Voces

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Promiscuas

El Gobierno mexicano reincide en culpar a las víctimas (lo hizo con los estudiantes de Iguala, entre otros)

/ 21 de mayo de 2017 / 13:14

Lesvy Berlín Osorio, de 22 años, apareció estrangulada en el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México. Pocas horas después, la Procuraduría General de Justicia publicó en su cuenta oficial de Twitter que el día de los hechos ella y su novio se habían reunido con amigos, que “estuvieron alcoholizándose y drogándose”, que “ya no estudiaba desde 2014” y que debía materias. Traduzco: una voz oficial dijo que era lógico que Lesvy, por alcohólica, drogadicta y mala estudiante, terminara estrangulada.

El Gobierno mexicano reincide en culpar a las víctimas (lo hizo con los estudiantes de Iguala, entre otros), pero ahora hubo grandes protestas y se creó el hashtag SiMeMatanQuéDirándeMí, donde muchas dijeron lo suyo. Yo no tengo Twitter, pero sé qué dirían de mí si me mataran. Si los investigadores hablaran con mis vecinos, sabrían que en la puerta de mi departamento aparecían cada tanto botellas de vino vacías (a nadie le importaría que eso sucediera después de esporádicas cenas con amigos) y que yo entraba y salía de casa a horas extrañas (a nadie le importaría que fuera debido a mi oficio).

Si preguntaran en los hoteles donde me hospedaba en viajes de trabajo, descubrirían que pasaban a buscarme hombres varios (a nadie le importaría que fueran amigos o contactos laborales) y que nunca bajaba a desayunar (lo que inspiraría fantasías amatorio-resacosas, cuando en verdad me quedaba en mi cuarto tomando té y respondiendo emails). Descubrirían que no tenía Facebook ni WhatsApp, que no quería casarme ni tener hijos, que era atea y tomaba taxis en la calle.

Así, dirían que era alcohólica, promiscua, antisocial, descuidada con mi seguridad, desaprensiva con los afectos y que, por tanto, me lo tenía merecido. Pero nadie podría negar mi espíritu de colaboración: ya ven que les dejo aquí el trabajo hecho.

Es escritora argentina, columnista de El País.

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Destrucción

Me gustaba, como nos gusta a tantos, que fuera un hombre herido y viera en mí una posibilidad de redención.

/ 9 de noviembre de 2019 / 02:38

Qué recuerdo? Cada parte. La muesca que se le dibujaba junto a la boca al encender un cigarro; la forma en que fruncía el ceño cuando se reía con pavor, como si se escandalizara por reírse tanto. La raíz espléndida del cuello, la clavícula como una cruz pagana. Tenía unos hombros inexplicables, los hombros de alguien que sufre mucho pero que quiere seguir vivo.

Yo era muy joven y él también, y a veces, antes de acercarse, me miraba como si estuviera por cometer un acto sagrado o un sacrilegio. Tenía en el rostro un dolor clásico, una elegancia drástica. Me gustaba, como nos gusta a tantos, que fuera un hombre herido y viera en mí una posibilidad de redención (que yo no iba a darle).

Estaba roto, como yo lo estaba, pero su catástrofe era serena. Y yo, en cambio, era un diablo emergido de una pampa quemada sin sitio al cual volver. Al principio quiso irse, pero lo retuve de manera simple, diciéndole: “Si te vas, me da igual”. Hasta que quiso quedarse irreversiblemente. Yo me sentía curiosa y cruel, pero también gentil y emocionada. Había algo en él. Una especie de calma dramática, contagiosa.

Un día llegó a mi trabajo con un ramo de flores. Yo no lo esperaba. Sonriendo, tímido y sin trampas, me dijo cosas. Todas las cosas que todos quieren oír alguna vez. Yo reaccioné como una hiena espantada, como un chorro de luz negra, muriática. Recuerdo que en el antebrazo tenía un músculo magnífico. Cuando se tensaba, hacía pensar que todo en él estaba hecho de un material fresco, noble y tenaz: que podía llevar la carga. Era un hombre, al que severa, grave, meticulosamente hice pedazos. No he venido aquí a pedir disculpas, sino a decir que arrojen la primera piedra. Todos hemos sido, alguna vez, el monstruo de alguien.

* Escritora argentina, ganadora del Premio Internacional de Periodismo Manuel Vázquez Montalbán 2019.

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Violadores

Un cura pedófilo produce idénticos efectos que un pedófilo civil: hecatombe psíquica masiva.

/ 30 de julio de 2017 / 13:42

El 26 de julio compareció en Melbourne el cardenal George Pell, acusado de pederastia y de proteger a curas pedófilos. Fue designado Jefe de Finanzas del Vaticano por el papa Francisco en 2014, año en que se formó la comisión pontificia para la protección de menores con el fin de que “crímenes como los que han ocurrido no se repitan dentro de la Iglesia”.

Marie Collins, víctima de abusos, renunció a esa comisión en marzo por encontrar enormes resistencias dentro de la curia a la hora de tomar medidas concretas. Peter Saunders, víctima de abusos, crítico de Pells, fue apartado de ella en 2016. Entre una cosa y otra, el Papa reclamó tolerancia cero para curas abusadores.

Este año fueron detenidos dos sacerdotes acusados de abusar de niños sordos en Mendoza, Argentina, pero el Vaticano no brindará información a la Justicia puesto que “la Iglesia tiene facultad de investigar para su propio fin”, aunque un cura pedófilo esté hecho de la misma materia que un pedófilo civil y produzca idénticos efectos: hecatombe psíquica masiva.

Meses atrás, Daniel Pittet, violado por un capuchino que en 2011 recibió dos años de prisión en suspenso, publicó un libro de título sintomático: Le perdono, padre. Pittet visitó a su violador y le expresó su perdón. El libro tiene prólogo del papa Francisco. A las víctimas hay que intentar entenderlas. Pero cambiemos las palabras violación por tortura y cura por militar, pongamos al presidente de un país prologando con elogios un libro donde el torturado perdona al torturador. “Ha elegido encontrar a la persona que lo atormentaba (escribió el Papa). Y le ha dado la mano”. Una condena amable para los violadores, la exigencia del perdón por parte de los violados: esa es la tolerancia cero que la Iglesia auspicia. Hay que ser, realmente, muy hijos de Dios.

Es escritora argentina, columnista de El País.

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Encerrados

Vivir por, para, con, de, desde una pantalla es algo que aparenta ser la vida, pero que no lo es

/ 16 de abril de 2017 / 13:22

Dicen que hay personas que están abandonando sus teléfonos inteligentes para volver a los antiguos (que solo permitían hacer llamadas y enviar mensajes de texto) porque permanecer todo el tiempo conectadas empieza a resultarles desquiciante.

Yo tengo un teléfono inteligente, pero lo uso como si fuera idiota (al teléfono): no tengo WhatsApp, chequeo el correo solo si algo malo pasa con mi computadora, y aunque sé utilizar el GPS prefiero leer mapas, quizás porque vi demasiadas películas posapocalípticas donde solo sobreviven aquellos que recuerdan cuál es la diferencia entre el este y el oeste.

La obesa hiperconectividad que se ofrece como forma del paraíso siempre me ha parecido un pasaje de ida al infierno solipsista; estar pendiente de likes y retuiteos, una forma eficaz de cultivar un ego de Godzilla; y la tiranía del “visto”, el invento de un celópata paranoide. La frase “redes sociales” todavía me remite a la idea de una telaraña. Vivir por, para, con, de, desde una pantalla es, para mis parámetros, algo que aparenta ser la vida, pero que no lo es.

Pensaba en todo eso en un autobús, mirando el mar de la costa de Chile, mientras regresaba a mi hotel después de entrevistar largamente a un poeta que lleva una vida recogida y humilde. En un momento, el poeta sacó de su bolsillo un teléfono viejo. Le dije: “Qué raro que tengas celular”. Me respondió: “Tengo que oír la voz de mi mujer. Eso es mi celular”. Desde hace un par de semanas, en la sala de mi casa hay un televisor enorme: inteligente. El día en que lo estrené lo conecté a Netflix y pasé horas mirando una serie. La serie era buenísima y yo me sentí feliz. Hasta que miré por la ventana y vi la luz de un domingo perfecto apagándose al otro lado del vidrio. Fue como ver ahogarse a un gatito en el río. Sin ruido, delicadamente, con la discreción de las cosas que pasan y que no volverán jamás.

Es escritora argentina, columnista de El País.

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Farsante

En nuestra cultura capitalista, de demanda constante, rinde la personalidad.

/ 11 de marzo de 2017 / 13:42

Que estamos entrando en una nueva época, llena de sorpresas no siempre agradables, no parece ofrecer duda alguna. Cada día aporta una novedad o un fenómeno insólito, que se anuncia como la primera vez que sucede y es saludado con frívola alegría por unos y con pánico incontrolado por otros. El mayor de todos y sin duda el más significativo, capaz de proporcionar constantemente más primeras veces, es que alguien como Donald Trump haya llegado a la Casa Blanca.

Yo quería ser John Wayne. O Clint Eastwood. O Franco Nero. O Gregory Peck, en El oro de Mackenna. En todo caso, cuando yo era niña no quería ser princesa, ni azafata, ni madre, ni esposa. Quería ser un cowboy.

No es que quisiera ser un hombre: quería ser mujer (supongo: tampoco es que me lo preguntara por entonces), pero, sobre todo, quería ser alguien igual a esa gente que llevaba todas sus posesiones sobre el lomo de un caballo. Gente austera y valiente, que necesitaba poco, que se arreglaba con una hoguera, una cantimplora, una sartén, un plato de frijoles (en la Argentina decimos “porotos”, pero “frijoles” suena más épico), una manta.

Gente que andaba por ahí sin más rumbo que la inmensidad, que no se quedaba nunca en ninguna parte, que no tenía más patria que la de su sombra, más ansia que la de partir. Entonces, de niña, si me preguntaban qué quería ser, yo decía “no sé”, pero, en el fondo, mi corazón gritaba: “¡Cowboy!”.

Leo, en una entrevista que le hicieron hace ya tiempo al escritor argentino Fabián Casas: “En los primeros años de tu vida cargás combustible. Después no cargás muchas veces más. Depende de la calidad de ese combustible que cargaste si te va a durar durante toda la vida. Vos sos una determinada persona cuando las papas queman. La próxima estación de servicio está muy lejos. Cuando nacés tenés esencia. Después, empieza a aparecer la personalidad. La personalidad trabaja en contra de la esencia.

En nuestra cultura capitalista, de demanda constante, rinde la personalidad. La personalidad como algo totalmente ficticio, de construcción, es una máscara. La esencia es lo que te sostiene”. Será eso, entonces. Que yo quería ser John Wayne. Que ese combustible a veces queda demasiado lejos. Y que, como supongo que les sucede a todos, en ocasiones me siento una máscara.

Es periodista, columnista de El País.

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Vida de Uno

Cuando tenía 11, su mellizo ya era un adicto cabal a las drogas. Una hermana mayor vivía en la calle y era madre de un hijo que terminó en manos del Estado.

/ 27 de noviembre de 2016 / 13:22

Dice la ONU: “La desigualdad de los ingresos aumentó un 11% en los países en desarrollo entre 1990 y 2010”. Yidis vive en Medellín, Colombia. Tiene 17 años.

Cuando lo conocí, el 15 de septiembre, llevaba las uñas de una mano pintadas de negro y mientras recorríamos su colegio en Belencito, una zona de la humilde comuna 13, me dijo que leía ciencia ficción (descarga PDF, no puede comprar libros), que tocaba la guitarra, que escuchaba heavy metal, que practicaba capoeira.

Su padre los abandonó a él y a su hermano mellizo cuando tenían un año. Su madre, vendedora ambulante, diabética, murió por una infección en una pierna cuando él tenía seis. Aunque casi no tiene recuerdos de ella, sí recuerda a la mujer que lo tomó a su cuidado: a veces no le pegaba. Si no quería comer, echaba más sal a la comida y lo obligaba a tragarla.

Cuando tenía 11, su mellizo ya era un adicto cabal a las drogas. Una hermana mayor vivía en la calle y era madre de un hijo que terminó en manos del Estado.

Ahora, Yidis vive con su media hermana y dos sobrinos en El Morro, un sitio más precario que la comuna 13. Desde allí baja cada mañana para entrar a las 06.45 al colegio. No en bicicleta, porque no tiene, ni en nada que haya que pagar, porque no puede. Baja corriendo. Un poco para entrenar y otro porque, si bajara caminando, tendría que despertar más temprano de lo que ya despierta. Y, en un país donde cuatro de sus ciudadanos más ricos tienen 1.000 millones de dólares, Yidis quiere estudiar Filosofía. Y eso es imposible. Por muchos motivos pero, para empezar, porque el chico que va corriendo al colegio jamás podrá pagar el bus para llegar a la universidad. La ONU dice desigualdad de ingresos. Y aquí estoy yo, escribiendo sobre Yidis, y ahí están ustedes, leyendo sobre él. Y eso es todo lo que hacemos: no hacemos nada.

Es escritora argentina, columnista de El País.

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