En una reciente intervención, Trump volvió a mostrar con bravuconería su desprecio a periodistas y medios: “Su agenda (de la prensa) no es vuestra agenda. Sus prioridades no son vuestras prioridades”, dijo Trump en un acto en Pensilvania, al que asistieron cerca de 10.000 personas. El representante del pueblo se arrogaba, una vez más, la potestad de definir la auténtica agenda política despojando a los medios de su tradicional filtro crítico. Otra muestra de uno de nuestros problemas capitales: el triunfo de una idea de representación e intermediación desdibujada.

Que un troll resentido ostente el cargo más poderoso del planeta revela, como advierte Pankaj Mishra, la creciente distancia entre las proclamas idealizadas de las élites en sus periódicos y la realidad de los países, inmune a la influencia de las viejas rotativas. Indica, además, cómo un demagogo puede comandar ejércitos virtuales de bots y trolls para complacer nuestros bajos instintos, lanzando a sus followers contra los enemigos del pueblo. Este proceso colectivo sigue mermando el espacio comunicativo, ese donde las aportaciones debían contrastarse y editarse.

Las redes son ya un nuevo centro de creación de viejas mitologías y comunidades. La ecuación es conocida: buscamos autoestima en un grupo que nos proteja frente al impávido individualismo liberal, y un líder fuerte que exalte nuestro orgulloso sectarismo de tribu. Ahí están Putin y Erdogan, señalando culpables entre las arrogantes élites occidentales, y la propia May, avivando airados patrioterismos tras el frío divorcio con la Unión Europea. El sistema representativo pierde, así, su función política frente a los ataques inmisericordes de lo plebiscitario, deviniendo en pura egolatría electoral: la identificación cerrada con el líder del clan y su retórica nacionalista.

Es una paradoja. Mientras que toda comunicación política se construye alrededor del ego, éste desaparece al equiparar alienación con mediación, sucumbiendo voluntariamente al “anhelo desesperado por un amo y señor”. Y es de nuevo (¡oh, sorpresa!) el denostado liberalismo el que nos enseña que negar los poderes intermedios es negar la política misma. Porque sin distancia —nos advierten los sabios— no es posible escucha alguna.