En un mundo de prisas y de sensaciones pasajeras, me inclino a pensar que los seres humanos aún somos capaces de traducir en palabras los afectos, pues, como bien escribe Antoine de Saint-Exupéry en su relato El Principito, “(…) solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos”.

Para dar testimonio de tales palabras compartiré con ustedes algunos pasajes de la vida de mi madre. Cuando mis hermanos y yo éramos jovencitos tal vez no fuimos capaces de entenderla por completo. Su vida no había sido fácil. Pasó buena parte de su infancia en una hacienda, propiedad campestre de mi abuelo, acaso llena de libros, proyectos y libertad, pero ausente de una vigorosa presencia femenina. Sus amigos y compañeros de juegos eran sus cuatro hermanos, de quienes aprendió el sentido de la lucha entre pares, la solidaridad franca, la competencia como valor, y dentro de sí misma, la soledad de ser una niña indefensa en un mundo de códigos masculinos.

Mi abuelo Rafael la cubrió de afecto, pero como si presintiera su destino, la impulsó a estudiar sin tregua; y fue una destacada estudiante, apasionada lectora de los escritores de su tiempo. Gracias a la educación fiscal que recibió, pudo conocer diferentes testimonios de mujeres que se formaron tras las conquistas femeninas de la revolución liberal. Fueron las maestras normalistas las primeras mujeres de letras en el Ecuador que apostaron no solo al matrimonio, sino también por el trabajo productivo, inspirando de paso a jóvenes mujeres como mi madre.

Cuando se casó con mi padre, pensó que había alcanzado el cielo con la mano. El tiempo y los eventos que se sucedieron no le darían la razón. Antes de nacer mi hermano César, culminó su doctorado, y emprendió una paciente búsqueda de trabajo. No era sencillo atender una casa, siete chicos y un marido exigente, además de dos o tres labores remuneradas.

Mi padre, hombre ilustrado y soñador, se diluye en mi recuerdo. Era un ser afable, perseguidor de ideas locas que siempre daban al traste. En un mundo de contrastes, mi madre llevaba la voz cantante. Mi casa se convirtió en un matriarcado. Un día, sin explicaciones, mi padre se marchó, no supimos de él por mucho tiempo. Rememoró el rostro de mi madre aquel día, crispado de dolor, con una aureola luminosa de terquedad. Se prometió salir adelante y lo hizo. Aún me maravilla el cómo. Hacía poco que nos habíamos cambiado a una casa propia, la que estaba hipotecada al banco. Actualmente es una propiedad antigua, pero espaciosa, y nadie que no conozca su historia podría suponer lo difícil que fue conservarla. Pero mi madre fue tenaz y lo sigue siendo en todo lo que se propone. Está hecha de una fuerza capaz de vencer a la montaña.

Han pasado más de 30 años desde que se inició como docente universitaria. Sin embargo, hoy, resuelta y vital, todavía sale de su casa casi todas las mañanas para impartir clases en la Universidad Estatal de Guayaquil. Y le repite a sus alumnos esa frase que me recuerda la fortaleza de los legendarios guerreros huancavilcas, de los que es conspicua heredera: “Yo moriré como los árboles, de pie”.

Mi madre Nelly, en su singularidad, comparte con las feministas el convencimiento que solo dando un ejemplo personal de excelencia es posible abrir el camino al liderazgo femenino del tercer milenio, sólido, visible y pleno.

* es profesora titular y jefa del Departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA).