Los que perpetraron el genocidio contra los tutsis en Ruanda en 1994 no solo saquearon comunidades enteras, torturaron, violaron y masacraron a miles de personas, sino también planificaron y reclutaron a esbirros para realizar esta barbarie. Estos no son meros ayudantes del genocidio, sino que se encuentran entre sus principales responsables. Sobre algunos de ellos pesan órdenes internacionales de arresto o ya han sido condenados por la Justicia ruandesa por genocidio o por complicidad de genocidio.

Sin embargo, desde hace más de 20 años la Iglesia Católica, que les ayudó a fugarse, ha estado protegiendo a varios genocidas. A veces esconde y a veces nombra sacerdotes a estos asesinos no arrepentidos, sobre todo en las parroquias de pueblos y ciudades francesas.

Desde hace más de 20 años la mayoría de los principales genocidas han estado viviendo en Francia sin ser molestados por la Justicia. No están ahí por casualidad: fue el Ejército francés el que impulsó y encubrió la fuga de aquellos que acababan de organizar y perpetrar la exterminación de más de un millón de tutsis en 1994. Ese fue uno de los momentos clave en la política de colaboración con el régimen genocida de Ruanda, que comenzó antes, y continuó durante y después del exterminio de los tutsis. Esta política fue liderada por los altos cargos del aparato estatal francés de aquel entonces, tanto de derechas como de izquierdas.

La impunidad que protege a los principales genocidas ruandeses y a aquellos que han colaborado con este crimen de lesa humanidad es el último obstáculo para que se haga justicia de manera completa en lo referente a este genocidio. De hecho, gracias a un compromiso inédito y excepcional de las instituciones y la población ruandesa desde 1994, cientos de miles de asesinos han sido juzgados en las gaçaças, en las jurisdicciones de los pueblos y en los tribunales del país. El Tribunal Penal Internacional para Ruanda ha juzgado a varios de los genocidas de más alto rango.

Que perdure esta impunidad supone un sufrimiento adicional para los supervivientes, un obstáculo en la proyección hacia un futuro en común para los jóvenes de Ruanda y de Europa en general, una imperdonable injusticia para todos, y una escandalosa infracción del Estado de derecho. Nuestra demanda es simple: el fin de la impunidad para los genocidas y sus cómplices.

Respetando rigurosamente la separación de poderes, fundamental para toda democracia que se precie, todos los gobiernos deben elaborar y aplicar con efectividad una política penal. Ya es hora de que todos los países implicados, y en primer lugar Francia, pongan en el centro de las prioridades de esta política penal la persecución y extradición de los genocidas y de sus cómplices a Ruanda, o en su defecto sean juzgados en sus lugares de residencia, para que finalmente se haga justicia.

Resulta imprescindible impulsar el fin de la impunidad para los genocidas y sus cómplices; se trata de una urgencia moral, humana, social, política e histórica, y por lo tanto, también judicial. Es responsabilidad de nuestra generación asegurarse de que sean juzgados, a fin de ofrecer a las generaciones futuras la posibilidad de crear juntas un “imbere heza” (un “buen futuro”).