La Ley General del Trabajo vigente pronto cumplirá 80 años. En ese lapso han ocurrido grandes transformaciones en el ámbito de su jurisdicción, lo que justifica ciertamente la necesidad de su actualización, así como de la depuración de las contradicciones e incongruencias de los cientos de disposiciones reglamentarias que se han dictado en el curso de estas ocho décadas. Si solo se hiciera eso, la tarea no estaría completa; porque lo más importante de una nueva ley laboral es que debe anticipar los profundos cambios que ya se sabe que ocurrirán en los próximos 20 años en el mundo del trabajo, con repercusiones radicales respecto de las relaciones laborales, los contenidos del trabajo, las herramientas que se utilizan y los resultados que se obtienen. La regulación del ámbito laboral no puede pretender congelar la situación actual. Debe, en cambio, establecer los principios y los incentivos, las restricciones y las penalidades que promuevan las conductas de todos los actores laborales hacia un horizonte de justicia.

Es por esta y parecidas razones que las reformas laborales necesarias no pueden circunscribirse a una negociación estrecha entre las cúpulas sindicales y el Gobierno. La adopción de una nueva normativa sobre el empleo y el trabajo debería ser precedida, por el contrario, de una deliberación amplia y exhaustiva entre las representaciones legítimas de todos los actores del mundo del trabajo, acompañada por los criterios y recomendaciones de expertos en cuestiones jurídicas, económicas y políticas, así como, por supuesto, de los legisladores interesados.

Porque el mundo laboral es la bisagra que articula relaciones económicas, sociales y políticas, las normas que lo rigen requieren pasar previamente por un auténtico proceso de concertación de intereses contrapuestos entre empleadores y empleados, entre los que tienen empleo y los que lo buscan y necesitan, entre los trabajadores antiguos y los nuevos y, por supuesto, entre el capital y el trabajo asalariado.

Las asimetrías de poder y los vacíos legales que caracterizan al mundo laboral en la actualidad boliviana tienen que corregirse mediante un sistema dialéctico de equilibrios y contrapesos, regulaciones justas e instancias jurisdiccionales idóneas, resultante de una participación equitativa y vinculante de las diferentes partes involucradas, entre las que debe contemplarse de manera especial la representación de las mujeres y de los jóvenes. Las mujeres, por la enorme discriminación en su contra que existe en la realidad laboral; y los jóvenes, debido a que sus intereses se refieren primordialmente al acceso al empleo decente antes que al goce de los beneficios de la protección laboral.

Pero también desde el lado de los empleadores públicos, privados y asociativos, es imprescindible tomar en cuenta la enorme diversidad de intereses divergentes que se presentan en términos de dimensión, de sector y de actividad económica.

También es preciso que la deliberación correspondiente incluya una visión prospectiva sobre los cambios tecnológicos que ya se anuncian en los países industrializados, que traerán aparejadas transformaciones profundas en el ejercicio del trabajo productivo y de los servicios, en la división internacional del trabajo y en las esferas de la educación en sus diferentes niveles. En este orden de cosas bueno es recordar que el único progreso irreversible es el progreso tecnológico.

En los países industrializados avanzan aceleradamente las tecnologías que sustituyen el trabajo humano por robots e inteligencia artificial.  No hemos llegados ahí todavía, pero dichos cambios se harán sentir en nuestra propia realidad más temprano que tarde. Antes de que eso ocurra habría que concertar una visión estratégica sobre las condiciones deseables de empleo decente y trabajo digno que deseamos para el país.