra de las Malvinas en 1982. Es decir, la OEA se ha caracterizado por todo, menos por su utilidad para resolver conflictos, ampliar la democracia, promover la integración o dar muestras de imparcialidad política.

El punto de partida de la OEA fue el excepcionalismo estadounidense, aunque la larga historia de la doctrina del Destino Manifiesto había ya dejado en claro que Estados Unidos no se regía por el altruismo. Por eso, las decisiones inducidas de la OEA optaban por actuar simultáneamente en dos frentes: invocar la retórica de la democracia, la libertad y el desarrollo para explicar sus metas; mientras detrás se escondía el “interés nacional” de Estados Unidos que apoyaba sus tácticas. Tantos años de subordinación a los intereses nacionales estadounidenses ha tenido un alto precio en vidas perdidas y un costo político alto, pero también ha de tenerse en cuenta el desperdicio económico, el papel y la tinta que la representación de tantas delegaciones representa. Especialmente ahora, cuando iniciativas netamente latinoamericanas como la Celac, Unasur o el Alba convierten a la OEA en una organización obsoleta y redundante.

El derrumbe de la pax soviética y el surgimiento de la multipolaridad han dejado a la OEA mal parada como anacrónico reducto de la pax americana en declinación. De ahí que los tímidos esfuerzos realizados en pos de una tardía actualización, con la revocación de la suspensión de Cuba en 2009 y la suspensión de Honduras tras el golpe contra el presidente Manuel Zelaya ese mismo año, no hayan sido suficientes para infundir nueva vida a tan esclerótica organización. En la era Trump, las relaciones interamericanas transitan un curso incierto y minado de potenciales conflictos que una organización encabezada por Estados Unidos solo puede exacerbar. De ahí que tampoco vienen al caso ni son oportunos los pugilatos entre su Secretario General y Estados miembros como Venezuela. Una organización con un pasado oscuro, objetivos inciertos y dirigentes que se politizan cada vez más  está poco calificada para iluminar un camino de integración, solidaridad, paz regional y prosperidad. Bolivia debería retirarse.

 

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La política del mal vecino

Trump ha optado por abandonar y combatir (en lugar de profundizar) algunos valores.

/ 18 de febrero de 2017 / 04:00

La política del buen vecino fue una iniciativa del presidente Franklin D. Roosevelt. En lo referente a sus relaciones con América Latina durante los años 1933-45, pretendió dejar atrás las frecuentes intervenciones de Estados Unidos en los asuntos internos de la región. La Guerra Fría puso fin a esta inédita cara de la diplomacia estadounidense, desplazada rápida y efectivamente por la hegemonía de la pax americana. Hoy vemos el surgimiento de la práctica opuesta, la mala vecindad.

El orden mundial de la pax americana descansaba sobre relaciones de poder mantenidas ora por el liderazgo estadounidense, ora por la coerción y ocasionalmente por la fuerza. Cinco fueron sus pilares: 1) Principios políticos liberales, 2) Ideología de libre mercado, 3) Relaciones asimétricas de producción, comercio y poder político entre Norte y Sur,  4) Instituciones dominantes derivadas del sistema de Bretton Woods —FMI, Banco Mundial, predominio del dólar— y 5) Bipolaridad geopolítica. Este notable cuadro de ideas, instituciones y condiciones materiales, que caracterizaron al menos medio siglo del orden mundial, ha dejado de ser.  

Y la presidencia de Donald Trump viene a ser una respuesta contradictoria y tardía a la pérdida de hegemonía. Marca un intento de reflujo y reagrupación proteccionista ante un mundo considerado hostil y amenazante. Basta ver sus promesas electorales, la composición de su gabinete y las primeras políticas migratorias. Tanto en su discurso como en la práctica política, la visión de Donald Trump y de sus seguidores es reaccionaria en el pleno sentido de la palabra. De hecho, ya podemos hablar del inicio de una política del mal vecino.

Trump marca un giro hacia el fascismo. Otros le han precedido en el poder por medio de las urnas. Hitler y Mussolini, fueron igualmente electos y contaban con apoyo de amplios sectores de la clase media y trabajadora. Ambos tuvieron un discurso ultranacionalista, reivindicativo, victimista, revanchista y antiliberal.  Ambos implementaron paulatinamente políticas de discriminación, odio institucionalizado, y la violencia indiscriminada contra los grupos definidos como enemigos del estado.

De ahí que Trump y sus seguidores hayan identificado al islamismo y los inmigrantes, a los medios de comunicación y a los jueces liberales como amenazas. El fascismo aprovecha demagógicamente los sentimientos de miedo y frustración colectiva para exacerbarlos mediante la violencia, la represión y la propaganda, y los desplaza contra un enemigo común que actúa de chivo expiatorio. Este también es el discurso emergente de la extrema derecha europea (en Holanda, Austria, Francia), de la coalición de gobierno israelí y hay indicios de que se viene extendiendo en el hemisferio Sur a partir del resabio antidemocrático de las dictaduras de la segunda mitad del siglo XX (por ejemplo, en las Filipinas).

Casi como por efecto de un reflujo natural, el país que con su poderío, voluntad e ímpetu intelectual modificó el orden mundial, de acuerdo con sus propios valores, ahora encabeza su desmantelamiento. Al parecer, la fórmula del mal vecino es la solución que Trump encuentra para forzar una ilusa simetría comercial con algunos socios como China y México e imponer su visión selectiva contra el Islam. Ya no son el libre comercio, ni el derecho internacional, mucho menos la democracia liberal los principios que evocan y sustentan su política exterior. Estos principios han sido sustituidos por la unilateralidad, la falta de diplomacia, la amenaza, el desprecio a lo diferente, y la verdad ha sido superada por los “hechos alternativos”. La idea de la libertad —siempre tergiversada según los intereses de la realpolitik— ha sido desplazada por la idea de grandeza.       
Ni faro que ilumina al mundo con sus logros, ni cruzado en pos de sus prescripciones. La nueva introversión de Estados Unidos se vuelca ahora a la empresa singular e ingenua (por no decir, utópica) de crear una nueva y próspera homogeneidad “americana”. Enfrentado a una situación de incertidumbre estratégica y desconocimiento de la dinámica socio-económica que determina los parámetros de evolución de la producción y circulación de bienes y servicios en la economía, Trump ha optado por abandonar y combatir (en lugar de profundizar) algunos valores ya muy difundidos en el mundo pese a la perenne resistencia de los poderes establecidos. Entre ellos, los principios de libertad, democracia, supremacía de la ley, solidaridad y aprecio a la diversidad.

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