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Rigor mortis: vida y muerte son uno

He vuelto a leer el libro Rigor mortis, de Alex Ayala, el pasado fin de semana. Es un libro poco corriente y muy bien escrito, superando con creces la tartamudez del autor vasco-bolivianizado. Fue fruto de la beca que le concedió Michael Jakobs, otra persona excepcional, en busca de nuevos estilos en el periodismo de viajes. La beca le permitió recorrer el país por lugares poco corrientes y de ahí armar 16 relatos independientes, casi todos collas, sobre un tema que a todos nos toca muy de cerca pero solemos escabullir.

Alex lo ha llamado “la normalidad es la muerte”, como una fase de la vida, terminal para los incrédulos militantes; mientras que otros, creyentes (yo incluido), la vemos como el umbral misterioso que nos abre a otra forma desconocida de vida. En Bolivia solo un 2% es incrédulo militante, pero el misterio de la muerte y del más allá lo afrontamos de mil maneras. Alex lo plantea de tal forma que es útil tanto para creyentes como para no creyentes.

Yo me animo a decir que Todos Santos, relacionado por la mayoría solo con las almas, es una de las principales fiestas anuales, sobre todo en el campo, con una estrecha relación con el principio del ciclo agrícola; en las ciudades está más en pugna con otras, como las navidades tan comercializadas. Recuerdo que hace unos 20 años llamaron a PPH, mi párroco en Jesús de Machaca, a apenas 100 kilómetros de La Paz, para una celebración el mero día de Navidad; yo le acompañé.

Llegada la misa, ésta no tenía nada que ver con las navidades sino con los ayunos que esos días estaban celebrando. Nunca habría ocurrido algo así con Todos Santos, una fiesta que se prepara durante semanas.

He pasado esa fiesta muchas veces en diversos sitios del campo: los cementerios se convierten en vergeles floridos, con sus mast’akus y niños cantando sus melodías propias, sobre todo para las almas que tienen entre uno y tres años desde su muerte. Lo pasé una vez en Antipampa, con Genaro Flores y cuando llegaban las almas, al mediodía del 1 de noviembre, todos rezaban en silencio comiendo phasanqalla. Otro año estuve en el campo de la provincia Belisario Boeto, en Chuquisaca; había inmensos mast’akus de pan, que casi parecían retablos de iglesia. Otra vez en el Chaco guaraní, todos recibían a las añas o almas de los difuntos, bien disfrazadas…

Conozco casi todos los lugares de las 16 historias de Alex. Pero nunca habría descubierto sus relatos. En Suri, donde por cierto están las ruinas de la casa de Pedro Domingo Murillo, nadie me habló de don Raúl Mercado, quien incluso plantó un roble del que, cuando ya tenía 30 años, talló las maderas para su propio ataúd, que ya tenía bien adornado y acabado y en el que pasaba horas metido, junto con otras cautelas para su muerte. Yo había leído ya que en la China rural la gente tiene (y usa) de antemano su ataúd. Pero lo que nunca había oído era que plantaran incluso un árbol para el futuro ataúd. Igualmente relevante es la solidaridad por la que en una emergencia ajena, don Raúl se deprendió de ese ataúd y acabó enterrado en otro más sencillo que la familia a la que él atendió entonces le devolvió el ayni.

Una crónica 17 me habría gustado ver más desarrollada: la de las ñatitas o riwutu a las que se hacen varias alusiones, sobre todo en las pp. 169-170, inserta en el relato de su vecino García. A veces son incluso el cráneo de parientes a quienes conocieron en vida. Me han contado casos increíbles en los que han ayudado a recobrar objetos perdidos e incluso robados.

Es antropólogo lingüista y jesuita.