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Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 17:37 PM

La catarsis

Ha quedado en evidencia el fracaso sistémico de los aparatos creados para evitar la corrupción

/ 18 de abril de 2017 / 04:27

La vida nos enseña que, en muchas ocasiones, los problemas importantes se vuelven tan relevantes que parecen irresolubles. Una de las tragedias de tener al personaje Trump en la escena internacional es que, por mucho que uno se prometa no volver a hablar de él, siempre termina siguiendo sus movimientos. Pero mientras, ¿qué pasa con los demás? ¿Con los cercanos? Porque, en medio de la catarsis generada por una confluencia astral sin precedentes de crisis política, económica y sistémica, ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo recuperar la capacidad de actuar en las Américas?

En ese sentido, el caso Odebrecht es el Jordán que bautiza a una clase política indigna, formada por quienes conocían el caso y deliberadamente se mancharon por acción, y los que no evaluaron el coste de las consecuencias por omisión. Todos son culpables de haber llevado al continente americano a una de las mayores crisis morales de su historia que, contrariamente al famoso dicho “mal de muchos, consuelo de tontos”, es tan generalizada que resulta imposible ignorar.

Y, aunque ningún país está preparado para conducir a su presidente del palacio de gobierno a la cárcel, son muchos los Estados latinoamericanos que han tocado fondo. Siendo así, quiero creer que, desaparecida esta clase política (sin ninguna garantía de que la que venga sea mejor), habrá una posibilidad de levantar barreras contra la indiferencia o la ocultación.

Por ejemplo, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, aseguró no conocer que hubo una presunta financiación irregular de Odebrecht en su campaña de 2010, pero no hay que olvidar que la ignorancia no exime de la responsabilidad de nuestros actos. Saber significa actuar, y hasta que no haya escándalo público, es mucho mejor no saber. Como los maridos cobardes que prefieren vivir en la inopia porque, de lo contrario, tendrían que afrontar el verdadero problema: ocuparse de la situación, limpiar la casa y echar a andar todo una vez más. Santos fue el marido de su campaña, y siendo así, es justo y razonable que si en su momento no cuestionó de dónde salía el dinero para comer, ahora pague por ello.

Y los demás, los que recibieron sobornos y de pronto encontraron millones de dólares en sus cuentas bancarias como presuntamente le habría ocurrido a Julio de Vido, antiguo ministro de Planificación Federal de la expresidenta de Argentina Cristina Fernández, son una muestra de adónde hemos llegado. El latrocinio es infinito, pero comienza, para desgracia de las democracias, en el acto mismo que las origina. La primera corrupción sistémica es la de los partidos, y el primer acto criminal contra la democracia es la campaña electoral. Saber quién pone el dinero, por qué lo hace, de dónde proviene y quién se lo queda siguen siendo claves fundamentales del sistema.

Con toda esa estructura, conviene darse cuenta de que la corrupción no va a frenarse y, considerando que muchos aseguran que es inherente a la condición humana, probablemente se depurará, será más cuidadosa y adoptará otra forma. Pero lo que también es muy importante saber es que por primera vez se expone abiertamente el fracaso sistémico de los aparatos gubernamentales creados para evitar la corrupción.

Ahora, el verdadero problema es saber cómo es posible que con tantas fiscalías anticorrupción, procuradurías especiales, asociaciones civiles, funcionarios encargados de velar por la sanidad del presupuesto y el uso de los recursos públicos se haya fracasado en tantos sitios al mismo tiempo. Eso significa que se articularon leyes que no se ponen en práctica o que todo el dinero invertido para luchar contra la corrupción es un fracaso.

En ese contexto, Estados Unidos ya no hace justicia, porque convirtió a su FBI, a su DEA y a su Departamento de Justicia en academias para descubrir nuevos valores del canto, porque todo aquel que esté dispuesto a delatar a otros sabrá que tendrá el premio de su impunidad.

Podrán decirme que ese sistema suena mejor que otros, y probablemente sea verdad; sin embargo, también es necesario saber quién juzgará al que decide no atender los casos de corrupción. Porque entonces, ¿quién hará justicia por aquellos que deciden delinquir y robar a los pueblos que no tienen nada, a cambio de entregar instrumentos políticos que representan a todo un país?

* es periodista hispano-mexicano, director ejecutivo de América 2010, columnista de El País.

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California, el equilibrio del contrapoder

California se ha convertido en un bastión de resistencia a la contrarrevolución de Donald Trump

/ 5 de abril de 2017 / 04:21

Cuando se produjo la Declaración de Independencia de Estados Unidos, California era un territorio bajo dominio español. Cuando los padres fundadores diseñaron su nuevo país, todo dependía de las 13 colonias y el imperio inglés. Pero ahora, en esta época de desencuentro y desconcierto, ese estado estadounidense, sexta economía del mundo si fuera independiente, se ha convertido en un bastión de resistencia frente a la contrarrevolución de Donald Trump, gracias a sus congresistas, a sus senadores y a su gobernador, Jerry Brown. Así, tras la victoria del magnate, sus autoridades aseguraron que si bien el territorio no estuvo presente en el nacimiento de Estados Unidos, sí lo estaría en la redefinición y la refundación del país.

Las instituciones estadounidenses van funcionando, a la derecha o a la izquierda, o por el equilibrio de los poderes; mientras que Trump va descubriendo que ganar unas elecciones no es comprar un país. Los jueces han frenado su orden ejecutiva sobre migración, el Senado y el Congreso han rechazado sus programas de salud, y algunos estados, los más importantes, los más modernos, de costa a costa, de Nueva York hasta Los Ángeles, han levantado un muro contra los excesos del 45° presidente del país.

El océano del siglo XX fue el Atlántico, donde los dos Roosevelt, Theodore y Franklin Delano, gobernaron en sus mejores momentos. Sin embargo, las tragedias europeas llegaron a través del Atlántico, y el Pacífico solo emergió tras una guerra de desgaste con Japón y el ataque de Pearl Harbor.

Hoy, el siglo XXI mira hacia el Pacífico, se construye desde ese océano, en el que China emerge como el rival más importante en materia económica. Y lo que antes estuvo en Nueva York, en Wall Street o en el cinturón industrial de Estados Unidos, es decir, Detroit, Illinois, Pittsburgh, hoy surge en Silicon Valley, que se ha convertido en el centro del universo.

Estamos ante una rebelión social impulsada y conformada por las actitudes valientes y brillantes de los políticos californianos. Representan una nueva forma de comprender el mundo, cuyo dominio no se funda en policías y armas nucleares, no se construye a base de ladrillos y especulación financiera, sino que se basa en la inteligencia, en la construcción del siglo de las comunicaciones y el imperio del conocimiento.

Es importante recuperar esos gestos de coraje, ese valor que están manifestando algunos gobernantes que no solo frenan la contrarrevolución trumpista, sino que devuelven la esperanza, no solo al pueblo estadounidense, sino a todos los que, por una razón u otra, estamos dentro de su robusta red de intereses y al tanto de los rumbos que tomará su política exterior.

Honor a quien honor merece y, en medio de tanta infamia, desconcierto, preocupación y terror frente a lo que parece ser la pérdida de los principales valores de este mundo, es importante rescatar esos ejemplos, esas figuras que representan el espíritu cívico y la modernidad.

Por esa razón que Kevin de León, el líder del Senado de California, califique el anuncio del fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, que amenazó con castigar a las llamadas ciudades refugio, de “chantaje” para obligarlas a cooperar con la deportación de inmigrantes, es un gesto gratificante que conecta directamente con la mejor tradición estadounidense y con el legado que los padres fundadores dejaron no solo a sus conciudadanos, sino también al resto del planeta.

* es periodista, escritor y director ejecutivo de America 2010, columnista de El País.

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Democracia secuestrada

Cada vez que un político decide robar, le da un tiro de gracia al sistema democrático al que pertenece.

/ 26 de julio de 2016 / 04:25

La historia es clara y nos hace saber que, desde la Gran Depresión, no presenciábamos un espectáculo tan denigrante en la organización social, la estructura política y la validez de la representación popular como ahora. Una doble trampa ahoga a las democracias actuales. Por una parte, la corrupción y sus consecuencias (de las que nadie escapa) que se reflejan en una erosión permanente de los cuerpos de representación social; es decir, los gobernantes, los legisladores y todos aquellos a los que elegimos con un rosario de bellas promesas, pero que después no resisten la tentación y hacen de la política una Sodoma y Gomorra del robo, del abuso y de la deshonestidad histórica. Por otra, la violencia que comenzó una hermosa mañana de septiembre de 2001 en Nueva York (la catedral de la tolerancia mundial) que al convertir en blanco sus Torres Gemelas (símbolo del triunfo del capitalismo) atentó contra los pilares de la Constitución estadounidense y los sueños de los padres fundadores.

La Ley Patriótica, consecuencia del 11-S, es un error que sacude los cimientos de la democracia estadounidense, que se ha descubierto mortal. Ni Dios ni los océanos pudieron proteger a Estados Unidos de un atentado, lo que terminó vulnerando los principios éticos de su poder basados en un modelo de funcionamiento y el triunfo de la libertad y la democracia. Ahora los gritos contra el primer ministro de Francia, Manuel Valls, en Niza, la desesperación de las sociedades y la falta de comprensión de un fenómeno en el que los atacantes no vienen de fuera, sino que están incrustados en las entrañas de las sociedades y en la violencia, están destruyendo y secuestrando el modelo democrático.

En ese contexto, no es necesario caminar mucho para descubrir que a Donald Trump diariamente le hacen la campaña. Cada vez que un loco —con o sin ISIS— se sube a un camión para arrollar a una multitud en el Paseo de los Ingleses en Niza en la noche de un 14 de julio, gana Trump. Cada vez que un joven afgano de 17 años se sube a un tren en Alemania y agrede con un hacha a los viajeros, gana Trump. Cada vez que un muchacho de origen iraní mata a los clientes de un centro comercial en Múnich, Trump gana. Y ganan todos los que han olvidado aquella ocasión en la que la sinrazón y la ausencia de valores éticos y democráticos tuvieron un enorme impacto y acabamos con más de 50 millones de muertos durante la Segunda Guerra Mundial.

Cada vez que un político decide robar, le da un tiro de gracia al sistema democrático al que pertenece. Cada vez que un gobernante cambia una ley y anuncia que esta vez sí funcionará, arroja un puñado de tierra sobre la credibilidad pública. Cada vez que no hacemos justicia, creamos las condiciones para que lo peor de cada pueblo salga a flote.

La corrupción está matando las democracias. Y la violencia y las malas respuestas para contrarrestarla, la ausencia de autocrítica y el hecho de no entender que, después de la sangre derramada por Martin Luther King y el movimiento para la defensa de los derechos civiles, es imposible regresar a un vintage histórico de blancos contra negros y negros contra blancos, muestran la repetición del fracaso histórico.

Los años de lo políticamente correcto están siendo enterrados rápidamente y su lugar en la discusión pública lo ocupan la sinrazón, los antisistema y el grito primario de la violencia. Pero los gobernantes deben saber que ellos son tan responsables como todos los que roban bajo su mandato. Y los responsables deben saber que la violencia no tiene fin porque cuando llegue el día en el que se caiga en la tentación de matar a todos los migrantes o prohibir la entrada a los musulmanes, estaremos regresando al comienzo de los tiempos y ni las dos guerras mundiales ni las grandes crisis habrán servido.

Ese escenario mostrará que la gran responsabilidad histórica de toda esta generación de gobernantes fue sepultar y secuestrar la ilusión popular, sin hacer pagar a aquellos que crearon la crisis de 2008 por la especulación, el asesinato colectivo y el robo sin límite, la mayor de las corrupciones que ha terminado por desencadenar la violencia mundial.

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Tiempos modernos

Por causa de internet hoy resulta más real lo que pasa en las redes sociales que la realidad misma.

/ 23 de junio de 2016 / 02:44

Hubo un tiempo en el que un fantasma llamado marxismo recorrió Europa; ahora el enojo social es el que recorre el mundo como forma de expresión política. El último ejemplo de estos tiempos modernos que aglutinan fuerzas antisistema, enfado colectivo y reino de las redes sociales han sido las elecciones a gobernador en 12 Estados de la república mexicana. En esos comicios del 5 de junio, las encuestas no solo fueron incapaces de detectar las intenciones de los votantes, sino que tampoco previeron que el mismo fenómeno que ha aupado a la coalición Unidos Podemos como la segunda fuerza política en España, a Donald Trump y a Bernie Sanders en el proceso electoral de Estados Unidos y a un candidato de extrema derecha que se quedó a solo 30.000 votos de convertirse en presidente de Austria, también ha llegado a México.

Lo que ocurre es que el Estado mexicano vive instalado entre el surrealismo y una capacidad para vivir en tiempos políticos y sociales completamente distintos al resto del mundo con una traducción muy sui generis de los grandes movimientos que imperan en el planeta. Un país gobernado por un partido cuyo nombre (Partido Revolucionario Institucional) es ya en sí mismo una paradoja dialéctica es capaz de lograr cualquier cosa.

En ese sentido, los primeros análisis electorales sostienen que un partido gana y otro pierde. Una lectura tramposa, en mi opinión, porque lo único que sucede es que en el sistema político mexicano si uno no está en un partido, no tiene presupuesto y si no se forma parte del entramado institucional, no hay manera de competir. Es más, los ganadores no han sido los representantes de una ideología ni de unos colores. Han ganado quienes, a pesar de militar, por ejemplo, en el Partido de Acción Nacional (PAN) —con dos presidentes salidos de sus filas y 12 años de poder absoluto— lograron encarnar a los antisistema dentro de su organización política a pesar de no tener apoyo, como el gobernador electo de Chihuahua, Javier Corral. Otro ejemplo es Quintana Roo, donde el vencedor, Carlos Joaquín González, tuvo que darse de baja en el PRI, que le impedía presentarse, para pasarse a la alianza formada por el PAN y el PRD (Partido de la Revolución Democrática).

Así que el fenómeno está claro: no ganaron los partidos, ganaron los antisistema. Pero ese entramado también nos permite establecer una relación entre la crisis de los medios de comunicación tradicionales y la de los sistemas políticos. La realidad se ha vuelto tan virtual que resulta más real lo que pasa en las redes sociales —aunque la mayoría de las veces sea mentira— que la realidad misma. Y ese fenómeno de depreciación de los sistemas y desprecio hacia el imperio de la corrupción está perjudicando a los viejos medios.

Gracias a las nuevas tecnologías, el empoderamiento ciudadano no solo recrea el espíritu del ágora ateniense y da al pueblo la oportunidad de que su voz se escuche primero, sino que además se cuestiona la autoridad de una prensa a la que muchas redes sociales aspiran ya claramente a sustituir, representante de otro tipo de casta, último refugio de un mundo que se resiste a desaparecer. Un mundo en el que aún se espera que una mañana al despertar se haya terminado la pesadilla de Twitter, de Facebook o de Instagram y pueda pasarse de la comunicación política de los emoticones a aquella que transmiten la radio, la televisión y los periódicos. Y así poder instaurar un análisis más profundo y un entorno menos pasional, menos emocional y teóricamente más reflexivo.

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La hoguera de las instituciones

La política por vía del consenso desaparece con personajes como Trump o Temer

/ 5 de junio de 2016 / 13:09

Tal y como se esperaba, la hasta ahora presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, está en el limbo de la legalidad. El Senado votó a favor de un juicio político por presuntos actos de maquillaje de las cuentas públicas, con el fin de desalojar a una mandataria que ocupaba la silla presidencial con el respaldo de más de 54 millones de votantes. ¿Qué está pasando en el mundo? De pronto, la ensoñación del diálogo, la construcción de acuerdos y la política hecha mediante consenso desaparece con personajes como Donald Trump o Michel Temer, y a golpe de la reafirmación de la derecha dura.

Las víctimas son múltiples, pero sin duda las más importantes son las instituciones. Uno de los factores que establece la diferencia entre los países de América del Norte (de habla inglesa) y los de América Latina (de habla hispana y portuguesa) es precisamente el papel de las instituciones, inexistente en el subcontinente. Su construcción puede llevar 100 años, pero su destrucción puede ser muy rápida. Y ahora los sucesos de Brasil recuerdan el papel que desempeñaron los senadores de Roma en su conspiración contra César, dispuestos a derramar la sangre de la legalidad, aunque al hacerlo terminaran por consolidar la figura que querían eliminar. Y es muy importante tomar nota de la reactivación de la Bolsa brasileña tras la caída de Rousseff y saber lo que están pensando los grandes grupos económicos; sobre todo cuando en un Estado se ponen de acuerdo para expulsar a una presidenta, utilizando una trampa legal y destruyendo todo el entramado institucional de un país tan complejo y con tantos matices.

De ahora en adelante, la política en el gigante sudamericano ya no se desarrollará en las instituciones, sino en las calles, escenario de los encontronazos sociales. Estamos viviendo en un mundo en el que existen muchas explicaciones sociológicas para esta situación, tal y como ocurrió en los 80 en EEUU; una época relatada de manera brillante por Tom Wolfe en su Hoguera de las vanidades, en la que describía el éxito económico, el desorden social y la abundancia en la que vivían sus personajes que, a bordo de sus costosos automóviles y de su vida regalada, podían matar por accidente a cualquier desgraciado del Bronx o, en este caso, de las favelas. En esta hoguera de las instituciones, la facción más radical de Brasil ha apostado fuerte por la desintegración.

Con este panorama, tengo serias dudas de que se celebren los Juegos Olímpicos porque, salvo que metan en la cárcel a Lula da Silva, Rousseff y a todos los dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT), el mensaje está muy claro: hay una guerra de exterminio. Los senadores que levantaron la mano para votar contra la Presidenta son, en su mayoría, los que han sido investigados por corrupción. Y ellos, que ampararon tantas veces acciones peores que las que esgrimen contra Rousseff, deben saber que no solo han detonado el principio bíblico de ojo por ojo y el mundo se queda ciego, sino que han abierto la válvula de la reacción social.

Que Rousseff tuviese un problema de crecimiento económico y de inflación ciertamente era muy grave, pero se trataba de un problema para los de abajo. Ahora los de arriba han quitado todas las vallas protectoras y se enfrentan a la recesión, al desempleo y a la ausencia de un modelo de crecimiento, rompiendo además el contrato social establecido por Lula. Y si él acaba por convertirse en Mandela, la reacción social será más fuerte. Y si Rousseff se convierte en una fracasada por su falta de cintura política y porque, al final, los representantes del enojo social simplemente la olvidaron imitando a sus verdugos, es lógico el desenlace que está por venir.

Más allá de las grandes palabras y de los grandes partidos, no hay que olvidar que el universo brasileño siempre tuvo en lo bueno y en lo malo, a pesar del hambre y de la escasa abundancia, un relevante equilibrio patriótico y de integración que era superior a las divisiones del país. Ahora Brasil es tierra de confrontación. Y en ese sentido hay varias lecciones para el resto del mundo. Primero, la destrucción de las instituciones en países que durante siglos han intentado fortalecerlas y han fracasado constantemente. Y segundo, la enseñanza para los que votaron contra Dilma que ahora resulta tan clara: hay que ser el primero en disparar.

Es periodista, escritor y director ejecutivo de América 2010, columnista de El País.

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Cosecha de odios

Aquel crisol de razas con el que se constituyó Estados Unidos está hoy en peligro.

/ 24 de abril de 2016 / 07:44

Cuando la tinta con la que se escribe el nombre de Donald Trump se seque y solo quede para los registros de la historia, el empresario neoyorquino seguirá siendo una pieza clave para entender lo que alimentó la peor versión de Estados Unidos durante la campaña electoral de 2016. Los hechos son tozudos: el imperio del norte necesitará varias generaciones para superar aquel trago amargo de convertirse en víctima del 11-S y mostrarse vulnerable. No hay que olvidar que hasta ese día y desde la Segunda Guerra Mundial, los mares y Dios habían hecho inviolable el territorio estadounidense.

La esencia de Estados Unidos se encuentra en el espíritu de la Declaración de Independencia de las 13 colonias. Desde el primer momento la superpotencia mundial tuvo dos caras. Una representa su mejor espíritu, un lugar abierto de grandes pensadores, los mayores y mejores representantes de la Ilustración: los padres fundadores (Thomas Jefferson, Benjamin Franklin o John Adams) y todos aquellos que lograron que “We the people…” siga siendo, a pesar de todo, la mejor prueba del éxito de la democracia. La otra es la de ese país que comulga con el Tea Party, que sigue pensando que todo lo que no sea blanco es su enemigo natural y que, cada vez que se abren las puertas, la vida estadounidense corre peligro, como ocurrió tras el derrumbe de las Torres Gemelas.

Trump representa los miedos ocultos de una sociedad que, a pesar de la promulgación de la Ley de Derechos Civiles en 1964 (después de correr mucha sangre), sigue presenciado asesinatos de personas indefensas cada vez que un policía les dispara por la espalda. Lo que nos demuestra que una cosa es escribir grandes leyes y otra, muy diferente, lograr que las sociedades las incorporen y vivan con ellas sin dar marcha atrás. Trump eligió México y a los mexicanos por una razón elemental y es que Barack Obama debe sus dos estancias en el Despacho Oval al voto latino. Por ahora, el precandidato republicano ha conseguido que miles de hispanos con derecho a voto corran a inscribirse para poder expulsarlo en noviembre de la carrera presidencial. Nunca he creído que el magnate llegue a ocupar la Casa Blanca porque Estados Unidos es, sobre todo, un país con una pragmática decisión de defender sus intereses y no se imagina al especulador inmobiliario de Manhattan como su líder.

El problema es que hoy el mundo es plano y todos vemos lo mismo desde cualquier perspectiva. El problema es que ahora internet ha trasladado el concepto de la soberanía nacional al ciberespacio. El problema es que, si analizamos bien la historia reciente, podremos darnos cuenta de que en Europa la mayoría de los yihadistas son reclutados en la red. Y en ese contexto, en este mundo plano donde las emociones son colectivas y las demostraciones también, Trump parece olvidar que la segunda ciudad del planeta con más hispanohablantes se llama Los Ángeles. Y que allí, como en varios suburbios de Europa (por ejemplo Saint-Denis en Francia) también se está gestando una crisis como la del modelo estadounidense.

El melting pot, aquel crisol de razas con el que se constituyó el imperio del norte, está en riesgo. Y los demonios familiares cabalgan, aíslan y siembran una cosecha de odio que, sin duda alguna, traerá consigo terribles consecuencias. Esperemos que la más terrible de todas no termine por fortalecer aún más al Tea Party y a lo peor de Estados Unidos. Pero, sobre todo, que no desencadene un yihadismo latino.

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